En la escena del desayuno de
esa pareja de ancianos cabe un instante de su cotidianidad y sus
años de matrimonio, que son tantos que pareciera que siempre
estuvieron juntos cumpliendo cabalmente todas las etapas de la
vida y ya no podrían vivir a plenitud el uno sin el otro; se
siente y se respira la vida en común, su soledad acompañada, el
paso implacable del tiempo y el desgaste, la decadencia de las
facultades, la decadencia de la carne, el ataque o el ictus
como un rayo que anuncia el inexorable principio del fin.
En ciertas secuencias, en los espacios de ese departamento tan
burgués como parisino, los ambientes, la relación con los
objetos recuerda con sutileza la mirada magistral y el cine de
Ingmar Bergman. En los gestos, siempre tan pequeños como
relevantes, en esas acciones que pareciera que nada aportan,
surge la historia que nos cuenta Michael Haneke en su película Amour,
que también podría haberse llamado "El amor conyugal" o "La
vejez" o "La decrepitud".
En ciertos planos, con una economía de medios y personajes,
surge la música (Schubert por delante), la distancia abismal e
insalvable de la hija hacia sus padres, el giro de la vida hacia
el drama y sus devastadores consecuencias.
El guion, tan eficaz, que dice tanto con sus largos silencios,
con sus ausencias, con lo que no dice y sugiere, podría ser
rechazado por insuficiente en una escuela de guionistas, y se
torna tan rico y sabio en esa mirada fina y discreta que define
el gran cine, en las actuaciones imponentes de Jean-Louis
Trintignant y Emmanuelle Riva.
¿Qué hacer cuando la vida se acaba en vida? Enfermamos porque
estamos sanos, nos recuerda Montaigne, y moriremos porque
estamos vivos. ¿Cuál es la solución para tener en el tiempo
justo una partida digna?
En la escena central de la película, en el momento de la
decisión más difícil de su vida, que pareciera tan impulsiva
como surgida de la caridad y la misericordia o del fondo del
amor, él realiza una acción que remite y recuerda a Betty
Blue (37.2 le matin), aquel filme de Jean-Jacques
Beineix, con Béatrice Dalle, que a fines de los años ochenta
causó una pequeña conmoción. A veces, los hechos definitivos,
los actos trascendentes, generan un arte a la altura de las
circunstancias.
El gran cine evoca al cine, ilumina la vida, nos conmueve y se
fija en la memoria para siempre.
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