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10 textos breves
Eva María Medina Moreno | |
ABURRIMIENTO Acaban de comer. Él pasea su mirada por la habitación. Su fláccida y pálida barriga asoma por los botones mal abrochados del pijama. Ella mira por la ventana. Entre ellos, una mesa camilla con restos de comida. Al fondo, la televisión encendida.
Ella sigue mirando a la calle. Su melena es bicolor;
castaño oscuro y rubio platino. Su cara, sin lavar, muestra la opacidad de
un maquillaje mal aplicado. Unos labios extremadamente rojos, pintados con
un carmín barato. Colillas impregnadas de bermellón saliéndose de un
cenicero de cristal.
Él se levanta de la silla, y, antes de sentarse en el sofá, aparta unas revistas viejas. Gotas de sudor resbalan en su calva, deslizándose por pelos grasientos de la nuca. Con la manga del pijama se quita el sudor y coge el mando de la tele, pasando de un canal a otro. Mira hacia la pared, donde un reloj redondo, de fondo blanco, cuyas manillas y números son del color del metal, está parado a las cuatro. Le divierte imaginar que funciona. Todos los días se pone frente a él antes de la hora, y siente el minuto que transcurre desde las cuatro como el único real en su vida.
Ráfagas de un aire cálido mueven las cortinas. Ella
retira platos y cubiertos con el antebrazo, y saca del bolsillo de la bata
unas cartas desgastadas. Empieza su solitario. Él fija la vista en un
ventilador que está en el suelo; las aspas metálicas giran lentamente.
El hombre le pregunta a la mujer por la llave. La mujer
le contesta, con desgana, que la busque.
El hombre se levanta con pereza del sofá y se acerca a
la mujer. Le vuelve a preguntar por la llave. Ella le dice que busque, y le
canta: «¿Dónde está la llave matarile, rile, rile?». Él, «Si no me dices
dónde está…». «¡Qué! ¡Qué vas a hacer! ¡Qué coño vas a hacer tú!». «Dime
dónde está», dice él. Ella se ríe, lo insulta. Él vuelve a preguntar.
«Busca, busca», se oye. Las manos de él sobre sus hombros. «¿Qué pasa?
¿Acaso me vas a estrangular? ¡Anda aprieta! ¡Aprieta cobarde!». Unos dedos
gordos agarran su cuello. «¿Me lo vas a decir?». Las manos presionan con
fuerza. «¿Dónde está?». «Adivina», dice ella con voz apagada. El hombre
aprieta más fuerte. «¡Me lo vas a decir, hija de puta, me lo vas a decir!».
El cuerpo de la mujer cae al suelo, inerte. Él se sienta en el sofá.
Imágenes en la pantalla. Mira el reloj. Espera a que sean las cuatro.
REDADA Íbamos con palos a terminar con el ruido traidor. Vimos a un niño escondido detrás de los contenedores de basura, con un reloj pequeño en su mano.
—Dame el reloj —le dije.
—Es mío, yo lo encontré.
—Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que
terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen
con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos
de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que
ahora estarán oxidadas.
—¡Libertad, libertad! —gritaban los aliados—. ¡Abajo
los relojes, muerte a los relojes, muerte al tiempo! ¡Relojes, harpías del
tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!
Mis manos se acercaron al niño, hacia sus manos, luego
subieron al cuello. El niño gritaba. Rodeé su cuello con suavidad. Gritos
más profundos. Las manos se desligaron de la mente, y ya no sabía si
presionaba o no. La voz débil de su garganta infantil me contestó. No la
escuché, seguí, seguí, hasta oír un cuerpo contra el suelo. Cogí el reloj,
lo tiré, lo pisé, oyendo mi grito:
—¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del
tiempo!
LA ERRE
Un
hombre escribe. Una hora, cuatro. En la pantalla, una «r». Sigue escribiendo. Las cinco, las siete. En la pantalla, una «r». Llega la noche. El cuello le duele, los músculos de los hombros tiran. Necesita un descanso pero sigue escribiendo. Mañana, mediodía, noche. Sólo oye el ruido de sus dedos en las teclas de plástico. «La historia fluye», piensa y sonríe. En la pantalla, una «r». La mira, desafiante. «Levantarme, huir». Pero el hombre sigue; sigue escribiendo.
RUIDOS NOCTURNOS
Me duermo. Los pensamientos flotando en una materia
extraña, algo pegajosa, que va cerrando posibles salidas a nuevas ideas. La
madera de los muebles se estira, se oye la carcoma, el cemento entre
baldosas se dilata, las cucarachas salen de los desagües, aplastan su
cuerpo, metiéndose por debajo de las puertas. La televisión, que parece
dormir, hace el ruido del descanso, respirando lo trabajado. Algún papel se
abre, desperezándose. Las bombillas se liberan del calor acumulado. Y una
gota cayendo, el grifo mal cerrado de la cocina, se une a otra del lavabo.
El ruido metálico del fregadero, junto con una caída más suave, algo más
acuosa. Cerámica del lavabo, acero de la pila, cerámica lavabo, acero pila.
Me levanto. Cierro grifos. Al acostarme, los ruidos cesan, hasta que ese
papel que parecía desperezarse ahora cruje, liberándose de esa forma que le
he dado.
UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS OBJETOS
Miro un escaparate. Los objetos parecen desnudarse,
darme su verdadero rostro. Las fotografías enmarcadas, puñales de acero
oxidado, que han esperado tanto para saborear el interior de un cuerpo;
atravesar piel, venas, órganos cerrados, vísceras tan bien hechas. Cierro
los ojos, para no ver los objetos transformándose, ni sentir mis órganos
intentando respirar bajo la mirada de esa hoja cierta.
Huyo. Ahora son los objetos de la calle los que mudan,
atenazándome. Se difuminan, mezclándose unos con otros, cambiando de forma.
La farola se une a la pared, la pared al suelo, el suelo al muro. El suelo
se pega a mis zapatos, parece chicle. Tiro y tiro para despegarlo de mis
suelas, pero no puedo. Y me doy cuenta de que las paredes de la calle van
entrando por los dedos de mis manos. Después el pelo, que se pega al muro
como si este fuera cepillo que arrastrase la electricidad estática. Y no
puedo hacer nada. Nada para evitarlo. El cemento tira de mí y me dejo
llevar. Ahora la pared se acerca al suelo, presiona; pared, suelo, pared,
suelo, presionan fuerte, aplastándome.
MI BODEGA
Descolocadas, algunas rotas, el líquido derramado y
seco; botellas de muerte y olvido. Otras, con moho por fuera, cerradas con
tapón de corcho y plástico duro. Selladas, bien selladas, el vino picado
desde hace tantos años. Unas, llenas de horas vacías, de palabra afónica,
embrutecida.
Algunas, las limpio, las coloco en el mejor sitio,
donde nada las dañe, para quitarles el tapón y oler; oler creyendo que
volveré a enamorarme.
Botellas, cada una con su etiqueta, cambiada o
superpuesta; la del amor por la del hastío, encima la del odio. Las del
dolor, tristeza y rabia, tumbadas boca abajo. Muchas, sin tapones, abiertas,
y el líquido mezclándose: pena, miedo, placer.
SOMBRAS
Camino. De noche. En una calle, frente a mí, dos
sombras. La oscura, alta, arrogante; la clara, débil. Y yo, más sombra que
ellas, detrás. Entonces pienso que deberían salir muchas sombras para
abarcar todo lo que somos.
Me imagino que algunas de ellas van mudando como lo
hacen las serpientes con su piel. Veo que la sombra de la inocencia cambia
de color, de un violeta claro a uno más oscuro, con matices, con sombras
dentro de sombras. La de la inquietud, sonrojada. La del dolor se endurece;
opaca, con menos aberturas. La sombra del deseo, encogida, muda, añeja. Pero
hay momentos en que besa sin saber qué pasará, se embrutece como antes, se
aferra a un vínculo; soplo de vida, aliento.
LA FEROCIDAD DE UNA GOTA
Era una gota rápida, prematura. El ritmo, sofocado.
Gota enfurecida que, tomando el papel de líder, se quejaba por la fugacidad
de su vida. Pensé que si hubiera sido gota pausada, de ritmo lento, nadie la
habría escuchado. Sin embargo, nadie parecía hacerle caso, nadie se acercaba
allí y cerraba el grifo, aunque eso significase acabar con ella.
Sólo yo había captado algo, al menos la había
escuchado. Aunque no me acercase al grifo, vivía con intensidad el
desarrollo de esa gota. Hubo un momento de exterminio. Luego, el espacio se
ensanchó, para que no olvidase que ella seguía allí esperándome, cansada de
repetirse, una y otra vez.
PARPADEA
Unos párpados que se abren y se cierran. Pequeños
trozos de carne, piel escurridiza que se tensa y destensa. Si permanecen
cerrados, desapareceré, desintegrándome en átomos diminutos. Lucho. Esos
trozos de piel son mi única apertura.
Si al bajar los párpados cierro los ojos, me
introduciré en ellos y dejaré de existir. Al cerrarlos desapareceré, también
los ojos. No quedará nada, sólo una mota de polvo; esencia de lo que fui.
Esa mota se desvanecerá, mezclándose con el entorno.
¡Parpadea, parpadea!
Yo
Que me ahogo sin poder escribir una línea, me esbozo y me invento cada día. Me como, me devoro y me río. Opresora de mi propio yo, que crece y pide explicaciones. Habiendo sido dictadora, debo ahora cortar las cuerdas. Mis pequeñas <<Evas>> estiran piernas y brazos; habrá que enseñarlas a andar.
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Escritora española Madrid, 1971
Licenciada en Filología inglesa y diplomada en Profesorado de Educación General Básica, por la Universidad Complutense de Madrid. Con el título del Ciclo Superior en Inglés de
la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid, y The Certificate of Proficiency in English, por la Universidad de Cambridge. Tras el Período de Docencia del Doctorado en Filología Inglesa de la UNED, investiga en el campo de la Literatura Inglesa del siglo XX y Contemporánea. Trabajo que compagina con la escritura de su
primera novela.
Otros trabajos en Literatura Virtual Premiada en el I Certamen Literario Ciudad Galdós por su relato «Tan frágil como una hormiga seca» (Editorial Iniciativa Bilenio S.L. 2010). Seleccionada en el V Premio Orola, en cuya antología se incluyó su cuento «Mi bodega» (Ediciones Orola S.L. 2011). También han publicado sus relatos en revistas literarias de España, Argentina, USA, Chile, México y Venezuela, como Letralia, Cinosargo, Almiar, Groenlandia, Narrativas, o Solaluna. Eva María Medina Relojes muertos
Su narrativa mira a través de las grietas de la realidad, se adentra en el sufrimiento de los verdugos, juega entre los límites de lo posible e imposible, saca a Sartre de su «náusea» e intenta hacerla suya, y a Kafka lo vemos levantar la cabeza mientras escribe un cuento, ¿una
erre?
Locura, alcoholismo, afectividad mal concebida, frustración, anhelos, inmovilidad, muerte, recorren sus relatos, quedando siempre un espacio para que el lector reinvente lo escrito. La autora nos espera en medio del puente entre existir y no-existir, en un simple parpadeo. La multiplicidad del yo es vista a través de un imaginario de sombras. Lo cotidiano crece en dos migas de pan. Hay una bodega donde se guardan retazos de vida. La escritora intenta gritar como lo hace esa gota.
«Dejad que el silencio os atrape y escuchad los ruidos nocturnos», nos dice. «Esperad a que el reloj marque las cuatro. Ved más allá de un cuadro; de esas olas rompiendo en un acantilado». Y las cosas, ¿son lo que son o aparentan ser lo que creemos que son? Una capa de irrealidad cubre los objetos, que mudan, dándonos otra cara. Una redada, los opresores se sienten oprimidos y matan. La muerte, como si espiase a través de unas cortinas ficticias tan reales.
Te espera, sí, pero al otro lado.
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