Salvador Díaz Mirón fue un poeta notable y un hombre violento,
colérico. Tuvo el talento para escribir una poesía
imprescindible, y también el hado funesto para salpicar su vida
de sangre, muerte y desgracias.
Injuriaba, insultaba y golpeaba, por lo menos, a cualquiera que
lo contradijera sobre una jugada de ajedrez o sobre la correcta
construcción de un verso (sabía gramática y latín) o sobre sus
ideas políticas. Retaba a duelo a sus adversarios, y mató más de
una vez. Por uno de esos homicidios estuvo en la cárcel, aunque
no fue juzgado y, luego, liberado.
Conoció el destierro, la distancia y el desamor de sus hijos, la
enfermedad y la muerte de algunos de éstos. En una de sus riñas
perdió movilidad del brazo izquierdo. Fue un político que usó su
poesía como arma política (con un poema irritó al dictador
Porfirio Díaz), diputado varias veces, amigo de Victoriano
Huerta, candidato a gobernador de Veracruz, director del
Instituto Veracruzano...
Pero lo que de veras no toleraba era la crítica a su poesía.
Pistola en mano pedía cuentas a los que se atrevían a hacer
comentarios no halagadores para Lasca, libro admirable.
Se creía sin la menor sombra de la duda el mejor poeta vivo de
América. Díaz Mirón era, todo un personaje. Uno notable, con
vida épica y trágica.
Es
difícil imaginarlo vulnerable, humilde, sencillo; apenas puede
uno imaginarlo débil, en una situación desesperada. Y sin
embargo, en mi familia materna todavía de vez en cuando aparece
la leyenda de Díaz Mirón, su trato cordial y afable con mis
mayores, en particular con Pantaleón Llarena, hermano de mi
bisabuelo, al que respetaba y apreciaba.
De
pronto, entre mis papeles, de una carpeta sale una copia de la
misiva que el poeta le envió a Pantaleón desde la cárcel. Es un
hecho conocido, y la revista Biblioteca de México, número
76, julio-agosto 2003, la publicó en facsímil gracias a la
colaboración de mi tía María Elena Llarena.
Dice el poeta, acaso en su peor momento, desde la cárcel:
»Al
señor Pantaleón Llarena
En
la ciudad» [Veracruz]
El
17 de junio de 1896.
Querido y estimado Pantaleón
Una
necesidad imperiosa me obliga a suplicarte, no sin pena, que me
facilites quince pesos.
Si
Dios me permitiere salir vivo de la cárcel, o si en ella
quisiera aliviarme de la miseria pecuniaria, te pagaré
religiosamente el dinero no los favores que te debo.
Cuenta con la eterna gratitud de tu pobre amigo que jamás
olvidará que su familia ha comido algunos días merced a tu
generosidad.
Salvador Díaz Mirón»
No
tengo razones para dudar, no asoma la menor sospecha, pero
tampoco tengo pruebas ni la certeza de que mi pariente le haya
prestado o regalado dinero al poeta. A pesar de la variopintas
opiniones que despierta su vida, su leyenda, me gusta imaginar
que contó con ese dinero.
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