Hernán Rivera Letelier. Ernesto Pablo.

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 Hernán Rivera Letelier y la metafísica de lo popular cotidiano

 

Ernesto Pablo

Velarde

  Un lugar moribundo donde se han muerto

hasta los perros y ya no hay ni quien

le ladre al silencio

Luvina”

Juan Rulfo

 

No sé cuánto estuve en el infierno,

áspero recuerdo

con claridad

la rapidez y la grandeza del apostolado

“El converso”

Juan José Arreola

 

No olviden que el clavo

que sobresale, hermanos míos,

siempre está expuesto a recibir un martillazo

El arte de la resurrección

Hernán Rivera Letelier

  

No cabe duda: la musa canta. Pero canta rancheras para Hernán Rivera Letelier. Una musa de falsete embravecido y con acento mexicano, ha deleitado con su inspiración y trino, desde hace ya varias décadas al escritor oriundo de Talca, al norte de Chile, con las tonalidades más sentidas y vernáculas de Rosita Quintana; ha engrosado la voz y, en las voces de nuestros afamados Tito Guízar, Jorge Negrete, Cuco Sánchez o Miguel Aceves Mejía, ha encontrado, según el autor de Mi nombre es Malarrosa, a sus primeros y auténticos maestros literarios: Todos cantaban puras desgracias:

que la traición de la amada, que la amada que se casaba con otro, que a la novia sólo se le podía ofrecer una cama de piedra, y de piedra la cabecera. Pero nunca sonaban llorones, todo lo contrario. Tanto, que hasta se los bailaba con harto brinco y volteretas[1].

Lo popular, con su miseria festiva, con sus grotescas maneras de enfrentar la tragicomedia del desposeído, le ha cantado y berreado, al una vez minero, Rivera Letelier: muchas veces entre una interminable e inhumana jornada de trabajo y otra; muchas otras, dentro de una pulpería que hace las veces de putero, donde los calicheros, los sufridos obreros de la pampa chilena, buscan el refugio del sexo impuro y asequible, de los tragos anestésicos que hagan llevadera la conciencia de vivir en un extremo olvidado del infierno.

Desde 1994, con su primera novela, Hernán Rivera Letelier no ha hecho sino aclimatar un lugar inédito e inesperado, un territorio, ahora casi mítico, dentro de las letras chilenas y su geografía cultural. Su novelística ha mantenido un éxito paulatino pero desembocado en el panorama internacional con un objetivo narrativo recurrente e incisivo: la recreación literaria nortina de la pampa. Con una dedicación casi artesanal e insistente, Rivera Letelier ha alumbrado, con su ejercicio literario constante, una región que hasta entonces, para Chile, sólo era célebre, y redituable, por sus aparentemente inacabables y riquísimos yacimientos minerales y por su caluroso y extremo clima, abrasador y letal. Como en el norte de México, el norte de Chile parecía imposible que pudiera representar para el mundo cultural algún interés auténtico hasta que a mediados de los años noventa, dicha región fue aludida por la pluma de Rivera Letelier[2].

Literatura aparentemente “realista” (incluso designada por algunos, naturalista) y costumbrista, ha generado polémica y desencuentros en amplios sectores culturales y, al mismo tiempo, con la lectura de García Márquez, Donoso, Carpentier como obvios referentes y horizontes inspiracionales, Rivera Letelier no ha dejado de ser señalado como deudor de estos imprescindibles escritores hispanoamericanos y, por ende, con los géneros literarios que representaron y marcaron la entrada, con bombo y platillo, de la literatura hispanoamericana al escenario internacional: el realismo mágico y lo real maravilloso.

Sin embargo, en obras como Santa María de las Flores Negras (2002), Los trenes se van al purgatorio (2000) o El arte de la Resurrección (2010), novela con la que el chileno ha ganado en fechas recientes el Premio Alfaguara de Novela de este año y de la cual el presente trabajo realiza un acercamiento analítico, no se advierte en ningún momento la presencia de ningún tópico o elemento literario implícito que haga pensar en una relación intrínseca con estos, otrora efectivos, efectistas y exitosos, movimientos narrativos que hacia la década de los noventa, precisamente desde Chile, Fuguet, Gómez, Maturana, Arcos y los demás representantes del manifiesto McOndo, dieran, programática y concientemente, por concluidos[3].

No obstante, en medio de esta manifestación e intenciones mcondistas, Rivera Letelier, en la medianía de los años noventa, inicio un trayecto literario por zonas inéditas para la propia cultura andina que parecía rebosante por mostrar al mundo la plenitud “posmoderna” de un Chile globalizado. Al igual que algunos representantes de esta nueva estética, Hernán Rivera Letelier presento una línea de lectura que echaba por tierra no sólo los lugares comunes y clichés del chileno promedio alrededor del tema del trabajador de la pampa y el desierto presentando ya no una realidad idealizada y folclórica, como en los momentos más gloriosos del “boom”, sino, al igual que los macondistas, pero por los senderos de un naturalismo virulento, de la inclusión de la voz del habitante del páramo y la humorada sarcástica, presento, al propio Chile y al mundo, un espacio no idílico, sino poniendo, en perspectiva reflexiva, un nuevo e ignoto rostro de “ nuestros novelistas, (que) buscan las diferentes caras que el hombre americano se ha ido poniendo en su desesperada lucha contra la muerte”[4].

Rivera Letelier, autor que comenzó tardíamente a escribir con éxito, apareció, vertiginosamente, como un extraño y sui generis narrador de la cultura popular, a lo bajtiniano, en el desierto de Atacama: se convirtió en uno de esos raros colonos literarios, que han emprendido, el raro y sinuoso camino de regreso de la ultramodernidad. Escritor que en otro tiempo hubiera sido relegado al encasillamiento de lo anacrónico, de lo melodramático “típico”, de una literatura de café y para charla de señoras[5], goza, en la actualidad, de gran éxito y fama de “original” en amplios sectores del mercado literario, pues la noción de marginalidad se ha vuelto, a decir de Danilo Santos, “móvil y muy diversa”[6] y su trazado en una época como la “posmodernidad” presente, donde la primicia es lo relativo en lo conceptual, dificulta la tarea ubicarlo en un ramo específico de la literatura contemporánea. De este autor, se ha dicho en su medio literario:

[…] podría ser considerado marginal, por su lenguaje asociado inconfundiblemente a la cultura popular, al grotesco bajtiniano y a la recuperación hedonista y sacrifical del cuerpo […] trasgrede toda convención literaria que aborda los temas proletarios a través de la retórica de la epopeya social. Este autor que podría ser “marginal”, en términos del discurso literario, es “integrado” en término de ventas y traducciones.[7]

Las descripciones de Rivera Letelier, así, parecen dirigir, nuevamente, sus vínculos estéticos y culturales hacia derroteros estrechamente vinculados con la poética y la narrativa realista mágica, particularmente a la descripción rulfiana[8]:

Cuando el Cristo de Elqui salió de la estación, el pueblo de Sierra Gorda, enclavado en el centro mismo del purgatorio, parecía despoblado […] Su único habitante parecía ser el sol echado indolentemente en su cuatro calles de tierra, como un quiltro gordo y amarillo(…) fue a una bodega de expendio de bebidas alcohólicas. Pero se cansó de llamar:

-Aló, hermano!¡Aló. Aló! ¿No Hay un alma que atienda este boliche?

Nunca apareció nadie.

Empero, esta vinculación parece correr el riesgo de reduccionista. Esta importante influencia, que  parecería suficiente y determinante para explicar toda su producción literaria debe atenderse con ciertas reservas y tomando en cuenta otras aristas y condiciones estéticas. La obra literaria de Hernán Rivera Letelier y, en particular, su última novela, considero, está condimentada por otros ingredientes esenciales, no menos conocidos de la creación estética chilena y mexicana por antonomasia: el humorismo metafísico y lírico emprendido por Nicanor Parra y Juan José Arreola, y el surrealismo crítico-social a la manera en que lo entendió cinematográficamente Luis Buñuel en obras como Los olvidados o Nazarin. En este sentido, aunque Rivera Letelier ha sido el primer novelista en reconstruir la figura del Cristo de Elqui y aclimatarlo a la narrativa, fue su paisano, el “antipoeta”, a quién se debe el primer acercamiento lírico hacía este sui generis  personaje. El tratamiento poético que Parra le otorgo a este predicador, según hubo de confesarle a Lavín Cerda, fue incorporándole su propuesta transgresora que cuestionaba “porqué la poesía tenía que ser tan quejumbrosa” y aplicando el axioma mismo de su estética integradora, el “huir de la retórica que abruma a tantos, escribir como la gente habla, pero mezclando el tono del habla con los aportes de la literatura”[9]:

No se diga que soy un pordiosero
quién no sabe cómo me he ganado la vida
en estos 20 años que duró mi promesa
giras al sur y norte del país
como también a los países limítrofes
predicando mis sanos pensamientos
en beneficio de la Humanidad
aunque los cuerdos me tildaran de loco
cientos de conferencias en cárceles y hospitales
en Asilos de Ancianos
en Sociedades de Socorros Mutuos
[10].

Simbolismo, humor y sátira, como en la manifestación conjugante,  ontológica y juguetona de Parra o en la indagación telúrica y metafísica de Arreola, reconfiguran y echan por la borda el pretendido “realismo” de la literatura de Rivera Letelier, que hace resonar, en los recónditos escriturales de El arte de la resurrección, el sentido trastocador y lúdico del mundo, tan propio de la picaresca española y el Lazarillo de Tormes; la historia a transfigurar es la implacable realidad que padecen los habitantes de esta devastada marginalidad, el desierto de Atacama, que el propio Domingo Zárate Vega, el Cristo de Elqui, padece y comparte con los salitreros: “Allí, en el clima infernal de esos sequedales, bajo un sol paralítico, con ese infame trabajo de triturar piedras a puro ñeque, viví en carne propia la maldición bíblica de ganarme el pan con el sudor de mi frente. A golpe de pala y barreta me hice un hombre hecho y derecho” (p. 86).

A este Cristo, lo atraviesan las mismas experiencias límite que a los más castigados pobladores de estos lares. Muerta su madre, Domingo barajea la posibilidad del suicidio, pero reflexionando y reencontrando su valor, se afianza por un nuevo ideal a la tierra; se aferra al dolor de la vida y se exilia a la soledad del Valle de Elqui:

[…] entregado nada más que a escudriñar las Santas Escrituras, a pensar en las Leyes Divinas y a orar de día y de noche al padre Eterno […] purificando y fortificando mi espíritu a base de exhaustivos ayunos y largas meditaciones […] Fue en ese periodo de ermitaño en lo más áspero de los cerros del valle, que comenzaron las visiones en donde el padre Eterno, su hijo Jesús, la Santísima Virgen, y hasta mi idolatrada madrecita, se me aparecían en medio de un fulgor celeste(…)Ahí fue que se le reveló con claridad su destino mesiánico(…)e iría por los caminos del mundo a predicar durante veinte años consecutivos el evangelio santo, porque él era la reencarnación de Jesucristo […] Su bajada desde el Valle de Elqui fue delirante: la gente al principio no creía lo que veían con sus propios ojos. Y es que ahí, en sus mismas calles de pobres, frente a sus casas de adobes desconchados, techo de totora y suelo de tierra, pisando barriales y plastas de perros, iba pasando bendiciendo y perdonando pecados a diestra y siniestra, el propio señor Jesucristo en persona (87-89).

Cristo humanizado, Cristo chapucero, Cristo Chileno, Cristo paisita, Cristo lascivo, Cristo de los desposeídos y a modo con la modernidad, pues viaja en el tren Longitudinal Norte o Longino[11], imprime sus pensamientos en bien de la humanidad en imprenta y departe tragos lo mismo con mineros en huelga, putas y desequilibrados como el inolvidable Loco de la Escoba; Este “nuevo” Cristo, ya no es más un beato irredento y carece de toda la laya del mártir cristiano clásico: es un Cristo que ha bajado a la miseria más recóndita y olvidada, a departir con la muerte y la soledad, el destino del pampino. Pero, es con humor y antisolemnidad que este acercamiento tiene lugar. Por ello, gran parte de los párrafos de esta literatura que Rodrigo Cánovas ha definido como “grotesco festivo”[12] son rematados con un humor ácido y trastocador: son la medida de un bálsamo que permite a Rivera Letelier hacer lúbrico y sostenible el lenguaje y avanzar en una descripción dolorosa de otra manera, que atenta contra la anquilosada figura del “sufrido” habitante de la pampa: “A pesar de todos esto pesares, su corazón estaba lleno de contentamiento. Y nada ni nadie se lo iba a agriar. No señor. A pesar incluso de la macabra bromita que le habían gastado esos asoleados del carajo” (p. 23).

La literatura, su invitante y bien construida narración,  quedan vueltas patas arriba después de una astuta y bien formulada maroma retórica con que Rivera Letelier remata el aguafuerte descriptivo de su desecado horizonte; con certeros dardos de sátira e ironía, es su intención  destronar el consabido tópico chileno del “pobre” minero pampino, ésas mitologías sociológicas que se enfrentan a descripciones “que cuenta un dramón tremendo, con humor, pero sin caer en autolamentaciones”[13]. Sólo a través de la broma paródica y la picardía es posible el tratamiento con esta imposible y agobiante realidad, enseña Letelier. Se trata de un humor desmitificante, contrario a la lógica del historiador o la máxima del sociólogo, según la cual “historiar es mitificar”[14]; la sátira de esta realidad es el único tratamiento estético que puede hacer soportable al lector esta sofocante representación desértica.

Por otra parte, ¿quién es este Cristo de Elqui, reencarnación del alma de Jesucristo que a pesar de predicar al extremo la máxima de la humildad y de carecer de cualquier posesión material, no cultiva, sin embargo, la castidad ni el celibato? Personaje local, endogámico que alude a lo universal con su primordial inspiración, Jesucristo, aquel mesías que anduvo predicando en el desierto y que en la soledad encontró los misterios y las revelaciones fundamentales del hombre, como las tres religiones más grandes de la historia de la humanidad, ahora se ha configurado como un andrajoso limosnero de barbas hirsutas y cabellera desordenada que, como Cristo, predica entre los desposeídos en los descampados y no en los púlpitos ni en ornamentadas capillas. Como un admonitorio del fin de los tiempos, Nazarín como El Cristo de Elqui, se aprestó, también, a llevar la palabra de Dios y la salvación a un mundo que los rechaza, que se resiste a ser salvado, como el renacentista mundo de Don Quijote:

Blindado de solemnidad, mirándolo hipnóticamente, a un jeme de su cara, el Cristo de Elqui comenzó a espetarle que el hermano jefe de los vigilantes debería de tener un poquito de respeto por las cosas de Dios, ya que el Padre Eterno…

El Cheuto lo interrumpió de un manotazo en el hombro. Él no estaba para oír esa clase de frangollo

Vamos andando, Cristito piojoso bramó chispeando saliva. A mí no me vienes a hablar de Dios ni de los greguescos de los ángeles […] (p. 145).

Humanista, pero sobre todo asumiendo cabalmente su condición de hombre y de imperfecto, el Cristo de Elqui conoce y comparte el corazón, las perversiones, la nobleza, la morbosidad, la necesidades simbólicas y las cotidianas del habitante de la pampa y con el Antiguo Testamento en la mente, desentraña cualquier interrogante metafísica o humana básica:

Manifiestamente en contra de la doctrina eclesiástica que predicaba el celibato para los ministros de Dios, él adhería con entusiasmo-un entusiasmo colorado de arrebato- al claro mandato bíblico de “id y multiplicaos sobre la faz de la Tierra” […] aseveraba entre sus apóstoles de más confianza que la abstinencia sexual era también una aberración, y quizá la más grave de todas. (p.145)

Quijote moderno y hombre, El Cristo de Elqui y la desquiciada penuria en 1942 de este supuesto profeta, reencarnación del Hijo del Hombre, y que predica y va publicando sus pensamientos para el “Bien de la Humanidad”, es la columna vertebral que constituye El arte de la resurrección. Épica satirizada, la novela tiene como objetivo último alcanzar a Magalena Mercado (sin d, como la mujer salvada por el Nazareno de ser molida a pedradas), la mejor (y también la única) prostituta de la Oficina conocida como La Piojo, “una meretriz creyente en Dios y en la Virgen” (p. 27). Ya desde los primeros avances narrativos, comienza a entretejerse, así, una afiebrada y delirante historia con un destino que se antoja de antemano inútil y sin sentido, pero genuinamente intrigante, como una batalla histérica contra unos desaforados molinos de viento:

El motivo de su regocijo tenía nombre. Nombre de mujer. Nombre bíblico, por supuesto, no podía ser de otra manera. En los diez años que llevaba de peregrinar por los caminos de la patria en cumplimiento de su manda, nunca había perdido la esperanza de hallar en alguna parte una discípula que tuviera la mitad de la fe y la piedad de María Encarnación, su primera devota […] después de ella había tenido dos acólitas más pero lo habían abandonado al poco tiempo. Carecían de abnegación. No tenían espíritu de sacrificio (p. 24).

De esta manera cuando logra ubicarla y relacionarse con ella, en medio de una huelga del poblado, que recuerda la eterna lucha de los derechos laborales de los mineros, Magalena, El Cristo de Elqui y el Loco de la escoba, son atacados y expulsados de la oficina acusados de reclutadores de otras oficinas salitreras (como Pampa Unión) y de agitadores de la lucha sindical, donde se percata el eco (que ya coquetea con el territorio mítico) y la presencia de personajes de otras novelas conviviendo con El Cristo de Elqui, como Olegario Santana, protagonista de una de las obras imprescindibles de Rivera Letelier, Santa María de las flores negras[15], narración donde se presenta un literal viaje expiatorio a un círculo central del infierno, sin metáfora que sirva de intermediaria:

El hombre de paletó negro y sombrero recortado a piquitos, que permaneció todo el tiempo como un busto de caliche, fue el único que no se paró a recibir la bendición y sólo se limitó a estrecharle la mano y a obsequiarle con un leve movimiento de cabeza. Según había dicho el maestro de ceremonia al presentar a los veteranos, el anciano se llamaba Olegario Santana, tenía noventa y un años y había sido herido en un brazo en la matanza de la Escuela Santa María (p. 137).

Marginados fuera de las inmediaciones del poblado, en un cruce de la línea del tren conocido como “La Animita de los Desterrados”, los tres crean un mundo carnavalesco y aislado de la “realidad” de los otros: un delirio en el que la lujuria y la concupiscencia se vuelven para el Cristo de Elqui, un renacimiento, una decidida afirmación de la vida y del ser:

Hacía tiempo, ya no sabía cuánto, Diosito Santo, que no fornicaba con una mujer así de joven, así de bella, así de sabia para las cosas carnales(…) lo besaba, lo chupaba hasta el delirio, haciéndole sentir tal fuego en las entrañas, que él no sabía si se estaba quemando vivo a las puertas del infierno o estaba alcanzando las entretelas de la más alta gloría de Dios, gloria que lo hacía entender de golpe esas largas filas de feligreses aguardando como gatos flacos a la puerta de la pulpería por los favores de esta puta santa, o de esta santa puta, porque eso era esta hembra del carajo, sí, Dios bendito, eso era ella: la más santa de las putas o la más puta de las santas (pp. 223-224).

El lenguaje religioso y popular, abundante en El arte de la resurrección lleva una connotación evidentemente paradójica que ronda el tono blasfemo para la ordodoxia católica. En esta creación que juega con las polaridades, las definiciones y los tópicos pierden su linealidad semántica para alcanzar una nueva revelación, un nuevo significado. Ganar y perder forman la dicotomía máxima y utilitaria, “el Padre Eterno nos da, el padre Eterno nos quita; alabado sea el padre Eterno” (p. 58), explica el Cristo de Elqui. Ganar es perder y perder es ganar. Una “santa” implica una “puta” y un mesías es a la vez un desequilibrado, un limosnero en un mundo felizmente decadente, donde la lucha no es ganar el cielo sino hacer soportable la experiencia vital: en las pruebas, Dios manifiesta la voluntad de la salvación, del perfeccionamiento, según enseña el catolicismo y el judaísmo. Se pierde lo deseado y en cambio del dolor de la perdida surge una nueva instancia, la aquiescencia de lo trascendental. Para contextualizarlo y percibir su intencionalidad en una actualidad que se ha revelado en cierta medida contra los dogmas religiosos, debe entenderse que las formas de los nuevos cultos en Latinoamérica, como la creación literaria en general, tienen como base fundamental la hibridez, el bricolaje y el pastiche[16]. Los pensamientos en “bien de la humanidad” de este Cristo se conjugan en una dialéctica entre lo útil y lo trascendental, una forma renovada de la fe, donde se encuentra el quicio y el sentido último de cualquier religiosidad; es entre lo mundano y lo divino, entre lo sublime y lo escatológico, en estas polaridades donde marcha la existencia de la humanidad:

“La franqueza es la llave de la buena amistad”

“La honradez es un palacio de oro”

“Buen remedio es para la soberbia del hombre volver la cabeza de vez en cuando y contemplar su propia mierda”. (p. 214)

En su novela, Rivera Letelier a través de este personaje que enseña un cristianismo práctico y asequible, recuerda en muchos momentos al cristianismo primitivo y también es posible identificar una reflexión filosófica sobre la fe en tiempos de oscuridad y de la modernidad tardía.  La fe para los personajes de la novela no es letra muerta, sino un estadio de la existencia, la atmósfera que anima la poca o denigrada vida de estas regiones tan cercanas a la desesperación y el nihilismo. Las diferentes creencias y religiones, al ser generadas por la cultura, parece admitir Letelier, no son elementos estáticos sino que poseen vida propia (una marcada independencia incluso de lo dogmático) y una historia de transformación; muestran una trayectoria de influencia, contraposición y asimilación mutua y, como la sociedad, han ido cambiando y adaptándose a cada lugar, a cada tiempo para “cultivar prácticas e ideas religiosas varias, y a elaborar, por un proceso de bricolaje, su propio universo religioso adaptado a sus necesidades simbólicas y prácticas”[17].

Las preocupaciones religiosas no son una reliquia de un mundo pasado, sino “desdoblamientos espirituales” (p. 239), según explica la obra.   En la época de las comunicaciones globales, de internet, de las investigaciones del genoma humano, del microprocesador, los transgénicos,  muchas estéticas han enarbolado como bandera de identidad, la cientificidad y  la “posmodernidad”. Sin embargo, el sentido religioso, se quiera o no,  se ha trasminado aun en dichas temáticas: está más que presente en la cultura, con creencias y directrices sintéticas y las obras artísticas y literarias que se refieren, nuevamente, al misterio de la vida, del cosmos y de la existencia, retoman estás referencias, sin adoptar, necesariamente, una posición confesional, sino que forman parte del tejido de la cotidianidad, de la cultura misma.

Sobre estos vértices es donde en realidad descansa el sentido último de El Arte de la resurrección y gran parte de la obra narrativa de Rivera Letelier donde el trazado de historias, con títulos tan sugerentes como inesperados, como Fatamorgana de amor con música de banda, El fantasista (un futbolista que recrea el mundo árido a través de la imaginación), Los trenes se van al purgatorio, Romance del duende que me escribe las novelas o Santa María de las Flores negras (épica de la célebre lucha por sus derechos laborales y su exterminio de miles de salitreros en 1907 en la escuela primaria del mismo nombre en Iquique,) han tenido como montaje perpetuo la aridez del desierto, los mineros y las prostitutas.

Por ello, no extraña en lo absoluto que la historia de Domingo Zárate Vega, el denominado Cristo de Elqui, sea contada por Rivera Letelier desde esta misma tramoya de la nada y en la convivencia de estos constantes personajes outsiders. Muriendo, haciendo una resurrección espontánea en la desesperación burlona de la realidad, como la gallina Sinforosa que se creía muerta, pero sólo se hallaba cataléptica, el Cristo de Elqui protagoniza una fallida misión por hacer que Magalena lo acompañe como una acólita-concubina en la distopía de un mundo que parece inequívocamente desacralizarse. Enfrentado con sus nuevos becerros de oro como “la radio, el disco, el cinematógrafo” (p. 248) o, con nuevos y falsos profetas que fingían el divertimento del apocalipsis, como Carlos Gardel o Cantinflas, este mesías, este campeón de los negados por la historia, se pierde en la noche de los tiempos hasta olvidarse, hasta quedar como un modesto y lánguido recuerdo en aquellos miserables cantones donde los jotes sobrevuelan y acechan, en esas regiones pampinas donde la musa arrulla a la muerte cantando rancheras, trovando la historia de putas casi bíblicas, de locos que barrían el desierto, de predicadores que fornicaban y eran, cómo saberlo sin tararear la tonada del equívoco, una nueva investidura de Nuestro Salvador.


Notas al pie de página:


[1] Toto Romero, “Corazón de Aleluya”, Caras, en www.letras.s5.com/rivera080902.htm

[2] El caso de Rivera Letelier y su literatura, es el asunto de un hecho narrativo insólito y ambiguo. Escritor endogámico de una realidad casi marginal chilena (los personajes de casi todas sus novelas son obreros muy castigados del salitre nortino y otras oficinas) no tardó demasiado en ser considerado  en el panorama literario chileno como el  surgimiento de una “subliteratura” pero, paradójicamente, el de Rivera Letelier, es el caso también de un escritor rápidamente asimilado por el mainstream literario, que tenía puestas sus expectativas en él para mostrar y vender al mundo un nuevo producto exótico de la realidad latinoamericana. Dicha razón extra-literaria le permitió hacerse  dos veces (1994, 1996) con el premio más importante dentro del ambiente cultural oficial de Chile, el otorgado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y ser proyectado como estandarte de un Chile “popular” en 2001 a Francia, con el nombramiento a su persona de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras, por el Ministerio de Cultura de Francia, hecho que le permitió ser incorporado de lleno a los grandes escaparates del mercado literario occidental

[3] Movimiento literario de ruptura, como el Crack en México, que se desentendía de cualquier influencia del “realismo mágico” o de lo “real maravilloso”, la generación McOndo considero que dichos movimientos habían quedado agotados y superados estéticamente por el febril impulso de la modernidad tardía y la necesidad de incorporar técnicas narrativas de los actuales medios de comunicación (internet, el videoclip, el zapping televisivo) y temáticas actúales (la globalización, la pandemia del Sida, la cultura del consumo) sin recurrir al pasado como referente o mito fundador. Literatura que se asumió “pos-todo”, criticó duramente la adjetivación retórica “mágica” o “maravillosa” que se le impuso a la realidad latinoamericana durante el “boom”, ardid mercadotécnico que ofreció a Occidente una América a modo, folclórica y exótica, casi de souvenir, para el lector europeo. Conciencia de un mundo americano y de generaciones alienadas y culturizadas por el consumismo y los mass media, el movimiento McOndo, se abastece y encuentra un ímpetu contestatario, como las primeras vanguardias del siglo XX, en su desfachatada asunción y defensa del status quo, el individualismo indolente y la desmovilización social causada, según Fuguet y Gómez, “ por las herencias de la fiebre privatizadora mundial”.

[4] Ariel Dorfman, Imaginación y violencia en América, p. 18.

[5] A este respecto, Roberto Bolaño en El gaucho insufrible dijo de Rivera Letelier: “Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales". En “El solitario de la pampa”, entrevista con Marcela Escobar Quintana, Rivera Letelier recuerda sobre la animadversión folletinesca que Bolaño tuvo por su figura: “"Conocerlo fue muy triste", habla Rivera. "Yo lo quería mucho y lo admiraba mucho, era un chileno que estaba triunfando en España y mis libros recién llegaban a ese país. Cuando me lo presentaron fue muy triste. El tipo sin conocerme ya me tenía tirria. Qué más se puede decir”.

[6] Cfr. Danilo Santos, “Retóricas marginales”, en Rodrigo Cánovas (ed.). Novela Chilena, nuevas generaciones: el abordaje de los huérfanos, pp. 135-153.

[7] Darío Oses, “Nueva narrativa, ¿entre la insurrección y la línea de montaje?”, en La literatura chilena hoy. La difícil transición, p. 227.

[8] De Rulfo ha sido tan intensa la carga inspiradora hacia Riera Letelier que no sólo por su poética en algunas  características autobiográficas: el autor talquino ha utilizado sin pudor alguno, muchos de los recursos de Rulfo en la construcción de su propia figura como escritor y en el hacer hacer jugar al equívoco a la crítica literaria, a la que debido a su constante inquisición hacia su obra, que la ha calificado como “literatura para señoras”, incluso ha contraatacado  diciendo que escribe literatura “para las mamás de los críticos literarios”. En cuanto a sus afinidades biográficas con Rulfo, me refiero, por supuesto, a la idea que pesa en la tradición cultural mexicana por identificar en Rulfo a la encarnación misma del escritor del campo, autodidacta, sin formación académica previa que casi en un estado “virginal”, inició la creación de un territorio absolutamente original y sin referencias, que hacia 1953, lo llevaron a asegurar que ni a Faulkner había leído antes de publicar en 1953, El llano en Llamas. Casi parecido es el de un escritor como Rivera Letelier quién una y otra vez, en cada entrevista que se le cuestiona, no duda en hacer hincapie en su condición de escritor anti-académico,  y de jactarse por no haber estudiado letras, “por suerte no lo hice porque no sirve para nada. Te ponen fronteras y yo escribo por instinto". Dichas afirmaciones,  encienden, como el mismo Rulfo deseaba,   un romanticismo trasnochado y no hace sino arengar y encender críticas erróneas y reflexiones fuera de lugar contra estos subjetivismos, invenciones y condimentos hurgados por los propios escritores con resultados previsibles. En este sentido se encuentra la tautológica disertación y retórica del polémico Cristopher Domínguez Michael que todavía hace unos años cuestionaba, al cabo, quién fue en verdad fue el escritor de Sayula y los deudores de su aureola mítica, en su fallido Diccionario Crítico de la Literatura Mexicana (p. 438): “¿Fue el burro que tocó la flauta, una suerte de idiota en estado de gracia a quién la inspiración poética tomó con virulencia para arrojarlo exhausto, una vez escritas dos breves obras maestras, hacia la esterilidad?”.

[9] Hernán Lavín Cerda, “Encuentro con Nicanor Parra”, en Ensayos casi ficticios, p. 334. El poeta, héroe y considerado maestro, por Rivera Letelier, confesó al también autor de Los tormentos del hijo, que en esta propuesta lírica “no se trata de buscar un resultado maniqueo, sino la síntesis: una línea coloquial, por ejemplo, sumergida en un tejido donde otras líneas pertenecen al reino de la escritura literaria o científica, filosófica, religiosa, etcétera. Hay que atreverse, hay que ser audaz, no hay que reprimirse tratando de agradar a todos”.

[10] Nicanor Parra, Sermones y Prédicas del Cristo de Elqui, p. 5.

[11] La abreviación del término Longitudinal a Longino, más allá de denotar un conocimiento amplio de la idiosincrasia pampina en Rivera Letelier, es también un suerte de juego de palabras y de conceptos para el enterado. Cayo Casio Longino o Longinos, según la tradición judeocristiana es el nombre del centurión romano que con su lanza dio la última estocada que atravesó el corazón de Cristo en la crucifixión y en la ficción de Rivera Letelier atraviesa, como medio de transporte, el corazón y las entrañas de Chile.

[12] Rodrigo Cánovas, Novela chilena, nuevas generaciones: el abordaje de los huérfanos, p. 263

[13] Juan Carlos Talavera,  “El Silencio rompe huesos, hierve el alma y descubre la sensibilidad y el talento en uno”, La Crónica de Hoy,  Martes 13 de Julio de 2010.

[14] Cfr. Fernando Moreno, “Apuntes en torno a la tematización de la Historia en la narrativa chilena” en La literatura chilena hoy. La difícil transición, pp. 271-279. ¿Qué es la Historia sino una invención, atinada y pertinente? Una anécdota que al repetirse hasta el cansancio va enseñando sus bordes, sus errores, sus sutiles fabricaciones, sus imposturas, sus mentiras. La Historia lejana se acerca peligrosamente al rasgo sustancial de lo mítico, es decir, entrañar una invención conveniente, volver a contar una historia a modo, con retazos dispares de la verdad. En la exitosa literatura chilena contemporánea, se observa una tendencia, de creciente importancia, de llevar a la ficción el discurso histórico y anteponer su resistencia y validez “oficial” frente a nuevas perspectivas y eventos claves que arrojen luz sobre el Chile posmoderno, marcado decisivamente por el parteaguas político y social que significo golpe de estado de 1973. Dicha tendencia a ficcionalizar lo histórico ha estado presente siempre en la literatura. En los últimos tiempos, se ha ido desarrollando en Chile con más ahínco durante la década de los noventa y desde una pluralidad de estilos y géneros literarios vasta: desde los más candorosos textos de intención seudo-didáctica, algunos seudo- arqueológicos y reivindicadores al estilo La visión de los vencidos chilena (La invasión a un mundo antiguo, de Rosa Miquel) el revisionismo histórico, hasta algunos textos que conservan algunos rasgos tradicionales del género policial como ¿Quién mató a Cristian Kusterman? de Roberto Ampuero o Diez noches de conjura de Francisco Rivas.

[15] Gran conocedor de la vida de los calicheros del desierto y de sus expresiones y modos de vida, Rivera Letelier reconstruye en esta importante novela el pasado: vive, siente y se expresa desde los ojos, las manos, la voz y el léxico particular de los marginados, de aquellos “perdedores” de aquel opáceo capítulo historia chilena. Olegario Santana, Domingo Domínguez, José pintor e Idilo Montaño inician, desde la Oficina de San Lorenzo, una huelga y con ello, el tránsito de un via crucis por la pampa hasta Iquique, puerto paradisiaco donde se hayan instaladas las autoridades que pueden atender su caso. Se suman, con el tiempo, muchas más oficinas salitreras y un universo de marginales con sed de justicia laboral y social.  A la manera de un carnaval doliente, la travesía por la pampa inclemente y calurosa se transforma, al inicio y en medio de la novela, en un grotesco y masivo espectáculo que concluye con recreación magistral del asesinato de miles de salitreros que atestiguan el nacimiento de una yaga histórica que todavía, en la actualidad, no conoce remedio en un Chile que se ha presentado a América Latina como modelo de desarrollo y de “justicia” laboral.

[16] Cfr. Jean –Pierrre Bastian, La mutación religiosa en América Latina. El pastiche es una característica dominante del arte y la cultura en la actualidad,; consiste en una mezcla de técnicas y estilos, preferentemente del pasado, haciendo énfasis en la propia recreación de ciertas retóricas y técnicas artísticas y se aplica el término a varias tendencias religiosas populares que resurgen en América Latina actualmente. 

[17] Campiche y Dubach, citado por Jean Pierre Bastian en La mutación religiosa en América Latina, p. 8. El cine, quizá el último reducto de exposición artística y masiva que prevalece en la época posmoderna usa constantemente los mayores adelantes tecnológicos para la recreación de mundos míticos y fantásticos proveniente, en muchos casos, de la literatura o sus expresiones paralelas, como es el caso de 300 de Frank Miller, El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien, Las crónicas de Narnia de C. S. Lewis o la saga de Harry Potter. En la época actual el mayor adelanto tecnológico, paradójicamente, está al servicio de producciones que exaltan y recuperan el pensamiento y la cultura de lo fantástico y del mundo espiritual y consiguen un éxito rotundo en sociedades sedientas y necesitadas de rasgos y conceptos trascendentales y originarios.

 

Bibliografía empleada:


ARREOLA, Juan José: Confabulario, Joaquín-Mortiz, México, 1990.

 

BASTIAN, Jean-Pierre, La mutación religiosa en América Latina, FCE, México, 2003

 

BOLAÑO, Roberto: El gaucho insufrible, Anagrama, Barcelona, 2004.

DOMÍNGUEZ MICHAEL, Christopher: Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005), FCE, México, 2007.

 

DORFMAN, Ariel: Imaginación y violencia en América, Anagrama, Barcelona, 1972.

 

KOHUT, Karl y MORALES José (eds.): La literatura chilena hoy. La difícil transición, Vervuet/ Iberoamericana, Madrid, 2002.

 

LAVIN CERDA, Hernán: Ensayos casi ficticios, UNAM/Ediciones del equilibrista, México, 1995.

 

PARRA, Nicanor: Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, Ganymedes, Valparaiso, 1978.

 

RIVERA LETELIER, Hernán: El Arte de la resurrección, Alfaguara, México, 2010.

___La reina Isabel cantaba rancheras, Planeta, Santiago, 1994.

___Santa María de las Flores negras, Seix-Barral, Santiago, 2002.

  

RULFO, Juan: El llano en llamas, FCE, México, 1990.

 

 

Recursos electrónicos:


ESCOBAR QUINTANA, Marcela, “El solitario de la pampa”, Revista Sábado,10 de Julio de 2004, en  : http://www.letras.s5.com/hrl151004.htm.

 

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Ernesto Pablo


México, Distrito Federal, 4 de Octubre de 1978. Crítico e investigador en Literatura Mexicana e Hispanoamericana. Es Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM —con la tesis, Sábato y el hombre fragmentado: razón y espiritualidad en Sobre héroes y tumbas, en 2008. Es estudiante y becario de posgrado de 2009 a la fecha.  Ha participado recientemente en varios congresos y coloquios en universidades de México y El Paso, Texas con investigaciones sobre literatura negra y cultura contemporánea —retomando autores mexicanos como J. M. Servín, Enrique Serna o Guillermo Fadanelli— así como sobre las narrativas más recientes sobre hiperviolencia y posmodernidad. De estos temas prepara y ha publicado varios artículos para diversos medios editoriales y académicos como AEDA de Casa Lamm o Graphyllia, revista de la BUAP, en Puebla. Actualmente, en esta misma trayectoria, es postulante a Maestro en Letras Mexicanas por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.


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