Después de la lluvia, entre charcos y el frío y el olor a hierba, los caracoles aparecen, aquí y allá, cerca de la puerta, arrastrándose con una dificultad pasmosa que supongo ardua como una penitencia.
¡Qué bichos maravillosos! No sé de dónde vienen, ni adónde van, y eso no importa porque casi nadie en la vida sabe de dónde viene ni adónde va. Lo importante es la marcha, el camino, salir después de la lluvia. Claro que los caracoles llevan su paraguas, tienda de campaña, su casa encima, lo cual no sé si es una ventaja, pues nada sé de zoología, de los moluscos y mucho menos de la helicicultura. Sólo me detengo a observarlos hasta que nuestros tiempos se rompen en dos dimensiones.
Un minuto de ellos es un día completo para mí. Los miro con la combinación perfecta de la paciencia necesaria propia de la investigación científica y el estupor del que no entiende nada y su asombro bien podría pasar por estulticia. Pero yo no tengo nada de científico, miro y no entiendo nada, sólo veo caracoles condenados a arrastrarse en condiciones y ritmo literalmente infrahumano. ¡Qué forma más extraña! Con las manos en las rodillas, la cabeza cerca del suelo, miro y miro y por más que me esfuerzo, muy pronto me distraigo, dejo de mirarlos o pienso en las camisas que no he recogido en la lavandería porque no ha pasado nada o casi nada: han avanzado unos cuantos centímetros hacia quién sabe dónde en muchísimo tiempo caracol.
Vuelvo a mirarlos, me concentro, y compruebo que han avanzado otro centímetro. Algo han conseguido. En cambio, yo sigo allí, así que me voy a mis asuntos, muy contento de haberlos encontrado, de haberlos acompañado un rato, muy atento, con la mirada fija.
Nada sé de ellos, pero sé bien, porque lo he visto otras veces, que pronto algunos serán pateados, pisoteados. Los estúpidos y los canallas son omnipresentes, incluso en las tardes después de la lluvia. No sé si mis asuntos son más importantes que la marcha de los caracoles, pero haberlos encontrado me produce siempre una emoción, un arrebato de felicidad pura y casi gratuita que no se justifica ni obedece a razones que pueda compartir.
Luego, además, vuelve a mí un pensamiento recurrente: lo fantástico no está en otra galaxia ni en otro tiempo, tampoco en la sobrestimada imaginación ni bajo otras leyes físicas. Por supuesto, esto es algo que saben algunos poetas, como Valéry, y los caracoles. La inmensa mayoría de los textos llamados fantásticos, la inmensa mayoría de las películas llamadas fantásticas y de ciencia ficción no resisten, palidecen y se desvanecen ante los ojos frescos que miran el mundo nuevo después de una tarde de lluvia, ante los caracoles que tímidamente aparecen en un estado poético puro, como si nada, como si vinieran de otro mundo.
Lo que he visto y lo que he pensado no puedo contarlo por ahí sin riesgo de parecer tonto. A nadie le interesa que vi caracoles cerca de mi puerta, que los encuentro francamente extraños y simpáticos y que iban no sé adónde, que encontrarlos me parece un milagro, lo mejor que me sucederá en toda la tarde, aunque algunos serán pisoteados, y que todo esto no puedo contarlo sin riesgo de parecer un tonto aunque lo sepan algunos poetas. No puedo decirlo a nadie, me digo, nadie entenderá que fuiste brutalmente feliz esta tarde porque viste caracoles en marcha después de la lluvia. No puedo decirlo a nadie, insisto, entonces me despido, cierro la boca y todo aquello aquí lo escribo.
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Escritor mexicano.
Autor de las novelas La rosa del calidoscopio y Telemaquia.
Comuníquese con el autor alfarollarena@gmail.com
Enrique es colaborador distinguido de Literatura Virtual.
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Enrique Alfaro Llarena
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