Sandra Torres

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  El contrato

 

Sandra A. Torres Herrera

 

      En la soledad de su cuarto el cronista escribía un artículo sobre las compañías petroleras en el Golfo de México. Estaba pensando en su madre, mientras veía las hojas verdes del almendro erguido a mitad del traspatio, cuando sin previo aviso entró Rosa, una mujer de rasgos indígenas.

      —Don Ismael —dijo—. Ya llegó.

     —Bien. Alcánzame esos zapatos. Y prepara más café.

     El cronista vio a Genoveva en la sala observando una foto enmarcada del viejo Tampico. En realidad, la joven apreciaba su imagen reflejada en el vidrio protector. Iba a limpiarse el rímel corrido, pero la detuvo el saludo del hombre.

     —Buenas tardes, don Ismael. Hoy llegué puntual.

     —Ya veo. ¿Se desveló otra vez?— dijo el cronista, mirando sus ojeras, y sin darle tiempo para contestar, prosiguió: ¿Trajo el avance?

     —Aquí lo tiene— respondió ella, extendiéndole una carpeta cuyo contenido el hombre ojeó —. Comienzo con los edificios Correo y de la Luz— y agregó con tono dulce: No sabe cuánto me han servido sus libros. Pero verá…voy a contra reloj y desearía que… Me pregunto si no tiene por ahí entre tanto libro una tesis que me oriente sobre…

     —Esto es lo de hoy, Genoveva— interrumpió secamente el hombre, entregándole unos recortes amarillentos—. Son colaboraciones mías en periódicos y revistas. Empiece ya si lo desea, y por favor no suprima comas. Noté que el lunes se comió varias y que además teclea o por cero. No sabe hija cuánto batalla uno con la escritura. Y en cuanto a esto— dijo, alzando la carpeta—, no olvide que soy un simple asesor. Ahora con su permiso, voy a seguir en lo mío. Ahí están la Olympia, las hojas y el corrector, que espero no utilice mucho, y si tiene dudas, con toda confianza toque en la última puerta del pasillo.

     Viejo idiota, pensó la joven, quien luego de instalarse con desgano en la mesa del comedor revisara los recortes: Humboldt, Madame Calderón, Invasión de Barradas…Metió una hoja en el rodillo y comenzó a transcribir el Proyecto de colonización de la Costa del Seno Mexicano. En qué estaría pensando al haber elegido como tema de tesis Estilo y diseño arquitectónicos de los edificios del Centro Histórico de Tampico, se recriminó Genoveva, hundiendo las teclas de la Olympia con tal fuerza, que disminuyó por temor a quebrarse una uña. Qué diablos le iba a interesar la historia de Tampico si muy apenas conocía la de González, su tierra natal. Por lo que se prometió que una vez terminada la tesis no abriría un libro más en su vida, equivocándose de tecla al escribir Escandón con x. Se ve mejor Excandón, dijo, por mí, lo dejaría así. Tocaron a la puerta. Pensó en Rosa al tiempo que deslizaba el corrector líquido sobre la x. Ante el insistente llamado se levantó para abrir. Sus verdaderas pupilas se dilataron al ver en el umbral a un hombre alto y de melena rubia, a quien le calculó unos treinta y dos años. De inmediato, la joven lo miró de medio perfil. Él sonrió mostrando una dentadura pasada por ortodoncia.

     —¿Vive aquí don Ismael?

     —Sí. ¿Desea hablar con él? Pase.

     La joven encontró a Rosa en la cocina viendo telenovelas. Le dio el recado.

     —¡Por qué siempre vienen justo cuando se pone buena la novela!—se quejó la mujer.

     Ignorando a Rosa, Genoveva salió al pasillo y se detuvo frente al espejo oval para limpiarse el rímel. Advirtió que algo en su rostro había ganado con la visita.

     —No tarda— dijo al hombre, y se dirigió a los estantes donde tomó un libro al azar. Fingió leerlo con interés mientras tramaba cómo entablar una conversación, inútilmente porque él ya estaba mirando por encima del hombro de Genoveva las páginas del libro, y la olisqueó: perfume barato, pensó, divertido.

     —Est—ce que tu parles français?

     —¿Eh?

     —A ver, ¿cómo se titula?— inquirió, quitándole el libro para leer en voz alta: Histoire et utopie du Mexique. Conque te gusta la historia con h mayúscula.

     La joven admiró sus pupilas azules; ella usaba pupilentes verdes, pero eso ya lo habría notado él, pensó. Con tono fresa dijo:

     —Me apasiona. Precisamente estoy escribiendo una tesis sobre los edificios históricos de Tampico, y don Ismael es mi asesor. A cambio le transcribo su trabajo.

     —Un trato justo.

     —¿Conoces a don Ismael?

     —Fui su alumno en la prepa. Nos daba historia. Confieso que nunca me ha gustado la historia. Me duerme.

     —¿Verdad que sí?— dijo la joven, acomodándose un rizo— yo…

     —…Por eso mejor estudié ingeniería.

     —Y yo arquitectura…

     —La arquitectura es también arte ¿no?, y dices que te gusta la historia…

     —Yo dije que…

     —Sólo por decir un ejemplo, qué nos importa si Tampico fue lugar de nutrias o perros de agua — dijo, y la muchacha asintió con la cabeza —; si estuvo al norte o sur del Pánuco –y la muchacha asintió—; o si fue asolado por piratas ingleses. A ver dime, qué diablos le puede interesar eso a un bachiller, que sólo piensa en pleno calor del día cómo conquistar a su próxima víctima.

     —O cómo conseguir dinero — agregó Genoveva.

     —¡Exacto! Y sin embargo, no niego que conocer la historia de Tampico pueda servirnos. No faltará quien pregunte al respecto, ni tampoco el iluso que acuda al día siguiente a las librerías a buscar libros del maestro, que no encontrarán porque a los libreros no les reditúa colocarlos en sus estantes. Sí, la historia no es más que para algunos cuantos rentable. Ya veo que no lo es para el maestro— dijo, mirando el departamento—. Imagino lo difícil que ha de ser para su dueño sostener este edificio de final de siglo diecinueve. ¿Restaurarlo? ¡Para qué! No le ha de quedar otra que seguir alquilándolo, hasta que se venga abajo con toda su carga histórica.

     —¿Qué se va a venir abajo, señor?— Inquirió el cronista en el comienzo del pasillo.

     —Le decía a…

     —Genoveva – dijo la joven.

     —Le decía a Genoveva lo endeble que resultan las estructuras de edificios.

     —Mhhh.

     El visitante se apresuró a estrecharle la mano.

     —Quizá no se acuerde de mí, maestro. Mi nombre es Javier Elizondo. Fui alumno suyo en la Santander.

     —Su rostro se me hace conocido— comentó el cronista, tratando de situarlo en su memoria—. ¿Y a qué debo su visita, señor Elizondo?

    Javier entregó al cronista un grueso papel amarillento. En el rincón y sin soltar el libro de utopía, Genoveva no se perdía los pormenores.

     —Es el contrato de compraventa de una esclava llamada Ximena. Al parecer data de la segunda mitad del siglo XVIII— Expuso, entretanto don Ismael escrutaba el documento, y agregó: Cuando tuve el documento por primera vez en mis manos, me dije, quién sino usted puede valorarlo.

     —Veámoslo— dijo el cronista, calándose las gafas—: Contrato celebrado entre españoles, en San Juan Bautista de Horcasitas, ante el capitán de Barberena, por una cantidad de 85 pesos de oro. Y cuénteme, Elizondo, ¿Cómo es que esto llegó a sus manos?

     —Por superstición. Verá, soy contratista y estamos en plena instalación del sistema eléctrico de una gasolinera en Estación Manuel. Uno de mis trabajadores me dijo que ayer por la mañana, los del Ayuntamiento dejaron un tanque de basura al otro lado de la carretera. Cuenta que tan pronto se fue el camión, cruzó la carretera y se puso a esculcar como loco entre papeles, hasta dar con este contrato. Jura que actuó bajo el influjo de Ximena. Por eso no quiso quedarse con el contrato y me lo dio. ¿Es auténtico?

     —Todo indica que lo sea. Las firmas, el sello… He visto contratos como éste en el Archivo de González. ¿Gusta un café?

     —No, gracias. Tengo un compromiso. Sólo vine a entregarle esto. Usted sabrá cómo disponer de él.

     —¿No querrá por igual desembarazarse de Ximena?

     Xavier sonrió.

     El viejo le agradeció y estrecharon nuevamente sus manos. Antes de marcharse, Javier intercambió teléfonos con Genoveva. No fue sino tras cerrarse la puerta que el cronista pudo acordarse del año, grupo, asiento y número de lista de su alumno: uno de los más apáticos que he tenido, pensó. La joven se asomó a la ventana para verlo partir en un Neón rojo.

     Esa noche la luz en la habitación del cronista permaneció encendida bien entrada la madrugada. Y aunque el hombre puso punto final al texto, no arrojaba nada nuevo sobre el tema. Pero no había tiempo; tenía que entregarlo a primera hora en la redacción del periódico. Antes de acostarse estudió con lupa el contrato. Al deslizar su mirada por el trazo de la firma del amo, un vago sentimiento de señorío se despertó en él. Fue una tortura conciliar el sueño, dio vueltas y vueltas en la cama sin poder apartar a Ximena de sus pensamientos. Cuando por fin cedió la vigilia, en medio de la nada, de pronto se miró desayunando con su madre. Rosa les servía en porcelana, y desde la cocina llegaban risas de mujeres.

     —Calla a esas indias, por Dios— ordenó su madre a Rosa. Y después lo reprendió por la reciente compra de la mulata: No sé cómo sólo a ti se te ocurre eso, Ismael, cuando estás viendo que a estas alturas lo que se necesita aquí son negros, óyeme bien, negros.

     Ni en sueños podía complacerla: que si le veían la cara en la compra de ganado en Ozuluama, que si era blando con los indios, que si no le había dado nietos. Pero qué podía hacer, era su madre y lo alegraba tanto verla fuerte y poseedora de tan afilada lengua como en sus mejores tiempos, que por toda respuesta la besó en la frente y se retiró al estudio.

     En vista de los acontecimientos, más adelante el cronista se preguntaría a partir de qué momento había empezado a ver a su pupila de manera distinta. Si a raíz del sueño o cuando horas después hubo dado a leer a Genoveva el contrato. No lo sabría. Lo único que recordaría claramente, sería cómo por esos días había evitado a toda costa mirar fotografías de su madre, pues temía encontrarse con su mirada diciéndole: No te atrevas, Ismael, es sólo una esclava.

     —¿Qué sentirían los esclavos?— le preguntó Genoveva al terminar de leer el contrato.

     —Usted debe saberlo— contestó el hombre, corrigiéndose en seguida: digo que para saberlo debe ponerse en la piel de ellos. Imagínese como una cosa que se use de sol a sol y que en cualquier momento su amo pueda vender, regalar o incluso matar. Imagínese desarraigada de su tierra, de su gente a la que quizá nunca más vuelva a ver.

     —¡Qué alivio vivir en este siglo!— dijo la joven, quien encima de adeudar dos meses de alquiler, del pendiente de la tesis y de vivir atada al teléfono sin recibir llamada de Javier, comenzaron a inquietarla seriamente los mapas y grabados colgados en la sala del cronista, que vistos antes con indiferencia, fueron cobrando de pronto para ella un inusitado sentido. No tardó en percatarse cómo su mirada aterrizaba siempre en la villa de Horcasitas. Un día, sin poder aguantar más, visitó tal lugar renombrado Magiscatzin, pero no le pareció sino un pueblo fantasmal y tan ajeno a ella, que no se explicaba por qué entonces bastaba con que viera el mapa de la villa para hundirse en una sensación de lo ya vivido, y más aún, cerrara los ojos y viese nítidas imágenes.

     —¿Qué hace?— le espetó Rosa a su espalda— Deje de estar baboseando y póngase a trabajar—. Y se fue la mujer por el pasillo profiriendo maldiciones en una lengua desconocida para Ximena, hasta perderse en la habitación del amo.

     Si bien al principio Ximena temblaba ante los regaños de Rosa, poco a poco fue calándola. Supo que se había casado con un esclavo negro, que la repudió por no poder darle hijos; y mientras que él fue vendido, Rosa se quedó varada en la hacienda de don Ismael, rumiando su oscura suerte. Supo también que cuando tomaba pulque se la podía ver alegre, y sólo entonces olvidándose de sus penas, se arrancaba a contar un montón de historias, entre ellas la de un tal Nuño de Guzmán, quien según había arrasado con la población de Santisteban.

     Aun sabiendo que su endemoniado carácter no era sino coraza, la joven prefería evitar a esa mujer cercana al amo. Se puso a desempolvar libros. Pensó en lo ocurrido esa mañana, cuando acarreaba leña para el horno. Un olive le dijo, socarronamente, que parecía escoba arrumbada. Ella no le respondió, era la verdad, así se había sentido desde que se enteró del inminente casamiento de Xavier.

     La mulata conoció a Xavier el día en que llegó con su entonces amo a Horcasitas. Su amo había aprovechado el viaje, entre otros asuntos, para reunirse con don Ismael y finiquitar así la compraventa. Mientras tanto, Ximena y Rosa aguardaban en la plazoleta. Era mediodía y los rayos de sol decembrinos entibiaban la piel de la joven. Se respiraba un olor a humaredas provenientes de chozas aledañas y a estiércol que dejaban mulas y caballos a su paso. Terminó de limpiar los libros y siguió con los mapas. En esa espera, recordó la joven, se desató un tañido de campanas, y contemplaba en lontananza al azul y solitario cerro que parecía un árbol talado. Fue cuando doblando la esquina de la iglesia, montado a caballo, apareciera Xavier. Y sucedió en fracción de segundos, al sentir la tibieza del sol en su piel, oler la humareda y el estiércol y escuchar el tañido de campanas, que Ximena sintiera invadirle hasta los huesos una loca alegría. Sí, pensó la joven, mientras limpiaba el vidrio protector del mapa de la Sierra Gorda, Xavier la hacía olvidarse de sí misma.

      —¿Qué tanto mira el mapa?— retumbó a su espalda la voz del cronista. Genoveva se volvió a él con ojos turbios.

      —Nada. Ya me iba— dijo la joven, frunciendo la nariz: el cronista, además de traer encima algunas copas, se había vaciado medio frasco de loción. Miró sus escasos cabellos peinados hacia atrás, que ensanchaban las entradas—. ¿Va a salir?

      —¿Por qué lo dice?

     —Bueno. Es viernes— repuso, guardando distancia—. Hace una linda noche. No se quedará aquí encerrado con sus libros ¿verdad? Hasta los ha de soñar.

      —Exagera. Mejor dígame sinceramente, ¿qué espera usted de la vida?

      La joven abrió desmesuradamente los ojos. El hombre le pasó un brazo por los hombros y la condujo al mueble. Con suavidad la hizo tomar asiento.

     —Disculpe la brusquedad, hija. Mi madre siempre me reprochó la falta de tacto— Genoveva miró el reloj de pared; eran las ocho de la noche—... Casi siempre ando abstraído, pero sabe, el mundo nos reclama y cuando veo todo sin el rigor de costumbre, me siento forastero. Para serle franco, de un tiempo acá, el mundo me va resultando indiferente. Me dejan frío tanto los símbolos que esos idiotas proclaman como progreso, como la absoluta incapacidad de mis alumnos de concentrarse cuando menos tres minutos en algo que no sea futbol o moda. Creo que el peor mal de nuestros días es la indiferencia— sentenció el hombre, ocupando lugar junto a la joven. Rígida, Genoveva no pudo sino observar sus ojos grisáceos —. ¿Sabe usted por qué?— Ella negó con un movimiento de cabeza —. Es difícil comprender hasta no sentirlo. Uno sólo vive, no sabe cuándo, en qué momento la indiferencia se instala y comienza a carcomerlo por dentro, ¿con nuestra primera renuncia?, ¿o será quizá desde la muerte del ser querido o de aquel enemigo que hizo de nuestra vida algo más intenso?, lo ignoro. Sólo sé que un día uno despierta sintiéndose de pronto disecado, como fuera de escena, y no por voluntad propia; una osteoporosis anímica, si me permite el término, le sacude el mundo a cualquiera. La vida así, lo digo por experiencia, no sabe a nada, nada. El tiempo es  cruel con uno...

     —¡El tiempo!— Exclamó Genoveva—. Disculpe, don Ismael, ¿me permite hacer una llamada?

     Frustrado, el cronista accedió, pero fingiendo revisar una colaboración no se movió de la pieza. Genoveva marcó el número. No fue sino hasta el séptimo intento que le contestaron.

     —¡Vaya, por fin te encuentro!— dijo, dando la espalda al cronista—.Te he dejado recados y tú ni tus luces, cabrón. Pues, porque no me has llamado. No, eso es pretexto, Javier, yo también he tenido mucho trabajo. Claro que te entiendo, no soy pendeja, no tienes por qué restregármelo a cada rato, ella está primero, pero ya no la menciones que se me revuelve el estómago. Para acabar pronto, ¿quieres seguir viéndome o no? Pues yo también, por eso te llamo…yo igual, Javier— dijo ensoñada, dándose vuelta y sorprendió la mirada del cronista, segundos antes puesta en el trasero delineado por la ajustada mezclilla blanca. Ninguno bajó la vista...—¿Eh?, no… digo sí, pasa por mí donde ya sabes. Como quieras. Te espero ¿eh?, no me vayas a plantar; bye— colgó.

     Bajo la suave brisa del abanico de cielo, el cronista y Genoveva se vieron envueltos en una atmósfera tensa, hasta que ella tomó su bolso y se despidió con frialdad. Don Ismael miró accidentalmente una fotografía de su madre.

     —Sí, ya lo sé— dijo, apesadumbrado—; es sólo una esclava...pero joven.

     —Deja esos juegos, ¿no crees que ya es un poco tarde para eso? Anda, ven— ordenó su madre, llevándolo frente a la ventana, con vela en mano—. Mira cómo va presurosa tras él. Mira cómo puede una mujer construir su mundo y poner como centro a un hombre que gobernará sobre ella hasta hacer de su voluntad trizas. Acaso tu padre y tú pensaron en mí al venirnos a vivir a estas tierras, donde no había más que mezquites. ¿Amasar fortuna?, si en Querétaro teníamos ya un mundo hecho. ¡Osteoporosis anímica! ¡Já! No sabes lo que es eso. ¡Viejo ridículo!— dijo, apagando en seguida la vela.

     Tal sentencia fue la gota que derramó el vaso. El ánimo abatido del cronista le atrajo antiguos males que lo mandaron directo a la cama. A pesar de todo, Rosa no lo dejó morir solo: en su mesita no faltó la toma de pastillas ni sopa caliente. Tan pronto se restableció, retomó hábitos como el de acudir a cafés o bares porteños a nutrirse de chismes políticos y de faldas; visitó a gente que ya tenía en el olvido, o lo tenían en el olvido; y asistió a un encuentro regional de cronistas, donde por primera vez le dio gusto constatar cómo todos sus colegas disentían saludablemente unos de otros. No obstante, la prolongada ausencia de Genoveva provocó en ocasiones que el cronista se mostrara huraño con amigos y alumnos. Una vez estalló: despidió a Rosa por haber tirado a la basura un texto, pero la mujer se presentó al siguiente día como si nada hubiese pasado.

     No fue sino hasta final de octubre que la joven reapareciera. Excusó su larga ausencia, esquivando la mirada del cronista que rastreaba detalles: rostro más afilado, ojos hundidos y libres de pupilentes, uñas con esmalte cuarteado. Sin atender los cuentos de Genoveva, el cronista pidió que pasaran a su cuarto para mantenerse a salvo de la curiosidad de Rosa, que no apartaba su vista de ellos mientras trapeaba la sala.

     La joven observó la cama semejante a una lápida, las paredes y el alto techo carcomidos por el salitre, el viejo abanico sobre una pila de amarillentos periódicos, y un olor de profundo abandono la estremeció. Lo único que avivaba la habitación era el espacio de trabajo, y esto gracias a la ventana que ampliaba horizontes y al almendro que extendía generosamente sus brazos. Miró la taza de café humeante sobre el escritorio. A un lado, yacía el contrato; se acercó para tocarlo.

     —¡Ah, Ximena! Hubiera sido mejor que rompieran este contrato. ¿Para qué resucitar cosas tristes?, es sólo ensañarse con la historia de los débiles. No entiendo cómo puede usted, don Ismael, atesorar esto. Quizá no venga al caso, pero… ¿recuerda lo que me dijo un día acerca de la indiferencia?, pues bien…últimamente todo me resulta indiferente, ¡pero qué va a importarle eso al director de tesis! Si él…

     —¡Ximena!— susurró don Ismael contra la nuca de la joven. Sorprendida, Genoveva intentó apartarse, pero sin darle tiempo a nada, el cronista la acorraló contra el escritorio intentando besarla.

     —Don Ismael, qué hace.

     En medio de forcejeos, la joven derramó el café sobre el contrato.

     —¡El contrato!— gritó el cronista. Con brusquedad hizo a un lado a Genoveva, y trató de limpiar el documento:— ¡Pero qué torpeza, muchacha!, ¡qué torpeza!

     La joven palideció de repente y, llevándose una mano a la boca, salió corriendo rumbo al baño.

     —¿Estás bien, hija?— dijo el hombre junto a la puerta, escuchando cómo vomitaba. Hubo un silencio quebrantado al bajar la palanca del inodoro, luego el fluir del agua en el lavabo, los sollozos ahogados, el sonar de nariz. Finalmente, Genoveva abrió la puerta.

     —Qué pena, don Ismael— dijo, con el rostro húmedo y desencajado. Él se apresuró a extenderle una toalla.

     —No se preocupe. Ya me siento mejor.

     Don Ismael no hizo preguntas. Pero Rosa, que no había perdido detalle de lo ocurrido desde la pieza adjunta, intercambió una mirada significativa con el retrato de la madre del cronista.

     —La suerte que tienen unas...— dijo, y suspirando se deslizó a sus quehaceres.

Ya más recobrada, la joven hizo una llamada urgente. Esa vez el hombre se retiró.

     —¿Javier?— preguntó ella contra la bocina—, sólo llamo para decirte que sí. Pero corre por tu cuenta. Pasa mañana temprano por mí; ya sabes donde.

     En la soledad de su cuarto, mirando las hojas rojas del almendro, el cronista se preguntó a partir de qué momento había empezado a ver a la joven de manera distinta. Si fue a raíz de aquel sueño donde desayunó con su madre, o cuando le dio a leer el contrato a Genoveva. Era inútil; los recuerdos terminaban por empalmarse en su mente. En eso entró Rosa.

     —Ya llegó por quien lloraba— anunció.

Como niño alborozado, ignorando la sonrisa burlona de la mujer, el hombre salió en sandalias al encuentro.

     —Bienvenida de nuevo— dijo, estrechando la fría mano de la joven—. Pase, pase. Pensé que ya se había fugado, Ximena.

     —No ande pensando mal, don Ismael— sonrió tristemente ella—. Un trato es un trato— y después de un incómodo silencio, observando cómo el viento invernal desprendía las últimas hojas del almendro, agregó: —No sabe cuánto añoro el calor.

 

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Escritora mexicana


Sandra A. Torres Herrera (Álamo, Veracruz, 1971). Narradora. Ha publicado en periódicos y revistas literarias de Tamaulipas y Veracruz. Integrante del taller literario de Héctor Carreto (1991) y de Gloria Gómez Guzmán, en Tampico, Tamaulipas (1994). Fue becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en Tamaulipas, en el género cuento (1997). Participó en el taller literario impartido por Rafael Antúnez, y en el de José Luis Rivas (1998-1999), en Xalapa, Ver. Fue finalista en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo (2003). Administra un blog desde 2004, www.sandratorres.blogspot.com, donde procura actualizar sus sueños y desvaríos. Actualmente radica en Xalapa.

 



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