Nació hace cien
años. Podría,
en el tiempo, haber sido mi abuelo. Pero fue más un mentor, un
maestro involuntario y lejano. «Piedra de Sol» iluminó mi
juventud y me descubrió que los límites de la poesía son los del
universo, y que en un poema prodigioso pueden encontrar su sitio
el amor y el erotismo, la lucha y los otros, la imaginación y la
historia, el poeta y el mundo.
Sus
ensayos articularon mi emoción y sentimiento. De El arco y la
lira aprendí lo que sé sobre la belleza y la poesía y la
poética. Fueron el golpe de gracia bajo el que sucumbí al
hechizo de las palabras. De sus ensayos históricos y políticos
aprendí que la libertad y la justicia se necesitan una a la
otra, y que a ambas hay que defenderlas todos los días.
Comprendí que la reflexión y la crítica son los mejores
antídotos contra los abusos del poder.
Paz
ha sido en mi vida un punto de referencia, una presencia fija y
luminosa como una estrella. De pronto vuelvo a un verso suyo, a
una página, a una idea. Casi sin proponérmelo, no dejo de
leerlo, lo cito con frecuencia, vuelvo a sus libros como a una
fiesta recurrente de la palabra desnuda, la revelación y la
inteligencia. Nunca defrauda porque al ser la misma es otra: la
palabra se escapa, el sentido se fuga, por eso a cada lectura
sus palabras son otras y las mismas. Su literatura dice y llama;
ilumina y convoca. Su pensamiento, deslumbrante y lúcido, me
excita, me estimula, me acompaña. Si leo a Paz, de pronto
entiendo, comprendo. Sí, su obra es de luz y una fuente
inagotable de sabiduría.
Dice
en El mono gramático que «La fijeza es siempre
momentánea»: sí, sus palabras están fijas y mutan y cambian a
cada momento, en eso que llamamos presente. Su literatura es luz
y letras vivas. «El presente es perpetuo», es el primer verso de
«Viento entero»: sí, la literatura de Paz es un momento
perpetuo, es la fijeza renovada de la verdad y la belleza en el
presente. Su palabra se erige y se ahonda de sentido y claridad
en el siglo, precisa y eléctrica se engrandece con el tiempo.
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