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Lady of Shalott Eva María Medina Moreno |
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Sus ojos atraparon su pensamiento. Deseó huir
con ella en ese barco y esperar a que se
extinguiese la llama de la última vela que
quedaba encendida. Sufrir tu dolor, pensó
Elizabeth. Vivir con intensidad el momento que
precede al olvido mismo; un instante de
perpetuidad.
Los ojos del cuadro no pedían nada, pero ella
sentía, al observarlos, formar parte de la
historia, aunque supiese que aquella mujer no la
necesitaba, que realizaría sola su viaje. Se oyó
decirle: «No sueltes la cadena, no lo hagas, por
favor, no lo hagas». «Basado en el poema de Alfred Tennyson The
Lady of Shalott», leía, «sobre la leyenda
artúrica de Elaine of Astolat, que encerrada en
una torre un hechizo la obliga a mirar el mundo
a través de un espejo. Cuando Elaine ve a
Lancelot se enamora, mira por la ventana y...»
Tener el valor de mirar la vida de frente, sin
reflejos falsos, mata, pensó Elizabeth. El paso
de la inocencia a la madurez, mata. El paso del
yo al tú, mata. Se acercó al
cuadro; dos pájaros volaban cerca de la cadena
que Elaine tenía agarrada. Juncos partidos, el
rojo de la tela. En la proa, el crucifijo, tres
velas y un candil casi apagado. Unos cuantos pasos más, más atrás. Elizabeth
miró esos ojos marrones, caídos, bajos, y la
expresión de esa boca; desaliento sereno,
resignado. El barco, los árboles, el ruido del
agua, los pájaros y, antes de llegar a Camelot,
la muerte.
Encontrar algo que le salve. Pero no se podía
hacer nada, la vela que quedaba encendida se
apagaría. La ventana, si no hubieras mirado… La luz en un cuadro, en la pared de enfrente, le
hizo acercarse. La luminosidad en los colores,
las plantas, el cielo, en el pelaje de las
ovejas, que le parecía tocarlo, ¿cómo lo habría
logrado? Minucioso en las ramas, en los nervios
de las hojas, que de tan perfectas se hacían
irreales; un aura onírica, un sueño en el que se
adentraba como personaje de la obra. Olía el
mar, las ovejas, sus balidos. Algunas de ellas
la miraban directamente a los ojos, haciéndole
participar en la escena. «El prerrafaelismo»,
leyó, «tiene un solo principio, el de absoluta y
obstinada veracidad en todo lo que hace,
alcanzada gracias a trabajarlo todo, hasta el
más mínimo detalle, del natural y solo del
natural. Cada fondo de paisaje prerrafaelita se
pinta hasta la última pincelada al aire libre, a
partir del propio motivo». Lo consiguen, se
dijo, ¿y la sensación de ensueño? Ophelia también
tenía algo de irreal, una capa traslúcida
filtrándose en cada detalle; en los juncos, las
ramas, las hojas. Elizabeth se detuvo en la boca
de Ophelia, entreabierta, y esas manos, en
espera de algo que nunca llegó. Sus ojos,
vacíos, no veían; eran muerte en sí mismos.
Quería oír el rumor de la corriente del río,
oler las flores, pero nada de eso ocurría.
Ophelia la abandonaba. Pronto, le dijo, soñarás
tu sueño. Pronto, muy pronto, te unirás a Lady
Shalott y juntas remontaréis la corriente.
Miró alrededor. Fragmentos de figuras y colores
se mezclaban. Sintió que los brazos le pesaban
mucho, como si fuesen péndulos que sujetaran
unas manos engrandecidas. Pinchazos en los
hombros, los músculos tirando. Continuar, debo
continuar. The Death of Chatterton.
La muerte persiguiéndola. Ahora, un poeta. La
curva de su brazo señala hacia el frasco, ya
vacío, de veneno. El rostro de cera, su cuerpo,
el pelo rojo, el baúl, papeles rotos; la belleza
de una muerte prematura. El punto de fuga, la ventana; esa ventana
entreabierta que da a la ciudad. Elizabeth
observó la cara de Chatterton; sosiego y algo de
felicidad escapándose de los labios. La muerte
como salvación.
De ese ático oscuro pasó a una sala abigarrada.
En el centro, una mujer; los ojos abiertos, muy
abiertos, y la boca en actitud de acogida, de
entrega. «La mujer se levanta del regazo de su
amante cuando su conciencia despierta. Mira por
la ventana y esa mirada al exterior la salva».
Lo externo, se dijo Elizabeth, acoge o mata. Y
mientras lo decía sintió una especie de
trasformación. Como si el oculista le fuera
cambiando de lentes; cada lente, un cuadro. El
observarlos la enfrentaba a sí misma y aunque
punzaba; seguir, avanzar. Al fijarse en la serie Past and Present
Elizabeth advirtió que los cuadros oscurecían.
En el primero, de colores algo más vivos, el
marido recibe una carta; su mujer le ha sido
infiel. Pasan cinco años. Los otros dos lienzos
reflejan una noche, quince días después de la
muerte del padre. En el uno, las hijas, en un
dormitorio humilde, rezan por su madre; la mayor
mira a la luna. En otro, la madre, con un niño
en brazos, bajo un puente; los ojos sobre esa
misma luna.
La última frase dando vueltas. «El espectador es
el que decide si debe o no debe sentir compasión
por ella». Como una lavadora cuando centrifuga
Elizabeth dijo: «se ríen de nosotras, siempre lo
han hecho». Después de dos o tres cuadros, le atrajo uno
color siena. Oyó música, en su interior,
Beethoven, pero no se acordaba, hasta gritar:
«Sonata para piano nº 14». El primer movimiento
envolvía a La Pia de Tolomei. La música
narrando. Una mujer rodeada de hiedra, mirada
inerte, cabeza baja; un rostro que refleja
desengaño. El marido la ha encerrado; después la
envenenará. La mujer, pensó Elizabeth, con esa
carga real, innata, de resignación. La música
sigue sonando. Adagio sostenido. Se sentó. Le dolía la cabeza. Demasiada pintura,
se dijo. De pronto, surgieron las caras,
agolpándose. La de Medea, la de Isabella, la de
Proserpina. Elizabeth sentía que la
culpabilizaban. Luego, las risas. Las manos de
Medea intentando agarrarla. Ella, se encogía.
Los ojos de Proserpina sobre los suyos. Las
palabras de Isabella, «lo mataron». Ella, se
encogía. Se apretó las sienes hasta conseguir acallar las
voces, alejar las imágenes. The Lady of
Shalott, frente a ella. Lo miró. Sus ojos
clavados en esa cara que le contaba, le contaba.
Como una revelación, los rostros de los cuadros
formaron una sola cara, la de Elaine. Todo
imaginado, vivido en imágenes, en esa torre
donde la realidad era sombra. Se escuchó como si esa voz no fuese suya, como
si viniera de siglos atrás, «que el morir solo
sea el final, no el principio». Miró a Lady Shalott y le dijo: «Yo también estoy harta de
sombras». |
Escritora española Madrid, 1971
Licenciada en Filología inglesa y diplomada en Profesorado de Educación General Básica, por la Universidad Complutense de Madrid. Con el título del Ciclo Superior en Inglés de la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid, y The Certificate of Proficiency in English, por la Universidad de Cambridge. Tras el Período de Docencia del Doctorado en Filología Inglesa de la UNED, investiga en el campo de la Literatura Inglesa del siglo XX y Contemporánea. Trabajo que compagina con la escritura de su primera novela.
Otros trabajos en Literatura Virtual
Eva María Medina fue premiada en el I Certamen Literario Ciudad Galdós por su relato «Tan frágil como una hormiga seca» (Editorial Iniciativa Bilenio S.L. 2010). Seleccionada en el V Premio Orola, en cuya antología se incluyó su cuento «Mi bodega» (Ediciones Orola S.L. 2011). También han publicado sus relatos en revistas literarias de España, Argentina, USA, Chile, México y Venezuela, como Letralia, Cinosargo, Almiar, Groenlandia, Narrativas, o Solaluna.
Eva María Medina Moreno
Su narrativa mira a través de las grietas de la realidad, se adentra en el sufrimiento de los verdugos, juega entre los límites de lo posible e imposible, saca a Sartre de su «náusea» e intenta hacerla suya, y a Kafka lo vemos levantar la cabeza mientras escribe un cuento, ¿una erre?
Locura, alcoholismo, afectividad mal concebida, frustración, anhelos, inmovilidad, muerte, recorren sus relatos, quedando siempre un espacio para que el lector reinvente lo escrito. La autora nos espera en medio del puente entre existir y no-existir, en un simple parpadeo. La multiplicidad del yo es vista a través de un imaginario de sombras. Lo cotidiano crece en dos migas de pan. Hay una bodega donde se guardan retazos de vida. La escritora intenta gritar como lo hace esa gota.
«Dejad que el silencio os atrape y escuchad los ruidos nocturnos», nos dice. «Esperad a que el reloj marque las cuatro. Ved más allá de un cuadro; de esas olas rompiendo en un acantilado». Y las cosas, ¿son lo que son o aparentan ser lo que creemos que son? Una capa de irrealidad cubre los objetos, que mudan, dándonos otra cara. Una redada, los opresores se sienten oprimidos y matan. La muerte, como si espiase a través de unas cortinas ficticias tan reales.
Te espera, sí, pero al otro lado.
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