El
23 de agosto de 2012 llovió uno de esos ensayos del
Diluvio que a veces anegan la ciudad de México. Gerardo Ortiz
Gutiérrez, arquitecto de 53 años, hizo su última llamada
telefónica poco antes de la medianoche, le informó a su hermana
que la Avenida Insurgentes Sur y su coche estaban inundados. La
llamada se cortó. Dejó el coche y, con papeles y documentos en
la mano, trató de llegar al andén de la estación La Joya del
Metrobús, más alto que el nivel de la calle. No lo logró.
Testimonios de automovilistas coinciden en que vieron a un
hombre abrirse paso en el agua, cruzar la avenida y desaparecer
antes de llegar a la estación. En Facebook un testigo apuntó que
vio a un hombre caminar por el carril del Metrobús, con el agua
a la cintura, y que de pronto, sí, desapareció.
Gerardo Ortiz Gutiérrez fue tragado por una alcantarilla sin
tapa. La fuerza descomunal de la corriente lo arrastro por el
sistema subterráneo del drenaje. Los bomberos lo hallaron una
semana después, en la red de tuberías, en el subsuelo del centro
de Tlalpan, a kilómetro y medio del sitio en que desapareció. El
cuerpo fue identificado sin contratiempos por la familia; entre
sus ropas encontraron sus pertenencias y documentos de
identidad.
Heródoto, en Clío, el primero de los nueve libros de su Historia,
narra el encuentro entre Solón, sabio y legislador ateniense, y
Creso, rey de los lidios. Éste, guerrero y conquistador,
inmensamente rico y poderoso, pero sobre todo enfermo de
vanidad, le preguntó a su huésped si conocía al hombre más
dichoso del mundo. Creso esperaba un elogio sobre su persona,
quería escuchar del sabio que él era el más afortunado, pero
Solón menciona a Telo, el ateniense, que tuvo una vida
afortunada porque vio crecer a sus hijos y sus nietos, todos
hombres de bien, con cualidades físicas y virtudes morales, en
una ciudad próspera, y que tuvo una muerte gloriosa, pues en la
batalla en defensa de su patria puso en fuga al enemigo y lo
sepultaron con honores.
Creso, sorprendido, insistió. ¿Y luego de Telo quién es el
hombre más dichoso? Solón menciona a Cléobis y Bitón, dos
naturales de Argos, que a falta de bueyes arrastraron más de
ocho kilómetros cuesta arriba el carro en el que iba su madre,
sacerdotisa de Hera, a una ceremonia en honor de la diosa. Entre
elogios de la multitud, la madre pide con fervor a Hera que les
concediera el don más preciado que puede alcanzar un hombre.
Cléobis y Bitón se retiraron a descansar y ya no se levantaron.
Creso, molesto, soberbio, le recrimina a Solón que a pesar de
sus súbditos y riquezas, de las tierras y pueblos conquistados,
no lo considere entre los hombres felices. Solón, prudente y con
pesimismo ateniense, le dice que de los poco más de veinticinco
mil días que es el término de la vida humana, no hay uno
idéntico a otro y que la vida es una serie de calamidades, por
lo tanto no puede llamarlo feliz ni dichoso hasta que no
concluyan sus días. El infortunio puede estar al acecho, por
ello mientras no se sepa cómo muere un hombre, es prudente
suspender el juicio y no llamarle feliz o dichoso pues se ha
visto desmoronarse la fortuna de los más favorecidos.
Hay
maneras de morir. La enfermedad o la violencia de los hombres,
un suceso lamentable suele ser casi siempre la causa. Borges nos
recuerda que morir sin agonía es una de las felicidades que la
sombra de Tiresias promete a Ulises. Desearla, no es un hecho
frívolo ni intrascendente. No puedo recordar quién dijo que la
muerte es la prueba que todos superamos. No le falta razón. El
punto central es, entonces, las circunstancias y el tiempo que
necesitamos para irnos.
De
pronto, un día, los poderes del mundo, las armas homicidas, la
furia de los dioses, las fuerzas descomunales de la naturaleza
ponen fin a la vida de un hombre. Caer en una alcantarilla y ser
arrastrado por la corriente al inframundo de la ciudad es tan
extraño e improbable como la abducción por extraterrestres.
Unos
mueren en el campo del honor, otros con dulzura mientras
duermen; pero los más lo hacen con dolor y violencia, antes de
tiempo (siempre se podría pedir un día más) o con inhumana
lentitud. No encuentro respuestas que expliquen las infaustas
circunstancias, sólo sé que no siempre los hombres de bien,
según Solón, han sido los más felices.
|