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Río Sedeño
Sandra A. Torres Herrera | ![]() |
—A Mary
La
investigación del asesinato en el río Sedeño empezó con una
llamada anónima. Cuando el jefe de periciales recibió el
reporte, envió de inmediato a Duarte y al recomendado al lugar
de los hechos. En todo el trayecto el recomendado no paró de
hablar de su tío, mirándose a cada instante en el espejo
retrovisor. A escasa semana de trabajo, Duarte conocía ya sus
viajes, estudios, amoríos… Mareado, avistó la serranía que
circundaba a la ciudad por el norte, los pinares, la vía del
tren, la entrada a una colonia popular de construcciones
irregulares, cuyo camino de terracería serpenteaba entre cerros
como montaña rusa hasta irse estrechando y colindar con un
potrero —visión insólita en la mancha urbana—; más allá, las
altas y robustas hayas anunciaban el río, y, finalmente, a la
ribera los esperaba el cuerpo bocabajo y sin vida de una mujer.
Cuadras atrás
habían tenido que dejar la vagoneta y pidieron información en
una tiendita. Caminaron hasta topar con una vereda que
desembocaba en el río: a un costado había vacas, del otro, una
ruinosa casa de madera con techo de cartón. Sorprendidos, vieron
salir de ésta a una anciana. Duarte se aproximó al alambrado
tupido de enredadera de chayote y le dio los buenos días
a la mujer, quien
al verlo
retrocedió asustada y se introdujo en su casa. Siguieron
adelante. Fueron los primeros en llegar. Aguardaron a unos pasos
del cadáver sin hacer otra cosa que fumar y mirar en derredor.
Para el
recomendado era su primer trabajo de campo; asombrado, había
dejado su verborrea. Quizá era demasiada realidad para él,
demasiado contraste con su mundo.
—Buenos días,
señores— dijo la agente—. Se nos adelantaron.
—La estábamos
esperando.
El
recomendado le tendió su mano:
—Andrés Solares, el nuevo perito.
—¿Es algo del
procurador?— dijo con sorna la mujer.
—Es mi tío—
dijo el joven, levantando con orgullo el mentón.
La agente
intercambió con Duarte una fugaz mirada inquisitiva y pasó de
largo junto a Solares, deteniéndose un instante frente al
puente.
—¿Quién en
sus cinco, cruza esto en la noche?— dijo, observando las cruces.
Y Duarte le señaló el cadáver, hundido entre cardos y hojarasca.
—¿Quién te
llamó?— le preguntó la agente a Duarte en un descanso que
tomaron.
—Mi jefe.
Quiere que prepare a Solares. Lo van a ascender.
La mujer no
dijo nada. Rechazó el cigarro que le ofreció Duarte, y mientras
éste fumaba, observó su barbilla sin afeitar. Luego, procurando
un tono neutral, preguntó:
—¿Cómo está
Karen?
—Espero que
mejor que yo. Nos separamos —como ella se mantuvo callada,
prosiguió—. Desde un principio sabíamos que no iba a funcionar.
Y lo que le pasó al niño fue definitivo. ¿Y a ti cómo te ha ido
con él?
—Mal, pero al
menos se ha portado mejor que tú.
—Nunca me lo
vas a perdonar, ¿verdad?
Un policía
gritó que había encontrado algo entre los matorrales; era un
bolso negro cuyo contenido vaciaron: credencial de elector de la
víctima, tarjetas de banco, unos recados dirigidos a un posible
amante. La agente ordenó su localización.
—Si no fuera
por esa renquera estaría cogible— dijo el recomendado, mientras
miraban cómo el vehículo doblaba la cuadra.
—Cuida tus
palabras—dijo Duarte con acritud.
—¿Y qué si
no?
—Cuídalas.
Tampoco esa
noche Duarte pudo dormir bien: en el día los recuerdos lo
atormentaban; por la noche las pesadillas. Tras despertar
abruptamente y dar vueltas en su cama, se levantó a orinar. Miró
sus ojeras en el espejo; eran la única evidencia de su duelo. En
el sillón junto a la ventana se echó una cobija encima y cerró
sus ojos. Imágenes de su hijo, de Brenda, de la agente, de la
mujer asesinada, desfilaron en su mente. Antes de reconciliar el
sueño, pensó que hubiera aceptado la invitación de Solares para
ir a un table, pero estaba harto de ese tipo, quien en todo el
día siguiente estuvo llamando a medio mundo para que lo vieran
en la nota roja.
—Deberías
como él cuidar tu imagen, siempre sales con la misma camisa de
cocodrilo— le dijo la agente por teléfono.
— ¿Para eso
chingaos me llamas?
—Me acaba de
hablar tu jefe. La mujer estaba embarazada. ¿Tienes idea de
esto? Ella y su amante trabajaban en la central de autobuses. Él
niega rotundamente haberla matado, en cambio acusa a su esposa
de ser la última persona que contactara con ella. Y sí, la
esposa acaba de confesar que ella la mató. Dijo a la prensa que
sabía lo del embarazo y que no tiene ningún remordimiento.
—¿Por qué me
llamas? En lo que va del año no has respondido mis llamadas ni
correos. Incluso me borraste como contacto.
—Estoy
embarazada.
Hubo un
silencio.
—Debo
felicitarte, ¿o no?
—Idiota.
—Esta vieja
oculta algo. Ni sus huellas ni las del esposo coinciden con las
recabadas. Como tampoco el tipo de sangre. Dice que ella y la
víctima bajaron del taxi en esa carretera y cruzaron el puente.
Si eran rivales cómo se las arregló para traerla aquí, eso sin
contar que la otra era más joven y fuerte. No. Tuvo que haber
habido ahuevo una tercera o cuarta persona. Y el dicho del
esposo menos me convence, ¿por qué su mujer lo encubriría? Lo
más curioso es que ninguno de ellos vive en esta colonia. Anduve
indagando por ahí y dicen que utilizan este lugar como tiradero
de cuerpos.
–Duarte,
Duarte. Siempre me he preguntado por qué te desperdicias a lo
pendejo en el lugar equivocado. Desde mi posición puedo decirte
que yo no me complicaría las cosas como tú. Si la mujer está
confesando que la mató y cómo lo hizo, yo no cuestionaría el
móvil si es tan evidente. Eso ya es una ventaja para todos.
Ahorramos tiempo y dinero. Además, como bien dices, no hay
elementos suficientes contra el hombre, ¿encontraron ustedes
algo?, ¿nada, verdad? Así que dile a tu jefe que mañana sin
demora quiero sus informes en mi escritorio, y turno de
inmediato el asunto al juez, quien si es sensato, hará lo mismo
que yo— dijo la agente, y cerciorándose que no hubiese nadie
cerca, agregó: Y en cuanto a tu pregunta del otro día, te
respondo que no. No te perdono. Eres un hijo de la chingada, ¿lo
sabes?, aún me sigo diciendo cómo pudiste hacerme eso. Pero mira
lo que son las cosas, debo agradecerte que sin querer me hayas
hecho un gran favor: me di cuenta que el matrimonio no es para
mí.
La vio
reunirse con sus hombres, a quienes ordenó finiquitar en seguida
la diligencia ministerial.
—Esa vieja sí
que tiene huevos— dijo el recomendado, quien repentinamente
salió de detrás de un árbol y encendió su linterna enfocando el
rostro de Duarte—, pero se nota que está bien ardida; pues qué
le hiciste, amigo.
Y todo lo contenido por Duarte se concentró en el puño que
estrelló contra el exquisito rostro del recomendado.
—Buenas
tardes.
La mujer
volteó en seguida. Miedo y enojo se denotaron en su rostro
surcado de arrugas.
—¿Qué quiere?
¡Váyase!— dijo, sin que Duarte lograra descifrar si se trataba
de una orden o más bien súplica.
El hombre
debió persuadirla de que ya no era uno de ellos. Sin fuerzas
para resistirse, la anciana bajó la guardia dejándolo permanecer
junto a ella. Pedacitos de sol destellaron en lento descenso
entre el ramaje de las hayas, mientras Duarte sonsacaba a la
mujer datos de su vida. Siempre le había gustado el poder abrir
a preguntas una conciencia. Cuando se hizo la noche, supo
entonces que no era el único atormentado por fantasmas. Sola, en
ese hueco del mundo, la anciana tenía además que lidiar con la
muerte.
—Es hora de
que se vaya.
—No me iré
sin que antes me diga qué escuchó aquella noche— dijo, y bebió
el último trago de café negro del pocillo despostillado.
La mujer
sonrió.
—La de un
hombre—. Soltó por fin ella.
—Del amante.
—No.
—¿Cómo lo
sabe?
—Váyase— dijo
la mujer con voz trémula.
—Ya veo.
Usted lo conoce— espetó Duarte. Y al intuir que el asidero era
firme, su rostro se iluminó, contrario al de la mujer, donde un
asomo de miedo dio paso en seguida al terror. Algo marchaba mal:
no lo miraba a él. En lo que tardó en voltear a verlo, en
atisbar en la penumbra un rasguño que le cruzaba su mejilla
izquierda, y en tratar de ubicar en fracciones de segundo aquel
rostro del que destacaba la nariz aguileña, Duarte sintió cómo
sus acelerados latidos estaban en sincronía con el rumor del
golpeteo del agua contra las piedras, y cuando por fin pudo
vislumbrar quién era el asesino, un golpe en su costado cortó de
tajo todo potencial reflejo.
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Escritora mexicana
Sandra A. Torres Herrera (Álamo, Veracruz, 1971). Narradora. Ha publicado en periódicos y revistas literarias de Tamaulipas y Veracruz. Integrante del taller literario de Héctor Carreto (1991) y de Gloria Gómez Guzmán, en Tampico, Tamaulipas (1994). Fue becaria
del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en Tamaulipas, en el género cuento (1997). Participó en el taller literario impartido por Rafael Antúnez, y en el de José Luis Rivas (1998-1999), en Xalapa, Ver. Fue finalista en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo (2003). Administra un blog desde 2004,
www.sandratorres.blogspot.com, donde procura actualizar sus sueños y desvaríos. Actualmente radica en Xalapa.
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