El viernes en la mañana iba al trabajo según las circunstancias:
el traje planchado, la camisa blanca inmaculada, peinado a
conciencia, impecable el nudo oxford de la corbata. Escuchaba
las noticias de la radio. Todavía no eran las ocho. Un taxi se
detuvo delante de mí en la Avenida de los Insurgentes. Entonces
los vi, eran los enamorados. Él abrió la puerta trasera del
taxi, caballeroso, atento. Se volvió y la abrazó como si fuera a
perderla para siempre en el momento en que ella se subiera al
taxi.
Ella llevaba un vestido color durazno que seguramente no era la
mejor opción para una mañana fresca, demasiado corto, con un
escote generoso y la espalda descubierta. Llevaba los zapatos de
tacón en la mano. La melena estaba del todo revuelta como sólo
podría estarlo a fuerza de caricias, el maquillaje seguramente
había lucido mejor durante la noche. Él tenía cara de que no
comprendía del todo las razones de su dicha y por las que ella
se iba. Despeinado, atónito, llevaba una camisa blanca arrugada
y mal abotonada por sobre los pantalones negros.
Algún automovilista tocó el claxon. Luego, otros los siguieron,
de mala manera. Yo miraba, y comprendí que estaba delante del
hecho más importante del día, de un prodigio, de una escena
intensa, dulce y pura, que trascendía a los dos protagonistas,
digna de insertarse en los anales de las escenas amorosas
callejeras.
Aquellos dos se besaban y se volvían a besar en un beso que
podría no haber concluido nunca. Se abrazaban como si se
aferraran en un madero en medio del mar. Una noche puede parecer
una eternidad, pero la desolación del otro día puede ser
infinita.
Aquellos dos se abrazaban y se besaban como si en ello les fuera
la vida, deseando fundirse en uno en ese acto, como si tuvieran
la amarga certeza de que no volverían a verse nunca. Las manos
iban del pelo a la cintura, del cuello al rostro, de arriba
abajo. Se besaban las bocas y los ojos, las mejillas, los
cuellos, las manos.
El taxi aguardaba, los automovilistas tocaban el claxon cada vez
con rabia y furia. Yo miraba, sólo miraba el prodigio de la
escena como epifanía que se me había concedido presenciar.
Empecé a imaginar historias. Condiciones, situaciones,
circunstancias, las razones y las sinrazones.... Luego, en algún
momento después de las ocho, se separaron. Ella subió por fin al
taxi. El taxi partió hacia el norte por la Avenida de los
Insurgentes.
Él se quedó ahí, en la acera, en esa esquina, con una mano que
hacía un gesto de despedida o lamento. Me hice preguntas que me
repetí toda la mañana en la oficina. ¿Quiénes eran? ¿Volverían a
verse? Ella, ¿adónde iba, adónde volvía, de mañana, despeinada,
con el maquillaje estropeado, con ese vestido durazno, cubierta
de besos y con los zapatos en la mano?
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