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La Autobiografía de Salvador Elizondo:
La vida por escrito es literatura

 

Enrique Alfaro Llarena

Tenía treinta y tres años cuando terminó su Autobiografía.  Al final de esas deslumbrantes cincuenta páginas anotó el nombre de una ciudad y una fecha para dejar constancia del lugar y día en que la concluyó: México, D. F., 15 de mayo de 1966. Entonces comenzó  la leyenda del texto autobiográfico más celebrado de la literatura mexicana del siglo XX.

Esa Autobiografía de Salvador Elizondo es importante al menos por dos razones. Si bien fue escrita por encargo, en México, y en el ámbito de la lengua española en general, no es común redactar memorias y autobiografías y mucho menos muy cerca del momento que Dante llamó la mitad del camino de la vida. La segunda razón es que la Autobiografía de Elizondo, aunque no siempre ha sido visto así, es un libro central de su obra.

En el caso de Elizondo esas páginas sobre su vida escritas por él mismo son mucho más que, por así decirlo, una fuente primaria y, supongamos, confiable y fidedigna sobre los hechos y vicisitudes de la vida del autor. En realidad la vida de un escritor es tan poco relevante para la literatura y sus libros como si éstos fueron compuestos en ediciones de lujo o de bolsillo, en tipos de la familia Agaramond o Baskerville. La obra explica y da sentido a una vida; nunca al revés. La obra justifica la vida del escritor.

Ciertos autores, entre ellos se cuentan algunos de los mejores, han logrado fundir vida y obra en una unidad plena de correspondencias que sería imposible aproximarse a profundidad a una sin hacerlo a la otra. Tal vez Elizondo sea uno de estos casos. No es  común que la experiencia vital, la trayectoria y la cuenta de los pasos por el mundo encuentren un espejo, literario, artístico e intelectual tan nítido en las páginas de los libros de un autor. La vida es la misma para todos.

“Cada hombre lleva en sí mismo plena ya la forma de la condición humana”, escribió Montaigne, pero la manera de mirar una cabellera y el perfil de una muchacha o la serie de los nenúfares de Monet, de escuchar los Nocturnos de Chopin, de asumir la vocación por la escritura o la locura y la concepción del amor y el erotismo son estrictamente personales e intransferibles. En ellas consiste tal vez la individualidad, la singularidad de cada hombre y sobre todo la calidad y la condición del artista.

La Autobiografía de Elizondo es gran literatura antes que el recuento de una vida con momentos solares y otros de innombrable sordidez; es la crónica de una vocación artística que maduró en la mirada de un artista de la palabra que alcanzó la excelsitud de su oficio.

Ese pequeño libro es relevante por su crudeza, su prosa descarnada, rabiosamente inteligente y su deslumbrante lucidez. Si Elizondo cultivó la poesía, la novela, el cuento y el ensayo, la suya es pura escritura en estado puro. 

Es el hombre por antonomasia que escribía. Elizondo fue el escritor y el escribidor y el grafógrafo. El hombre de la caligrafía asombrosa, el que dibujaba las letras, el de la estilográfica que escribía sin cesar, de día y de noche, en sus cuadernos (al parecer dejó ochenta y tres inéditos), diarios, apuntes, relatos: literatura.

Por ello la Autobiografía debe ser leída como una Bildungsroman o novela de formación que termina con la consolidación de una vocación literaria irrenunciable, íntimamente ligada a la vida del autor al menos en su autoficción o su escritura sobre sí mismo, pues estas páginas intensas fueron escritas cuando ya se había publicado Farabeuf o la crónica de un instante, la deslumbrante y desquiciadora primera novela de Elizondo, aparecida en noviembre de 1965 (que le valió el Premio Villaurrutia ese año, cuando obtenerlo ofrecía algún prestigio y guardaba una relación con las letras y pareciera incluso que era en sí mismo un hecho literario), que muy pronto ganó reconocimiento.

Octavio Paz sabía que “para encontrar la unión de sexualidad y muerte en la literatura mexicana hay que ir a López Velarde […]; sobre todo, a las novelas y ficciones de Juan García Ponce y de Salvador Elizondo”. Con los años, esos juicios no han cambiado, Farabeuf sigue siendo la novela más singular, aislada y extraña de las letras mexicanas, acaso la más dura y lúcida para entrever el fondo descarnado de la dualidad erotismo y muerte. Es el libro central de Elizondo, tal vez la expresión más acabada de su maestría, pero también el más terrible.

Claudia Reina, luego de considerarlo un autor notable y maldito, “no puede dejar de verse a Farabeuf como una novela llena de erotismo (sádico, masoquista, perverso, pero erotismo)”, lo reconoce como un creador excepcional de infiernos: “Farabeuf es un libro siniestro, oscuro, perturbador, confuso […]; es un infierno textual digno de Salvador Elizondo”.

Desde 1965 corre la leyenda Salvador Elizondo como el escritor más original (léase extraño, extravagante) de su generación, y no ha cesado de hacerlo. “Al resaltar la propensión a la vida interior, vale hacer énfasis en que nos hallamos ante un espíritu agitado”. Esta explicación de Daniel Sada ofrece una clave de la literatura de Elizondo: la vida interior y sus demonios. Visto así, buena parte de la obra de Elizondo, las novelas y los cuentos (lo que solemos llamar ficción), pero también sus ensayos y otros escritos, responden al mismo impulso que anima la Autobiografía.

Esa mirada a su pasado se proyecta sobre el futuro, explícita o insinuada, textual o cifrada, en la narrativa que escribiría en la segunda mitad de su vida. La nostalgia, la melancolía, el extrañamiento ante el mundo, la lucidez y el registro estético de la Autobiografía aparecerán en otros libros. Las razones para escribir una autobiografía pueden ser muchas, en el caso de Elizondo, por prematura y lúcida, por su intensidad y belleza, la Autobiografía revela al hombre y las claves de su literatura, pero también es un libro que debería estar en el “canon” de Elizondo y no al margen de la obra.

“La Autobiografía resulta útil para explicarnos su formación, aficiones, y rasgos de temperamento, y ayudarnos a comprender tan singular personalidad”, escribe José Luis Martínez, sin darle, como tantos críticos y comentaristas, un lugar en la obra; sin omitirla, no es leída como un libro con plenos derechos y poderes y casi siempre ha sido recibida como un documento extraño, escandaloso y marginal: “Mi visión esencial del mundo es poco edificante; en realidad, no apta para ser difundida”, dice Elizondo de sí mismo; mejor aún, de un personaje de ficción, escrito, llamado Salvador Elizondo.

No es un caso único, Borges también lo hizo, escribió sobre sí mismo con nombre y apellido, con su condición y circunstancia, pero era otro. Elizondo al escribir se escribe, dice Octavio Paz; así es, y lo hace como ningún otro autor de las letras mexicanas. Elizondo parte del acto mágico de escribir para llegar a la escritura misma (“escribo que escribo viéndome escribir que escribo”) y desde la escritura misma saltar a la celebración de la inteligencia y el pensamiento.

La imaginación y el argumento, el tema y la trama están subordinados a la escritura, a la revelación de lo escrito, a la dicha de ejercer el placer de escribir y ver asombrado las palabras que se fijan en el papel y se extienden y fluyen para llenarse de sentido en el pensamiento o el tiempo o en imágenes como una secuencia cinematográfica.

Elizondo es un autor estructurado  y pulcro en extremo. La suya es una búsqueda de la escritura con rigor matemático, de una nitidez simétrica tan bella e inteligente como lúcida y fría. No es difícil imaginar que Elizondo también hubiera destacado en la lógica formal, en la filosofía de la ciencia.

Una de las lecciones de Elizondo es el rigor, la calidad de su prosa, la pureza de su argumentación. Pero esas virtudes no lo libraban de la ficción. Una biografía también es una novela, y una autobiografía es la novela  cuyo protagonista es el autor de la novela. La autoficción es hacer literatura de ficción a partir de la vida del escritor.

La autobiografía narra la vida de Elizondo y es a la vez un texto de ficción y esta verdad tan evidente, que despierta suspicacias entre algunos críticos, de ninguna manera devalúa la calidad del relato de su vida. Escribe: Dermont F. Curley: “todo lo que ha escrito Elizondo, ya sea un libro de poemas poco logrado, un cuento, un ensayo crítico o una novela experimental, forma parte del intento de esculpir, de formar, su propio universo literario y dramatizar su vocación por la escritura. Sus puntos de vista sobre la literatura, el arte, la fotografía o el cine revelan una clara propensión y la confirmación de sus obsesiones privadas”. Al crítico le faltó incluir en su lista los textos biográficos, la Autobiografía, tan literaria y narrativa y de ficción como cualquier otro.

Dice Curley: “Según Elizondo, el género autobiográfico sólo es exacto y sincero en la medida en que el lenguaje le permita serlo. Más importante que la sinceridad es el lenguaje, junto con la actitud y la aplicación del escritor a lo que escribe”. 

Elizondo fue muy claro al hablar de su Autobiografía en una entrevista con Adolfo Castañón: “con un criterio estrictamente literario, distorsionando muchas veces hechos de la realidad que merecían, en aras de la literatura, ser un poco aderezados para que fueran más interesantes. Yo conté allí, puedo decirlo ahora, muchas mentiras, no mentiras en el sentido estricto de la palabra, de que no fueran ciertas, sino que eran medias mentiras. Había algo de realidad, pero había tanta realidad como fantasía, o muchas veces más fantasía que realidad”.

No hay diferencia esencial entre una biografía y una novela, entre una autobiografía y una novela u otra pieza de escritura de ficción. No sólo es así sino que no podría ser de otra manera. El relato de la verdad objetiva y neutra, si tal es posible, tendría que buscarse en otra parte, pero tampoco la crónica y la Historia pueden ser la verdad y solo la verdad y toda la verdad. De hecho, no lo son. En el caso de la Autobiografía la objetividad y verosimilitud quedan hechas añicos desde el momento mismo en que el narrador hablará de sí mismo y su experiencia vital, su educación sentimental y su formación estética.

Cualquier suceso que pasa por las manos y las palabras de un escritor, aunque se inscriba en la Historia, pasa a ser ficción. Un escritor no miente, y menos los más grandes y profundos; un escritor  inventa la realidad, le da imaginación, veracidad y coherencia, un lenguaje y un registro, un ritmo, un color, un ambiente, un tiempo, un punto de vista, todos esos elementos de la escritura que le dan singularidad a un texto; en una palabra, lo que hace que un escrito se inscriba en la obra y de curso al talento y el pensamiento de un escritor. 

La célebre “verdad de las mentiras”, la aproximación a verdades esenciales desde la imaginación y su mezcla con el recuerdo, con trozos de hechos reales, la especulación y la evocación del sueño y el mito es la vía correcta, útil y necesaria. Tal vez la ficción sea la única manera en que podemos mirar con nitidez la realidad. Abrumados por ésta, necesitamos de la imaginación para explicarnos el mundo y al compleja condición humana.

Una autobiografía es una manera directa de abordar el recuerdo imaginado de la propia vida, que da pie y sustento a mucho más, una visión del mundo, un paseo por la cultura, una búsqueda, una tentativa de responder a preguntas esenciales, una reflexión histórica, un ajuste de cuentas, un corte de caja, una explicación al camino recorrido, una búsqueda del que falta por recorrer, un vislumbre de sí mismo. “Si concebimos la autobiografía como una forma de escribir, tenemos también la libertad de emplear un lenguaje que vuelva trascendentes algunas experiencias que aparentemente no lo son”, dijo Elizondo. 

Es decir, una autobiografía es también literatura pura y dura, tanto como una novela o un cuento. Su singularidad consiste en que la vida del autor coincide, al menos en líneas generales, con la del personaje que ha creado. El autor es el único habitante y creador de una escritura de la que no es el único lector.

Las razones de ese escrito, las causas profundas en el caso de Elizondo no son un secreto. Decía Elizondo en 1967: “publiqué una pequeña autobiografía en la que yo creo que, en cierta medida, cuando menos, he puesto todas aquellas cosas de mi vida personal que he considerado que han sido importantes en la búsqueda y en el encuentro de mi vocación de escritor. […] Cuando digo escritor estoy admitiendo o estoy proclamando una vocación de la que no puedo escindir el sentido de mi vida personal. Es decir que mi vocación forma parte íntima de mi vida personal”.

La Autobiografía en sentido estricto no se llama así. En la cubierta dice: “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos. Salvador Elizondo”. La palabra autobiografía aparece en la página 13, al inicio del texto. El libro tuvo éxito y contribuyó a forjar la leyenda de Elizondo. Pronto fue visto como el genio y el loco, el extraño y el perverso por antonomasia en las letras mexicanas. Elizondo vivió con el estigma de ser el brillante y el perturbado, el cosmopolita y el extraño, el esnob y el outsider. El que lo sabía todo y el de los juicios más extraños.

Agotada la edición de 1971 no permitió que la Autobiografía volviera a reeditarse. Los ejemplares disponibles alcanzaron precios muy elevados. En la medida que Elizondo ganaba prestigio y reconocimiento, su Autobiografía se volvía un libro secreto, en documento imprescindible de ciertos círculos literarios, en objeto de elogios y censura. Era un libro maldito prohibido no por la censura sino por su propio autor. Era imposible conseguir un ejemplar.

En los cafés y las aulas, en las redacciones de las revistas y los diarios, en las editoriales y las librerías se hablaba del libro. Con los años, no fue difícil hacerse de un juego de fotocopias si se preguntaba aquí y allá, y se habló de ediciones piratas. 

Sin duda, fue la circulación ilegal e informal lo que llevó a Elizondo a permitir la reedición de un libro que no quería volver a publicar pero circulaba por las calles. Volvió a editarse en el año 2000 con la autorización del autor bajo el nombre de Autobiografía precoz. Desde entonces, ha vuelto a ser publicada varias veces.

La Autobiografía guarda, en particular hacia el final, cuando el derrumbe del personaje y el fracaso conyugal, algunas de las páginas más perdurables y malditas de la literatura mexicana. En esa pequeña joya encuentran su sitio el descubrimiento del erotismo, la melancolía, la soledad, del ensimismamiento, la construcción de un mundo propio, lúcido, absurdo, radical, impenetrable, inmaduro y adolescente. Los amigos, el alcohol y el burdel y luego el llamado del amor y con éste el descubrimiento de la poesía y el encuentro con la vocación literaria. La búsqueda de la esencia de la poesía y la misión del poeta. La fallida vocación de pintor, el largo camino para hacerse escritor, que sólo se consigue con la voluntad y el ejercicio del oficio.  

Para conseguirlo, el novel escritor se hace en sus lecturas, ante la vida y las palabras, en su manera de estar, de mirar. En la introspección, en la experiencia vital, en tomar por asalto la cultura, en su manera de ver cine y pintura, de mirar arquitectura y caminar por las calles de su barrio o por París o Roma o Londres, ahí es donde se hace un escritor. Un escritor se hace en su conciencia y sus palabras.

La Autobiografía es un libro cínico e incorrecto, misógino y presuntuoso, doloroso y crudo con una impecable lección estética. Esas cincuenta páginas, intensas e inolvidables, tienen un lugar entre los libros preclaros de la literatura mexicana. Son el relato de un destino literario en el que el amor y la locura pasajera, el horror y la pesadilla, los recuerdos y la cultura se funden con astucia literaria. Es inútil pretender contrastar esas páginas con la vida del autor, la Autobiografía es simplemente gran literatura. ▪

 

(Una versión más extensa de este ensayo, con citas y referencias bibliográficas, fue publicada, gracias a Ernesto Garcianava, director editorial, en El Bibliotecario, Dirección General de Bibliotecas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México. Número #86; julio-septiembre de 2012.)

 

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Escritor mexicano



Enrique Alfaro Llarena. Nació en la Ciudad de México en 1961. Es narrador, pero se ha ganado la vida como editor, profesor, gestor cultural y consultor en comunicación. Ha publicado artículos sobre literatura, música y cine en diarios y revistas. Ha hecho un programa en la televisión cultural y ha comentado libros en la radio. También escribe con estilográfica y pocas cosas le gustan más que teclear en su máquina de escribir mecánica. Es director de Leer y Escribir S.C. y cultiva los talleres de lectura por celebrar la amistad y compartir la experiencia del goce de la literatura.


Enrique es colaborador distinguido de Literatura Virtual.

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