Nicolás Rovegno

 

El concertista

 

Nicolás Rovegno

vELARDE

        Siempre quise dedicarme a algo en lo cual la interacción con los demás fuese distante, impersonal. Cuando terminé el colegio, no tenía una idea clara de lo que podía hacer en el futuro, como si no existiese un panorama favorable para mí. Estuve de vago durante un año, antes de ingresar a la universidad para seguir la carrera de leyes. Sin embargo, tenía un sentimiento de descontento, como si tuviera una piedra en el zapato; todos los días me levantaba pensando que mi elección era totalmente equivocada.

        Así fue hasta que me invitaron a un concierto de piano, al cual decidí ir sin mucho interés. Para colmo, el amigo que me había invitado no pudo asistir a última hora por un tema de trabajo, así es que me encontré sólo. Sin saber bien qué hacer, me senté en el auditorio y escruté el piano negro que se encontraba al frente, solitario y a la espera que alguien le insufle vida.

        Entre aplausos, apareció el concertista. Estaba también de negro, con esas levitas que rara vez se utilizan, como si viniera de otro tiempo, y pronto descubrí que la música también pertenecía a otra dimensión, a un lugar donde no es fácil acceder y al cual eres transportado gratuitamente, dócilmente. Esa ocasión me proporcionó la clave de lo que tenía que hacer. Tomé la decisión de convertirme en concertista de piano.

        Me matriculé en el conservatorio, descubriendo la absoluta miseria en el cual las clases eran impartidas, por profesores que no mostraban ningún interés, y que normalmente llegaban tarde o no llegaban nunca. Me dijeron que estaba algo mayor para iniciarme como pianista, pero me aceptaron una vez que mostré algo de oído. Me hicieron tararear algunas canciones conocidas, y parece que quedaron satisfechos. Me compré un piano vertical de segunda mano, lo hice afinar, y acometí las lecciones con pasión.

        Poco a poco descubrí el mundo de la música. Después de un año, ya tocaba algunas piezas de repertorio. Sin duda alguna, Bach era mi predilección. Era ideal. Siempre a tiempo, siempre cromático, siempre sorprendente en su capacidad de creación y de modulación musical.

        Pero mis profesores querían más. Me presentaron a Mozart. El asunto se fue complicando de a pocos. Del mismo modo que aprendíamos a tocar, también conocíamos la biografía de los compositores. En el caso de Mozart, sus composiciones sin duda reflejaban la vida disipada que llevó, como si existiera un matrimonio perfecto entre lo que compuso y su forma de vivir. Alegremente, me dediqué a aprender a Mozart, primero sus Sonatas, luego sus conciertos para piano, convirtiéndome en un modesto experto en el tema.

        Los profesores querían aún más. Decían que yo ya estaba listo para tocar a Beethoven. Allí el asunto se puso mucho más complicado, porque estaba pues lidiando con una personalidad atormentada; con un torbellino de pasiones y de estados de ánimo que la música se encargaba de reflejar. No era posible interpretar correctamente a este compositor si habías tenido una vida sin problemas. No funciona. Comencé a buscarme problemas, a no resolverlos, dicho sea de otra forma, elegí sufrir para lograr la verdadera interpretación de Beethoven. Pasé casi un año en que mi fábrica de problemas dio resultado; mientras que mi aproximación a dicho compositor se lograba de manera, según dicha por los profesores, magistral.

        Allí no quedó la cosa. Tuve que aprender de Schubert y de su enorme sensibilidad, de su corta, pero fructífera vida; de Schumann y su tragedia de amor hacia Clara Wieck que desembocó en su internamiento en un sanatorio; de Brahms y su manera de interpretar el piano, única e imperecedera; las complicaciones técnicas presentadas por Liszt, que en vez de diez dedos, parecía tener quince. A todos ellos, los conocí como si el tiempo hubiera retrocedido, como si me hubiera detenido en el siglo XIX y no viviera mis propios tiempos, parecía que me hubiera enquistado en dicho siglo.

        Me gradué con honores. El día del examen final, interpreté el concierto número 5 de Beethoven. El jurado, no sabía qué decir, el presidente mencionó que no había escuchado algo así desde que el mismísimo Claudio Arrau lo interpretó en Lima allá por la década del cincuenta.

        Después de años de giras internacionales, donde fui aclamado por la crítica y por el público, descubrí que era una marioneta de un grupo de personas que no sabían nada de arte y que por cuestiones de pose, asistían a mis conciertos. Yo daba clases magistrales en todas partes, donde veía jóvenes que me escuchaban como si yo fuera un iluminado del piano. Sin mucho interés, les daba consejos técnicos y de interpretación, esperando sinceramente que no terminaran como lo había hecho yo, un gran pianista que acabó por detestar a su propio público.

        Regresé a mi país determinado a hacer lo que quería. Abandoné a mi público, cancelé toda gira futura, y me dediqué a componer música, con escaso éxito. Luego, tomé la decisión de ampliar mi repertorio. De haber interpretado a Bach, Mozart y Beethoven comencé a indagar el repertorio de música criolla, boleros, música internacional y jazz.

        Ahora me encuentro todas las noches tocando en un bar. Mi repertorio ha cambiado, y sin duda, el público también. Pero si hay algo que no se puede fingir en la vida, es la sinceridad. Y resulta que este público, si es sincero, sí sufre, si goza con la música y eso me hace feliz. No vienen muchos, son pocos, pero me dejan siempre una propina en un vaso que está encima del piano. A veces, me arranco a tocar una invención de Bach mientras que mis lágrimas mojan las teclas del piano dándome mayor movilidad.

 

 Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links

Escritor peruano


Nicolás Rovegno.
Ingeniero Industrial de 48 años en el 2009, siempre vinculado al arte y a la literatura.
Escribe narrativa y piensa publicar su primer volumen de cuentos en fecha próxima.
Promotor cultural, participa de una serie de actividades culturales y artísticas en Lima, Perú.



 Contador de visitas para blog

*

 


 

Otros textos del autor

El coleccionista

El oidor