Héctor Gorla

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El edificio invernal

 

Héctor Gorla

    

El doctor Doll sabía que la segunda venida de Cristo a la tierra no sería por obra de la naturaleza, sino del vientre de una máquina. Y el único propósito de su vida era crear esa máquina. Su convicción se había reafirmado al enterarse de que en un sitio arqueológico recientemente descubierto en Capadocia, a pocos kilómetros de la ciudad subterránea de Derinkuyu, unas tablillas con escritura cuneiforme parecían predecir el éxito de su empresa. El nivel V testimoniaba un asentamiento de principios del siglo I de nuestra era, y allí estaban las tablillas arameas. Durante mucho tiempo se discutió sobre su autenticidad, ya que la escritura cuneiforme más reciente databa de casi cien años antes (es decir que las que interesaban con tanto énfasis al doctor Doll pertenecían a un período sospechosamente tardío). La confusión aumentó cuando se dio a conocer la traducción más veraz a lenguajes modernos, ya que si bien se trataba sin duda de profecías relacionadas con el mundo cristiano, la ambigüedad de muchas de ellas tornaba oscuro e incomprensible su significado.

     El doctor Doll se sintió particularmente atraído por esta adivinación, cuya primera parte era clara para él:

“Cristo volverá a la vida por obra y gracia de una muñeca. Y esta vez, un mono vestido de fiesta arrojará tierra sobre su ataúd.”

     Era obvio que, dado que Doll, su apellido, significaba “muñeca” en idioma inglés, sería él quien, utilizando su máquina recuperadora de personas en el tiempo, haría que Cristo volviera a pisar la tierra en la actualidad. Doll, sin embargo, jamás pudo comprender la segunda parte del vaticinio, la que se relacionaba con el primate, y puso todo de su parte para obtener nuevas traducciones de las famosas tablillas, subvencionando de su peculio a los más renombrados especialistas en arqueología histórica. Todos coincidieron con los resultados originales: allí se hablaba de un mono vestido de gala.

     El edificio en el que funcionaba el laboratorio del científico era un enorme y compacto complejo gris de líneas rectas, al estilo de los más horribles edificios de la Europa del este, siempre cerrados y de impreciso uso. Las ventanas pequeñas y las puertas herméticas vociferaban que allí se encubría un enorme secreto, pero a decir vedad eran dos.

     Una esquina de la construcción, adornada con una almena ciega, albergaba las habitaciones donde moraba el doctor Doll y donde también resguardaba del mundo su segundo secreto: un hermano loco. En la almena lo mantenía encerrado durante todo el día, y sólo muy tarde por la noche los hermanos cenaban juntos, aunque el doctor apenas soportaba la monserga ininteligible del insano pariente y se exacerbaba hasta la furia cuando no podía callarlo. Muchas noches se dejaba llevar por incontinencia de ira, lo golpeaba y lo encerraba otra vez tras sus rejas, aunque después tenía que soportar sus gritos desesperados.

     El laboratorio estaba dos pisos debajo del nivel cero de la calle, y allí trabajaba el doctor con un grupo ingente de colaboradores. El día en que la máquina completó las coordenadas históricas para traer a Cristo, fue la propia mano del doctor la que dio comienzo el proceso oprimiendo el switch. La máquina era un cilindro transparente un poco más grande que un ataúd, montado en una base de titanio y conectado a las computadoras que procesaban el experimento.

     Primero aparecieron destellos rojos en el interior del cilindro, que deslumbraron a los presentes. Si las estimaciones eran correctas, tres días tardaría en completarse el proceso, y en ese lapso el interior del cilindro se cubriría con resplandores de tintes cambiantes, a medida que las iridiscencias recorrieran el prisma con cegadora lentitud. Finalmente los fulgores serían blancos, y cesarían. Entonces habría un cuerpo en el cilindro, y ese sería Cristo, rescatado un instante antes de ser subido a la cruz.

     El doctor se retiró a sus aposentos cuando los centelleos eran anaranjados, y muy difícilmente se podía distinguir una silueta corpulenta y obscura en el interior del cilindro de cristal. Pero no pudo dormir. Se levantó de madrugada y bajó al laboratorio. En la semipenumbra del enorme salón desierto, el cilindro se había llenado con haces de luz que variaban de un rojo muy suave a un amarillo penetrante, y por momentos retornaban al anaranjado, o volvían a fluctuar. El doctor se acercó al cilindro y advirtió que su corazón se emocionaba cuando la silueta, en el interior, le mostró contornos más definidos, algunas facciones marcadas en el aire, el resplandor de un ojo.

     Durante el día que siguió los fulgores se estabilizaron en la gama del verde, más claros o más intensos de a ratos, y esa madrugada, cuando el doctor bajó al sótano impelido por su ansiedad, se percató de que comenzaban a centellear haces azules en cuyo interior, como si nadara en un profundo mar, la figura del hombre se delineaba cada vez con más nitidez, clara pero profunda.

Esa segunda noche Doll regresó a sus habitaciones, y no pudo dormir. Liberó a su hermano para cenar con él, pero el orate se encontraba particularmente exaltado y el científico intentó, a los gritos, calmarlo y hacerlo callar. Dado que eso no fue posible, comenzó a empujarlo y a amenazarlo con el puño. En un arresto de coraje y de furia, Doll tomó una pesada lámpara de metal que reposaba en una mesa, la blandió contra su hermano, corriéndolo hacia la almena, y cuando lo alcanzó se dedicó durante interminables minutos a golpearlo en la cabeza con el pesado elemento, gritándole como Cicerón a Catilina, quo usque tandem abutere patientia mea!

Un instante después, al reaccionar, vio que lo único que quedaba del otro fruto natural de su madre era un cadáver sanguinolento, con la cabeza destrozada contra el piso.

     Inmediatamente llamó a sus colaboradores, quienes, enterados del suceso, alertaron a las autoridades culturales, éstas a las políticas, y éstas a las policiales. Doll era un científico renombrado, y sus investigaciones, de carácter casi sagrado, no podían comprometerse por un episodio doméstico que en los documentos legales se camufló como una caída accidental. Al otro día llevaron al hermano del sabio al cementerio, al frente de un cortejo fúnebre integrado por el mismo Doll, sus asistentes y miembros del gobierno. Bajo la luz ocre de la tarde, la columna se detuvo delante del pozo rectangular que los sepultureros acababan de arrancarle a la tierra. Un oficial de inteligencia encubierto le acercó al fratricida un celular y le dijo que, después de atender la llamada, apurase la ceremonia para que todos pudieran irse de allí.

     Llamaban a Doll desde el laboratorio, dos pisos debajo de la calle. Habían cesado los fulgores dentro de la máquina pero el experimento estaba gravemente comprometido, pues –le informó la voz de uno de sus ayudantes del otro lado de la línea- se había producido un error en los datos y el que estaba en el cilindro no era Jesús sino Neta, un campesino judío que iba camino a pagar sus impuestos y que por casualidad pasaba cerca del Monte Gólgota cuando crucificaban al nazareno. Lívido de decepción y de furia, Doll ordenó que encerraran a Neta en la almena vacía, y allí lo tendría para siempre, oyendo sus gritos cada vez más débiles, hasta que ya no pudo oírlos o Neta cesó de lamentarse.

     Doll cortó la comunicación y se quedó mirando el ataúd de su hermano, ya en el fondo del pozo. Uno de los sepultureros le hizo un gesto para que arrojara el primer terrón sobre la madera recién barnizada; estaba a punto de agacharse para recoger el humus cuando un acontecimiento colmó de perplejidad a la concurrencia: apareció un mono. Lo vieron venir dando saltos entre los senderos de las tumbas, chillando con aspecto amenazador. Un circo acampaba detrás del predio del cementerio y el primate, escapado justo cuando lo llevaban a la pista para su acto, había alcanzado el solar del camposanto. Vestía un elegante traje gris, camisa azul y corbata blanca, y lucía un borsalino de fieltro italiano, gris y de estilo Venecia, ladeado hacia la derecha sobre la rosada frente. Los zapatos de charol brillaban a la caída del sol casi como si tuvieran luz propia...

      El mico llegó al borde del pozo y se detuvo en seco, como si se le hubiese acabado la cuerda. Se quitó el sombrero con parsimonia y tomó un puñado de tierra fresca. La arrojó encima del féretro y permaneció en actitud de respeto durante un interminable minuto, con las manos cruzadas sobre el vientre, la frente baja y una expresión de tristeza típicamente humana.

     Todo sucedió con tal rapidez que no tuvieron tiempo de reaccionar. De pronto el animal se colocó el sombrero otra vez, adquiriendo su anterior vivacidad, y atacó con saña la única corona de flores que había en el lugar. Destrozó el arreglo floral, arrancó la banda de seda color obispo, mordió los crisantemos y los escupió con repugnancia. A continuación encaró al doctor Doll y lo miró con una mezcla de odio y tristeza. Con una rara composición de piedad y admonición, de ternura y desolación… Doll, entumecido por la emoción y el estupor, no atinó a moverse, y sólo se quedó frente al mono, soportando la rara mirada con un sentimiento de culpa.

     Luego el mono huyó hacia la arboleda del oeste, y jamás lo encontraron. Algunos de los asistentes a la inhumación intentaron darle alcance, en vano. Otros simplemente se fueron a sus casas. El doctor se había quedado muy tieso, observando los restos de la corona esparcidos sobre la tierra removida. Se agachó y tomó la cinta dedicatoria, le limpió el barro con el dorso de un guante y, leyéndola una vez más, pudo comprender por fin la profecía completa de las tablas arameas:

Jesús Doll (2009-2045). Bienamado hermano, por siempre estarás en mi memoria. Judas Doll.

 

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Junio 14, 2009

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Escritor argentino


Héctor Gorla. Edad, 51 años en 2009. Vivo en Buenos Aires. Casado, dos hijos adultos. Carrera de Historia y dos tercios de la carrera de Ingeniería en Sistemas. Lector (o relector) de Julio Cortázar. Intento conocer las reglas del idioma. Sólo así podré, algún día, romperlas de manera artística (¿llegará ese día?). Creo que el gran protagonista de los relatos es el tiempo. Y creo que el esquema verbal de nuestro idioma no hace justicia a sus infinitas posibilidades. Actualmente escribimos, Miriam Chepsy y yo, una novela.


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