Fue en un teatro, al sur de la ciudad, en una de esas tardes lluviosas de verano. Un grupo musical llamado Morsa interpreta con fortuna y acierto las canciones que congregan a la grey que abarrota el teatro, pues tiene el sonido de la música de los padres fundadores. (Acaso les vendrían bien a esos chicos unas lecciones para mejorar un poco su pronunciación y dicción en inglés, pero nada más.)
En cuanto comenzó lo que uno podría haber pensado que sería un concierto, se reveló como un encuentro, una celebración. Caballeros de edad provecta acompañados de sus hijos y nietos, y sobre todo venerables ancianas que pueden estar celebrando sus bodas de oro con esa música, esa manera de estar en el mundo y, en más de un caso conocido, de enamoramiento sin fin de alguno de aquellos cuatro que salieron de un sospechoso club del Puerto de Liverpool hace justo cincuenta años para poner a cantar y alegrarles la vida a sus fieles extendidos por toda la Tierra.
En el teatro vi niños con gafas de fantasía redondas, como las que al parecer usaba el líder del cuarteto; una niña de ocho años que conozco bien, sentada a mi izquierda, se transformó al punto de volvérseme una desconocida que se revolvía en su asiento, movía los brazos y la cabeza, aplaudía y cantaba con conocimiento de causa. Un niño de diez años iba vestido como un tal Sargento Pimiento, personaje central en las celebraciones y que al parecer ha fundado su banda, algo así como un Club de los Corazones Solitarios.
Beatlemanía ese es el nombre científico del mal que les aqueja, pero los fanáticos, los que lo padecen, la consideran una alegría, una dicha. Se sabe que es musical y emocionalmente transmisible y puede ser muy contagioso, pues no respeta edades, ni religiones, ni clases o grupos, tampoco nacionalidades, razas o lenguas. Se sabe que en su patología extrema es un padecimiento tan gozoso como incurable.
Jóvenes y viejos sonríen, se abrazan, se sienten felices y dichosos con esas canciones, con el espíritu de esa música que han escuchado una y otra vez y no les cansa, al contrario, les incita a seguir el ritmo con las palmas, a conmoverse hasta las lágrimas. Se emocionan de verás, se sienten vivos y en armonía en el Universo cuando cantan “Here Comes the Sun”, y creen con fe ciega en sus palabras cuando repiten “All You Need is Love”, y revelan lo más profundo de la beatlemanía en una canción que expresa un adagio que entonan con devoción: “Let it Be”, que bien podría ser la más acabada expresión de su filosofía.
Después de dos horas de música, el grupo Morsa se despide, los fanáticos, irremediablemente felices, dichosamente exhaustos, después de aplaudir y refrendar su admiración sin fin a los padres fundadores de su secta, salen del teatro bajo una lluvia tenue, se alejan con una sonrisa franca, se marchan por las calles de la ciudad como si cada uno tomara su rumbo.
Puede ser sólo una leyenda urbana que corre como un secreto a voces. Se dice que todos ellos esperan el día en que, como por encantamiento, vivirán en comunidad, felices y cantando, en un submarino amarillo. Se sospecha que algunos de ellos ya se han instalado a bordo.
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