Encontrar
un libro propio
en una gran ciudad, uno dedicado y firmado para alguien que no
lo conservó, se antoja tan imposible como encontrar tierra
adentro una botella lanzada al mar que contiene una carta que
alguien nos envió hace mucho tiempo, con nuestro nombre en el
encabezado.
¿Qué hilos del azar, qué mensaje secreto, qué significado oculto
puede mover un hallazgo así? En una esquina en la avenida de los
Insurgentes, un hombre tenía un centenar de libros usados
expuestos al sol y la mirada de los curiosos. Atraído, hechizado
por los libros y la letra impresa, me acerqué atraído más por la
curiosidad que por al búsqueda.
Allí estaba, entre manuales y novelas viejas, entre libros de
texto de secundaria y tres best
sellers en
inglés, un ejemplar deTelemaquia. Una vez repuesto de la
sorpresa (es un decir), lo levanté del suelo, le sacudí el
polvo, lo revisé y encontré la dedicatoria: «Para Guadalupe San
Miguel, con un cordial saludo. Agosto 2011.» Reconocí con
asombro mi letra apresurada, mi firma.
Por un momento pensé en comprarlo (su precio era la tercera
parte de lo que cuesta en librerías), en llevarlo conmigo,
conservarlo, o tal vez dejarlo en autobús o la mesa de un café
para que encontrara un lector, un destino. Comprendí que ya
tenía uno, que tenía una experiencia, y que en la calle, en ese
puesto improvisado, encontraría un lector, si es que en la vida
de ese ejemplar había alguno. Lo dejé sin remordimiento donde lo
encontré.
No había dado ni diez pasos cuando recordé que esa escena ya la
había vivido, o mejor, la había leído. La memoria, a veces tan
persistente, me llevó a «Regreso a casa», el discurso de ingreso
de Salvador Elizondo a la Academia Mexicana de la Lengua, en el
que dice que, de su primer libro, un poemario publicado en
edición privada de apenas doscientos ejemplares, pudo «rescatar
en las librerías de viejo, dedicados y las más de las veces
intonsos, un gran número de ellos».
Nada nuevo bajo el sol. Pero comprendí, muy temprano, en ese
puesto callejero, que los libros, los ejemplares, tienen su vida
secreta, y que más le vale a los autores no interferir en ella,
y que podríamos comenzar por no dedicarlos ni firmarlos, no
marcarlos con esas palabras que uno escribe para alguien
y a veces sólo sirven para señalar su origen, las razones de su
vida callejera, su abandono, su orfandad.
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