Todos hemos llegado tarde al menos una vez.
Todos hemos llegado muy tarde al menos a una cita, y hemos
padecido como un conjuro adverso los pequeños contratiempos: al
reloj despertador se le acabaron las pilas tres minutos antes de
la hora en que debía sonar, la cocina amaneció inundada o al
coche se le acabó la batería.
(Las grandes ciudades con sus atascos o embotellamientos son una
realidad cotidiana para explicar el retraso; sí, tanto como la
coartada perfecta para explicar una tardanza que supera
cualquier límite de tolerancia y urbanidad.)
Encontrar un taxi bajo la lluvia una tarde de otoño puede ser
tan complicado como buscar la piedra filosofal o el último de
los números primos, y todos hemos padecido como una maldición la
implacable cadena de sucesos que ejercen en perfecta sintonía un
efecto devastador en los planes de un día.
Todos hemos tenido una mañana de perros, un pequeño accidente
casero, una tormenta personal del tamaño de nuestra habitación
en la que estuvimos a punto de sucumbir. Cualquiera va en un
avión que despega seis horas más tarde de lo programado y en el
metro son comunes las averías y retrasos, los cajeros no tienen
dinero con frecuencia y a veces, sí, es urgente llevar al niño
al doctor o al veterinario al gato.
Podría, sin embargo, crearse un premio que se entregara
puntualmente a quien ofrezca la mejor razón, causa, excusa o
pretexto para justificar un retraso digno de registrarse en los
anales del tiempo; el premio, por supuesto, consistiría en un
reloj suizo de oro.
Pero no quiero hablar de las causas ordinarias por las que todos
hemos llegado tarde alguna vez. Me refiero a los impuntuales
(estamos rodeados por ellos), a los que por método y sistema,
impulsados por su código incivil, llegan siempre tarde siempre a
todas partes.
Hablo de los profesionales de la impuntualidad, de los que
abusan del tiempo de sus semejantes, de los que impunemente
llegan tarde sin sonrojarse ni esbozar siquiera un remedo de
disculpa (la excusa, larga y anecdótica, no basta para los
ofendidos, nunca es suficiente).
Los impuntuales roban el tiempo de sus amigos, de sus colegas y
compañeros, de su familia y su pareja. Hacen añicos los planes
de los otros, echan por tierra el tiempo de la convivencia,
consiguen que se enfríe la sopa y todo se retrase por el resto
del día, arruinan las expectativas y la agenda de los otros,
retrasan a los demás con un efecto de bola de nieve, destrozan
el ritmo, impiden que fluya el curso de las actividades, la
llegada a tiempo al siguiente pequeño puerto personal del
periplo cotidiano.
Son ellos, los impuntuales, los que llegan una o dos horas tarde
haciéndose los importantes, los que tenían asuntos serios y
graves, y lo hacen con una sonrisa impecable, la máscara que
denuncia su estulticia o su inconsciencia.
Son ellos, los que llegan tarde como una forma del ejercicio del
poder y retrasan las otras obligaciones y roban horas de sueño a
los otros, los que impiden la realización de un dibujo o de una
tarea escolar, los que esfuman en el hueco del tiempo un poema
que ya jamás será escrito, los que impiden la firma de un
contrato o la pérdida de un negocio, porque esas horas, el
tiempo vacío, no estará ahí al otro día.
Son ellos, los impuntuales, los que no tienen remedio, los que
deben pensar que hacerse esperar un par de horas es un gesto de
coquetería o un rasgo distinguido. Hacerse esperar con
premeditación y alevosía en la puerta de un cine, en un aula, en
un despacho o un consultorio, a la mesa, para sentirse el centro
del mundo es un acto impecable de mala educación y un gesto
desamoroso, un acto inmoral y desatento, un vicio censurable y
una soberbia falta de respeto.
Los impuntuales, los que salen al encuentro en el momento justo
en que se cumple la hora de la cita, son enemigos del tiempo de
los otros. Pretender que no pasa nada y el tiempo se extiende a
sus anchas es un acto infantil, de soberana inmadurez. Pretender
que es lo mismo las tres que las seis y hoy que mañana es darle
la espalda a la única certeza humana: el tiempo se agota, y el
reloj siempre está en marcha. Dice un adagio latino sobre las
horas: todas hieren, la última mata.
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