Ha muerto un poeta. Dicen que estaba loco (la combinación de la
extrema lucidez y la palabra iluminada suele ser explosiva). El
loco y el poeta comparten síntomas pero muy pocas veces son el
mismo. Leopoldo María Panero era brillante, una máquina de
pensar y razonar más allá de la esquizofrenia y la metáfora. Era
un poeta y decía la verdad; condenado a pensar se aisló en su
castillo de razones y palabras. Sus opiniones sobre política y
cultura, sobre la sociedad, eran extremas y sus juicios
radicales, sí, pero no le faltaban razones. Había frecuentado el
lado oscuro de la vida, de la luna, del alma, de la noche y
había vuelto para contarlo. Se había asomado al Infierno en vida
y ese viaje a destiempo hace imposible la vida simple y
sencilla. Como tantos locos, era el dueño de la razón, y le
insufló a las palabras un narcótico que las intoxicó de verdad y
belleza. La locura y la poesía hacen mala pareja, son malas
compañías y peores consejeras; casi nunca saben marchar juntas y
devoran al que las cultiva. Ser loco no es una dicha; ser poeta
y ver no siempre es deseable. La poesía y la locura son dos
maneras de asomarse al vértigo, como quien se ciega al intentar
mirar el sol de frente al mediodía. El precio a pagar es alto:
estar en el mundo como si no se estuviera en él y decir con
palabras trastocadas y vehementes que casi nadie oye lo que
nadie nunca había dicho. Panero era un ángel extraviado, una
fuente de luz oscura, un incomprendido, un apestado, un demonio.
Ha muerto un poeta. Se erige el silencio. Acaso para no
escucharlo, también decían que estaba loco. |