Raúl Hernández Viveros

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Las gaitas gallegas

 

 

Raúl Hernández Viveros

 El sufrimiento no nos hace mejores, pero sí más profundos, nos obliga a descender al fondo de nosotros mismos.

Nietzsche

 

      Los insectos duermen y también, imagino sueñan rodeados de colores y amaneceres acromatópicos. Con el sentido visual anhelan ubicar nuestras sensaciones sobre las partes esenciales o las palpitaciones de nuestro corazón. Los símbolos y señales en el universo de las transparencias encuentran la comunicación con el saber de la existencia como si se tratara de la cárcel de la memoria. Durante la luz del día despierto y abro las ventanas; observo en la llanura a los seres vivos que experimentan la experiencia de imaginar los capítulos de la vida como fragmentos de un libro. Llueve demasiado. Tengo los ojos llenos de recuerdos. En la imaginación nadie puede quitarme la posibilidad de mirar. En la indiferencia logró traer hasta aquí la presencia de mis padres. Me atrevo a contemplar aquellos años infantiles cuando jugaba con mis hermanos a las escondidillas.

      En este insaciable instante se compone la escritura que describe paisajes del pensamiento, antes de que las heridas de mi cuerpo se abran más. Sin miedo cada una de mis manos se desprende de los brazos. Los cánticos de los peregrinos suenan infelices, llegan hasta el fondo de mis oídos como gritos que me despiertan. Sensaciones de vivir en el centro de la vegetación oscura de las tinieblas donde no puedo comprender las palabras que salen de mi boca. Nadie entre las nubes y buceo con el viento. Camino en el fondo de los océanos y siento bajo la luna el paso de las sombras. La paradoja desconocida de disfrutar el canto de los ángeles. Hay otro lado invisible que vive en el interior conmigo en el atardecer de la vida, mientras en las calles, unos muchachos dicen que no soportan estar comprimidos en el papel de estas hojas.

      Los días transcurren sin piedad, pero con la sabiduría, los instintos de nostalgia y la soledad o el silencio de la muerte. La constancia del presente abarca a la escritura. En el desierto la tristeza de la arena llega con el viento. Contemplo el firmamento de la existencia. Llega la tranquilidad y observo la ternura en el rostro del cielo. El aroma de las cosas enciende mis ojos. El recuerdo avanza en mis reflexiones. En mi alma cantan los ángeles. Las lágrimas junto a la noche brotan en el parpadeo de las sombras, suena el himno intachable de la vida.

      Desde el cielo me contemplan las estrellas y el mundo gira delante del nacimiento de los seres humanos. Las palpitaciones profundas de la bóveda celestial llegan hasta los techos de las casas y edificios. Las luces de las ventanas infinitas de mi cuerpo flotan hacia el silencio que abre y desnuda al tiempo. En esta fugacidad soy la estrella que no tiene dueño. En la gracia de las nubes encuentro el eco dormido en el campo. Entre mis labios brota una paloma y la flor vuela e ilumina la fugacidad de las sombras. En la penumbra, los movimientos de la tierra acompañan el viaje de mis manos que se alejan sin decir siquiera adiós.

      El trayecto se me hizo bastante largo. Daba un rodeo por todos los muebles, siguiendo el camino hacia mi habitación. Más allá de la sala, algo desvió mi atención. Crucé sobre la alfombra. La tarde de verano era bastante bochornosa. Yo estaba vestido con ropa ligera. En la puerta se escuchaban los ruidos de la calle.      

      Distinguí el color rojizo del atardecer. Junto a un montón de periódicos y revistas permanecía el gato dormido sobre sus patas. En otra parte olía a plantas y flores, posiblemente se trataba de una lechuza. Detrás de las cortinas el movimiento y el rumor de las plantas y los árboles reflejaron sombras en el resplandor de los vidrios.

      Con la mirada ausente levanté la cara hacia el techo de la habitación principal. Era como un cielo oscuro y penetrante por el abismo del vacío. Tal vez no podría creer que fuera mi objetivo la contemplación del paso de las estrellas. En aquel instante miré la luz del bombillo. Con bastante curiosidad intenté atinarle con mis escupitajos. Desconcertado en el significado simbólico de aceptar que mi saliva sabía violentamente, y en segundos caía encima de mi cabeza. Cuando reaccioné de lo que se trataba, volvía a mirar hacia todos los rincones de la habitación.

      Me aproximé al bulto. El cuerpo dormido de mi padre estaba tendido boca arriba. Al percibir su olor descubrí por primera vez la peste de la embriaguez y la resequedad de los vómitos. Sin reflexionar cerré la boca de aquel cuerpo semejante a un pez; fuera del agua daba bocanadas de aire y lanzaba terribles ronquidos.

      Aquel día descubrí mi talento. Después de haber nacido un día de diciembre no pude recordar la fecha exacta hasta varios meses después. Me veo acomodado en el regazo de mi madre, quien intenta ofrecerme la leche de sus pechos. Pero por más que me esfuerzo no logro sacar nada, y no llega ningún líquido a mi boca. El espacio de la cavidad se llena sólo de saliva. En mi primera aventura sobre la tierra arrojo el fragmento pegajoso en un ojo de mi madre. Doy exactamente en el sitio elegido. Ella se limpia con una toalla. Como premio a mi osadía preparar la leche en polvo. Sin pensarlo coloca el biberón en mis labios, acepto resignado mientras examino las posibilidades de mi descubrimiento.

      Durante varios meses no salí de mi casa. En los brazos de mi padre llevé a cabo investigaciones en las habitaciones. Al poco tiempo conocí todos los lugares y las cosas. A gatas iba por debajo de las mesas y las sillas. Los movimientos de mis manos estaban sincronizados a los de las piernas. Cuando encontraba algo interesante o más bien misterioso, analizaba los colores, y tocaba las características de la superficie de cada objeto. Después olía todo con el fin de identificar los elementos relacionados con la comida. En la parte inferior de mi boca, casi al frente, comenzaron a salir los primeros dientes. Entre los resquicios del piso existían escondites de cucarachas, hormigas y gusanos que atacaban todo lo comestible. Como instituto de sobrevivencia preparaba mi saliva y con la lluvia de mi boca los ahogaba impidiendo que se aproximaran a mi cuerpo.

      Cada persona puede dar rienda suelta a su imaginación. Sin piedad tocaba la piel de las piernas y brazos de mis padres. El deseo de llenar de saliva me quemaba la boca. La desolación de estar vivo me enfrentaba a la naturaleza que me ofrecía la imagen perfecta del acto de la creación. De pronto el cielo se oscureció. La casa estaba vacía. Delante del altar construido por mi madre, celebré mis primeros quince años de vida. Durante este periodo me elegían para acompañar a las quinceañeras a sus fiestas de cumpleaños. El milagro consistía en obtener la compañía del joven rubio que era yo. Mi madre llevaba el control de las peticiones. En una libretita de color rojo anotaba las fechas. El pago simbólico por llevarlas a la iglesia o al centro de baile era la compra de camisas o pantalones de moda.

      Más tarde bailaba con las quinceañeras y era el centro de atención de aquellas fiestas de la ciudad. Por amor a mí participaba mi madre en el diseño de los vestuarios o en la coreografía de los eventos sociales. Con el dinero que consiguió gracias a mis atributos y a que podía bailar cualquier tipo de música, ahorré lo suficiente y al poco tiempo compré la casa a la orilla del mar. El misterio de mi vida se claraba con el fin de la juventud. El paso de los años cumplía puntualmente con las hojas del calendario. No me quedaba otra cosa que elegir a la compañera de la madurez, a la media naranja llamada también consorte.

      Fueron instantes vertiginosos que acabaron con el aburrimiento de la luna de miel. Tres semanas en Tenerife significaron el adiós significativo del mundo de las gratas sorpresas. Sucedió el día que nació mi hijo, cuando me lo mostraron, al verme retratado en las facciones del pequeño. En la sala de la casa la luz blanca de la iluminación de tubos fluorescentes logró mostrarme a mi doble, el rosado niño con el pelo rubio era idéntico a mí. Lo sentí respirar. Débilmente una manita abofeteó mi boca. Casi sin miedo coloqué el cuerpo a un lado de la madre. Ella lo tomó en sus brazos, y le dio uno de sus pechos. Sin embargo, mi doble pudo extraer el líquido maternal.

      Tomé la decisión de alejarme lo más pronto posible. Al otro lado, fuera de las paredes de la casa, las estrellas me enseñaron el sendero del infierno terrenal. El bar  era el más concurrido del barrio. En este espacio se reunían oficinistas, obreros y de vez en cuando algunos inmigrantes. Se conversaba sobre los acontecimientos de esta parte de la ciudad. En la barra, una de las hijas del dueño preparaba los cócteles que le dieron fama a este centro social. También daban muchos bocadillos. Apetecibles platos de pescado y pulpos fritos en aceite de oliva y lascas de pierna de jamón que hacían felices a los más desafortunados de los parroquianos.

      El hijo de don Pancho desde la edad de diez años contestaba cada una de las peticiones musicales de los asistentes. Muchos borrachos iban a escuchar la música clásica popular cantada por viejos gitanos; los discos los compraban en las tiendas cercanas a este barrio. De esta forma, el niño entró al mundo de los negocios porque le daban buenas propinas. En ciertas ocasiones, los borrachos se aferraban a una sola canción; pagaban lo que fuera para exigir que el disco sonara en el aparato eléctrico. Un ingeniero del centro universitario le enseñó al hijo de don Pancho a bailar al compás de algunas canciones de moda. Cada vez que practicaban, las hermanas y don Pancho aplaudían, celebraban emocionadamente a la pareja que daba vueltas. Muchos borrachos aprovechaban la algarabía para irse sin pagar.

      El éxito fue magistral. A partir de este momento, los sábados y domingos, el hijo de don Pancho cobraba el consumo, los bailes y la puesta de discos. Su prestigio se reconoció cuando un periodista de nombre Kikis escribió en un diario local una de las mejores crónicas sociales. Describió el instante del debut del niño prodigio, y también los movimientos perfectos del ingeniero. Se comentó varios meses el estilo directo y peculiar del Kikis, quien entre cerveza y copa contaba que “mientras sonara mi maraca”, escribiría sobre los eventos sociales del barrio.

      De traje azul y moño de corbata, Kikis mostraba una jovialidad falsa y brindaba con el resto de los asistentes del bar. Luego se alejaba prometiéndonos que algún día bailaría con el hijo de don Pancho. “En esta vida, uno debe aprender de todo”, sentenciaba Kikis, y como saludo golpeaba las cortinas de la puerta principal. Cada vez que llegaba el señor conocido nada más por don N. —acompañado de varios borrachines—, el hijo de don Pancho cambiaba el disco por uno de música gallega. Las gaitas alegraban la escena.

      Las tardes eran inolvidables. A nadie le molestaba pasar el rato escuchando los ritmos de la Costa de la Morte. El muchacho recordaba algunos días que pasó en el recorrido a pie con la ruta del Santo. Don N. intervenía exigiendo que la hija de don Pancho le diera más cervezas o preparara bocadillos para sus invitados. La joven limpiaba bastante bien la mesa y colocaba los vasos relucientes, las botellas de cerveza y servilletas de papel. En cada viaje, don N. dejaba caer un billete de disminuida cantidad en la charola. Este dinero iba a parar a la hucha en forma de zapato que ella escondía en uno de los cajones de la alacena. Uno de los borrachines hizo el intento de bailar con el hijo de don Pancho. Pero don N., con un movimiento de su mano derecha, ordenó a los demás acompañantes que sacaran al individuo del bar. Delante de él las cosas tenían que tener un buen comportamiento. Por esto lo respetaban en la ciudad, y además por ser gallego con orgullo, quien controlaba una flotilla de barcos pesqueros. Sencillamente eran un experto en el arte de saber gobernar, y lo sabían bien sus colaboradores y ayudantes. A partir de este hecho, el hijo de don Pancho tomó respeto y cariño por este hombre pequeño de vientre inflado y ojos saltones quien siempre metía las manos en su chaleco blindado; era la señal de que todos los presentes guardaban silencio. Porque llegaba el momento de meditar en las cosas del pasado, el presente y el futuro.

      “No hay duda de que es necesario de vez en cuando mantener la boca cerrada para que las ideas recorran nuestros pensamientos”, hablaba don N., después saboreaba la música de su tierra natal, y todos los ayudantes ni siquiera pardeaban, mientras don N. meditaba en los planes o proyectos para beneficiar a muchos de sus colaboradores. Entre murmullos, otros opinaban que don N. estaba enamorado de la hija mayor de don Pancho. Las otras muchachas pacientemente aceptaban que algún día iba a llegar el momento de ser elegidas.

      El hijo de don Pancho reaccionó ante esta situación, y comenzó a entender la vida. Don N. se despedía de él acariciándole las mejillas y recomendándole que cuidara a su hermana, la mayor. Dejaba saludos y órdenes de que se vigilara que ella no anduviese de coqueta. La mano gorda y pequeña daba palmadas en la espalda del joven y don Pancho recapacitaba en el sentido de las miradas hacia la mayor de sus hijas, y saludaba a don N.

      Sin embargo, el domingo que desaparecieron don N. y la hermosa Teresa fue el ascenso a la mayoría de edad del hijo de don Pancho. Aquella noche llegó cayéndose de borracho hasta el escritorio del padre. La voz se derramó con fragancias de vinos tempranillos de frutas de la temporada, tratando de disculparse por su mal estado. Don Pancho mantuvo la calma, a pesar de su tristeza por el robo de la hija mayor, por  el coraje y el enojo, le gritó que se  alejara del bar, lejos de su casa.

      Todavía resuenan en mis oídos las maldiciones y amenazas de que era el culpable de la perdición de Teresa, y el testigo de los planes de don N., por lo tanto cómplice del robo de su hermana. Además, la señora de don N. lanzó por teléfono gritos de sentencias de iniciar un proceso para clausurar este lugar de vicio y degradación. Yo estaba detrás, en un rincón, escondido porque no tenía a dónde ir. Escuché los gritos de don Pancho:

      — ¡Vete lejos de mi vista! ¡No quiero volver a verte en esta casa!

      Salí detrás del muchacho. Iba como una sombra. Al sentirse libre se dejó caer en una banca de la estación del ferrocarril. Se durmió hasta que los despertaron los silbatos del tren que llegaba a las seis de la mañana. El rechinido de las metálicas destruyó los fragmentos de su sueño. Levantó las manos. Con un gesto de asco dobló la cabeza sobre su pecho; anhelaba devolver lo que llevaba en el estómago.

      Cerró los ojos para escuchar que el tren se alejaba por la orilla del mar. Se puso de pie. Al quitarse la camisa mostró los pezones femeninos que temblaban de emoción al seguir el ritmo de la música que salía de una casa cercana. A las pocas horas conoció a una de las meseras del bar cercano a la estación de ferrocarriles. La mujer tenía un cuarto en un hostal. Se fueron a vivir juntos, el cuarto daba al crucero de las vías del tren y la carretera que iba hasta la ciudad.

      La mujer lo cuidó hasta que cesaron las pesadillas y alucinaciones que no lo dejaban dormir tranquilo en sus brazos. Los efectos de las prolongadas borracheras lo dejaron débil, con los pómulos sumidos y el hígado destrozado. Cuando contempló su rostro en el tocador, no pudo reconocerse. ¿Estaba transformándose en otra persona? Fuera de sí, el hijo de don Pancho contempló la habitación y descubrió el hilo de la cortina, de donde colgaba un vestido, ropa interior y las medias de la mesera. Se abalanzó sobre los trapos arrojándolos sobre la cama.

      Permaneció unos instantes inmóvil con el rostro sudoroso pegado al vidrio de la ventana. Adentro permaneció con la vista pérdida. Entonces suspiró profundamente agradeciendo al cielo y al mar, la posibilidad de caminar en la orilla de la ciudad. La mujer abrió la puerta. Hizo una mueca y sonrió al descubrir el cuerpo del muchacho vestido con la ropa de ella. El hijo de don Pancho la invitó a bailar. La mujer se turbó —sin desprenderse de su bolsa—; movió las piernas respondiendo a las súplicas y lamentos. El muchacho comprendió que ya no le importaba ser el hijo de don Pancho.

      Tuvo el suficiente valor de aceptar que no le importaba atender a los parroquianos en el bar. Sólo ante la claridad del día pudo escuchar su verdadero nombre, que pronunció la boca pintada de la mujer. Alegremente gritó y subió el sonido de la música que salía del aparato eléctrico.

     Al año siguiente, don Pancho le heredó el bar, y volvió a servir a la clientela. Las cosas mejoraron cuando don N. devolvió a Teresa, a quien le compró un edificio de departamentos en la zona hotelera de la ciudad, y le entregó varias cuentas de ahorros en bancos locales. El mal tiempo había sido superado, y el agua del torrente adquirió su cauce normal, aseguró Kikis señalando burlonamente a los movimientos de don N., que besaba las manos de María, la hermana menor de Teresa, mientras los guardaespaldas celebraban los pasos de baile del hombre llamado Roberto que iba al ritmo de Kikis.

      Entre los abrazos, Roberto reflexionó en lo que iba a decir: “No sabes cuánto agradezco a la vida que haya regresado la felicidad a mi corazón. Ahora puedo verte y hablarte a cualquier hora todos los días. No me importa que otros te abracen. ¿Hay alguna maldad en lo que quiero decir? ¡Dios mío, creo que algún día voy a sacar a la otra persona de mi interior!”.

      No se atrevió a abrir la boca frente a Kikis, y mejor escuchó las notas musicales de las gaitas gallegas. Yo me alejé del bar. Al poco rato hallé la rueda de la fortuna y el carrusel. Los caballos de madera daban vueltas. Quise subir con los niños. Extendí la mano. Algunas monedas llenaron el hueco de la palma. Pagué y experimenté él sube y baja, y vi mi rostro infantil reflejado en los vidrios de colores de las lámparas que iluminaban las figuras de los niños. Sentí que mi caballo corría  en estampida, hasta perderse  en las olas del mar.

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Escritor mexicano


Raúl Hernández Viveros, nació en Ciudad Mendoza, Veracruz, el 9 de diciembre de 1944. Obras: La invasión de los chinos (1978); Los otros alquimistas (1980); Los tlaconetes (1982); El secuestro de una musa (1984); Una mujer canta amorosamente (1985); El talismán del olvido (1992); Días de otoño (1995); La conspiración de los gatos (1997); La generosidad divina (2007), la novela Entre la pena y la nada (1985) y los libros de ensayos: La nictalopía de Sor Juana Inés de la Cruz (2000), Memoria y pensamiento (2001), La Mitología de Roberto Williams García(2002), y Relato Español Actual (2003), libro que lleva varias reimpresiones en la Península ibérica, editado por el Fondo de Cultura Económica y la UNAM. Durante una década estuvo a cargo de la revista La Palabra y el Hombre, y del Departamento Editorial de la Universidad Veracruzana. Actualmente tiene a su cargo la dirección de ediciones y la revista Cultura de VeracruZ.  


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