Beatus Ille y la poesía de Miguel Hernández

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 Beatus Ille y la poesía de Miguel Hernández

Enrique Alfaro Llarena

Dibujio de JLV 

   Muy temprano, mientras hacía fila en un café para pedir el primer exprés del día, escuché que alguien detrás de mí declamaba: Besarse, mujer, / al sol, es besarnos / en toda la vida. / Asciende los labios, / eléctricamente / vibrantes de rayos... Me volví y vi a un hombre muy joven, con la cara estragada, lo sé, por el amor, la poesía, el desvelo.

   En el café había casi una penumbra, casi un silencio. Los clientes pedían discretamente capuchinos y americanos, los empleados los servían, pero nadie dijo ni hizo nada más. Del fondo de la fila aquel hombre, herido de un zarpazo poético, desgranaba: Boca que arrastra mi boca, / boca que me has arrastrado: / boca que vienes de lejos / a iluminarme de rayos.

   Me volví abiertamente con rotunda simpatía. Aquel hombre me vio, y entendió que yo entendía. Hermanos fugaces en Miguel Hernández, lo acompañé, contagiado de pronto: Alba que das a mis noches / un resplandor rojo y blanco. / Boca poblada de bocas: / pájaro lleno de pájaros.

   Nadie más en el café dijo ni hizo nada. Aquello me pareció un escándalo. De pie, bebí mi exprés de dos sorbos. Lo trascendente seguía implacable: He de volver a besarte, / he de volver... Lo seguí hasta el final: Boca que desenterraste / el amanecer más claro / con tu lengua. Tres palabras, / tres fuegos has heredado: / vida, muerte, amor. Ahí quedan / escritos sobre tus labios.

   Me acordé de un adolescente que quiso ser poeta y se aprendió para siempre, deslumbrado, muchos poemas de Miguel Hernández. A pesar de los años, por un apego inútil, creo que aún conservo una carpeta con papeles impresentables de aquel tiempo.

   El que estaba frente a mí en el café, lo sé, era un hombre en estado de gracia, luminoso. Dichoso él: Beatus lle, pensé. Que nada lo perturbe, me dije, que nada ni nadie lo trastorne. En el café, lo sé, pronto sería un loco, un raro, un apestado.

   Salí a la calle para ir a la oficina, la cruda luz de la mañana era más densa, el aire más pesado, los ruidos opacos; el mundo era distinto, parecía irreal, desdibujado.

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Escritor mexicano.

Autor de las novelas La rosa del calidoscopio y Telemaquia.

Comuníquese con el autor

alfarollarena@gmail.com




 

Enrique Llarena es colaborador distinguido de Literatura Virtual.

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Enrique Alfaro Llarena

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