Sandra Torres

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Campo minado

Sandra A. Torres Herrera

 

  

Campo minado

Cuando uno tiene un pasado insoportable

uno no tiene poder alguno sobre él

está ahí

como un bulto de ropa sucia

que ningún detergente conseguirá limpiar.

 

Gloria Gómez Guzmán

Aguasucia

 

   “Uno, dos, tres: Salvación para todos mis amigos”, gritaba de pronto alguien en el patio, mientras los demás permanecíamos escondidos en los rincones. Sí, hubo un tiempo en que ese lugar nos pareció lo más cercano al Edén, y creo que eso habrá pensado el abuelo cuando lo eligió como sitio para fundar una familia, tras recorrer la Huasteca.

   Mis abuelos procrearon diez hijos; dos murieron en accidentes trágicos. A raíz de esto el corazón de mi abuela se endureció. No sé por qué en la familia se tiende a suavizar ciertas anécdotas, por ejemplo, mi papá contaba que a la hora de la comida, él y mis tíos solían discutir sobre futbol y mujeres, y era frecuente que arreglaran sus diferencias a puños. Al abuelo le tenía sin cuidado saber quién había iniciado el pleito, era la abuela quien, fuera de sus casillas, sacaba la vara y la dejaba caer parejo y con fuerza sobre todos. ¡Pobre abuela, pobre tía Alma!, ya me las imagino acuarteladas en la cocina, no viendo la hora de terminar de tortear para esa bola de tragones.

   Ya desde niños, alcanzábamos a percibir un tono de amargura en los mayores al contarnos sus historias. Y es que sus perspectivas fueron clausuradas muy pronto, en comparación con las de otros de su generación, quienes no poseían el menor talento pero sí la fortuna o voluntad de corromperse. Cómo les dolió truncar sus estudios. Aun hoy, en su inminente vejez, no se conforman con haber sido carpinteros, mecánicos o electricistas. Era en esas pláticas donde surgía como bestia agazapada el rencor hacia el tío Pedro, el menor de los hijos, en quien los abuelos habían depositado sus esperanzas de que surgiera el primer profesionista en la familia. Mientras los otros se entregaron al trabajo arduo y a formar cada uno su propia familia, el tío estudió con desgano la preparatoria, luego se fue a la capital a cursar ingeniería civil.

   El tío Pedro volvía al terruño en vacaciones, y a medida que pasaron los años, su porte aumentó en atractivo. Pero no se le conoció novia. Según mi mamá, siempre fue algo raro; tenía una mirada expresiva que suplía su falta de labia. Durante un tiempo se le vio rodeado de amigos no gratos y hasta corrió el rumor de que era homosexual. Al abuelo eso no le quitó el sueño, pues había llevado al tío a un burdel, y se jactaba de haberlo dejado en buenas manos.

   Con la tía Alma fue otro cuento. De ser una escuálida niña con ojeras pronunciadas, a sus dieciséis se transformó en una belleza. Siendo la única mujer, los hermanos se creyeron con el deber de celarla. Pero ese verano, Pedro se convirtió en su sombra. Hasta se lió a golpes con uno de los pretendientes de la tía. Una noche, ella entró llorando a la casa y sin dar explicaciones corrió a su cuarto. En seguida llegó el tío Pedro, y sin perder tiempo la acusó con mi abuelo de mantener un noviazgo a escondidas con un joven panadero. Aquello no habría pasado de un mero regaño si le hubiese bajado la menstruación a mi tía. Hubo un acuerdo tácito entre los hermanos mayores y la abuela, para que el abuelo, por su enfermedad, no se enterase. Se presentaron en casa del novio y le exigieron que se casara con mi tía, pero éste se negó rotundamente a cargar con el muertito de otro. Cuentan que mis tíos le propinaron tal paliza al panadero que en cuanto al mes se recuperó, no se le volvió a ver jamás por ese lugar. La abuela tuvo que decidir. Una noche llevó a mi tía con una comadrona. De esa manera, todo se restableció, salvo que mi tía odió como nunca al tío Pedro.

   La siguiente camada de niños creció. Nos movíamos libres por todos los rincones, entre las máquinas de la carpintería, las ollas de la cocina y las habitaciones de los tíos. Admirábamos tanto el vuelo del colibrí como la capacidad de la araña para reconstruir su tela. Aprendimos a nombrar los árboles y sus frutos: el guanábano, el zapote, el púan, la lima, los jobos, los mangos, los almendros, las ciruelas…Y cada año era reconocer las estaciones, costumbres como colocar el altar de muertos, las velitas en hilera para que el Niño Perdido hallase el camino de regreso, convivir en Noche Buena y Fin de Año. De estas reuniones recuerdo la voz grave del abuelo, los discursos, el llanto por los difuntos, los abrazos, el tronido de cohetes y balazos, la comida, luego el correteo de mis hermanos y primos, mientras los mayores bebían, fumaban, bailaban, cantaban, cambiaban pañales, se peleaban, se daban las paces obligados por los abuelos.

   Al poco tiempo murió el abuelo y la risa de los adultos se volvió llanto amargo, y entonces los rezos, los cirios y el olor a nardo y a alcohol para la abuela, inundaron la sala de la casa. Pese a la lluvia, nuestros juegos se prolongaron hasta ver quién permanecía más tiempo despierto. De cuando en cuando nos deteníamos a curiosear frente al féretro. El rostro macilento de mi abuelo era impenetrable.

   La vida siguió su curso. Aunque la abuela trató de enderezar el rumbo del barco, los rencores y malentendidos entre sus hijos se tradujeron en retiro de palabra o levantamiento de bardas, -quizá en ese tiempo lo único rescatable para algunos de nosotros fue el derrumbe del viejo almacén-; pero tras la muerte del abuelo, lo que más le dolió a ella fue el abandono de su hijo Pedro, quien dejó tirada su carrera, vendió la parte del terreno que le correspondía a mi papá, y se fue a Coatzacoalcos. Ahí consiguió trabajo en Pemex y se casó. Enviaba dinero y dos o tres cartas por año a la abuela, que la tía Alma leía a regañadientes en voz alta. Se deshacía en excusas para no volver, que su trabajo, que el embarazo de la esposa o el cumpleaños de su hijo. Un día, sin poder soportar más su larga ausencia, la abuela fue a visitarlo llevándose casi a rastras a mi tía. A su regreso no soltaron ni una sola palabra. Esa fue la primera y única vez que mi abuela visitó a su hijo Ordenó que de ahí en adelante todas las cartas que mandara mi tío fueran quemadas. Ese viaje fue una revelación para mi abuela, en cambio para mi tía significó confrontar su pasado e iniciar una nueva vida.

   Y llegó para nosotros el juego de espejos, la obsesión del sexo, la presión de los otros observando cómo nos desenvolvíamos. Es sorprendente cómo el tiempo abrió brecha entre nosotros, en momentos difíciles era más fácil confiarnos a un desconocido que a nuestro propio hermano. Se repitieron viejos esquemas. Unos tuvimos la oportunidad de estudiar; otros, con menos fortuna, se fueron al norte del país en busca de nuevos horizontes. Pero el cumpleaños de la abuela, la Navidad o algún funeral, eran motivos de reunión familiar.

Fue al elegir cada quien su propio camino, ya en el encuentro de la pareja, la llegada de los hijos o en ese sueño a punto de realizar o perderse, que aquello que un día habíamos enterrado, de pronto afloró. Un día, no recuerdo cómo surgió el tema, mi prima Norma y yo hablamos del viejo almacén. Sobre la oscuridad al cerrar la puerta, la alegría vuelta miedo, el tono seco, amenazante, la silla, el pañuelo, la imposición. Tendríamos entonces cinco, seis años. Quién iba a sospechar del tío, si era cariñoso y siempre nos traía regalos; cómo temer a quien se dignaba a jugar a ratos con nosotros en esas tardes de verano y no perdonarle que tuviera sus consentidos. Aun así era inevitable preguntarse ¿cómo no se dieron cuenta los mayores de esos secuestros momentáneos?, ¿Cómo es que no leyeron en cada uno de nuestros cuerpos, el rechazo surgido repentinamente? Cuando las palabras brotaron por fin libres de mordaza, descubrimos que no fuimos las únicas víctimas. Un elemento fue tocando al otro, y sólo a partir de colocar cada pieza en el rompecabezas, comprendimos las cosas que nos definían en común, una de ellas era la resistencia que cada uno opuso a su modo, para que la vida no se redujese a una simple causa y efecto, para que fuera tolerable vivirla.

   Nuestros padres, ignorantes, no podían explicarse a qué se debía tanta violencia, tanto rencor de sus hijos. Norma me contó cómo en una comida, la abuela se puso a criticarme. No lograba entender cómo yo prefería a las mujeres, de pronto calló y se puso muy triste. Mi tía Alma, quien tenía a su niña dormida en el regazo, sólo atinó a cambiar de tema. Ellas lo saben, me dijo mi prima. Quedó sobreentendido que nadie tocaría el asunto mientras la abuela viviera.

   Supongo que cada quien ha imaginado a su modo el reencuentro, pero nadie sabe cómo vaya uno en realidad a reaccionar llegado ese momento. Pues si las armas legales nunca estuvieron en nuestras manos para accionarlas, me pregunto cuáles utilizaremos a estas alturas, cuando ni él tiene diecinueve años ni nosotros somos ya unos niños, cuya infancia pisoteó. Hay quien me ha sugerido el perdón cristiano como vía de liberación. Agradezco en verdad su consejo, pero me considero incapaz de realizar tan grande acto.

   Sucedió hace unos días. De repente la abuela se puso grave y la llevaron de prisa a urgencias. El doctor no tardó en salir y darnos la mala noticia. Nos sentimos consternados al perder de golpe la gravedad que había ejercido esa mujer sobre todos nosotros. Mi papá se encargó de informar al tío Pedro. Él no se presentó al funeral ni al novenario. Tampoco se molestó en llamar por teléfono para excusarse, hecho que arrojó más leño al fuego.

   Pero todo eso no debe ya causarnos sorpresa. No deja otra alternativa que ir ahora o nunca hasta su propio territorio para ajustar cuentas. Porque sabemos en el fondo que no vendrá. Que no se atreverá nunca más a poner un pie en este lugar. Porque sabe el muy hijo de puta que pare donde se pare, aquí encontrará un campo minado.

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Escritora mexicana


Sandra A. Torres Herrera (Álamo, Veracruz, 1971). Narradora. Ha publicado en periódicos y revistas literarias de Tamaulipas y Veracruz. Integrante del taller literario de Héctor Carreto (1991) y de Gloria Gómez Guzmán, en Tampico, Tamaulipas (1994). Fue becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en Tamaulipas, en el género cuento (1997). Participó en el taller literario impartido por Rafael Antúnez, y en el de José Luis Rivas (1998-1999), en Xalapa, Ver. Fue finalista en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo (2003). Administra un blog desde 2004, www.sandratorres.blogspot.com, donde procura actualizar sus sueños y desvaríos. Actualmente radica en Xalapa.


 

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