A medio
vuelo, sobre Francia,
a once mil seiscientos metros de altura, Patrick
Sondenheimer, capitán del vuelo 4U-9525 de
Germanwings, dijo que abandonaría la cabina para
ir al baño. Antes de marcharse, le dio
instrucciones al copiloto Andreas Libitz:
«Prepara el aterrizaje en Düsseldorf.» La
respuesta fue «lacónica», según Brice Robin, el
fiscal jefe de Marsella, narrador impecable de
la tragedia.
«Ojalá. Vamos a ver», fueron
las palabras del copiloto que ni Sondenheimer ni
nadie hubiera podido interpretar correctamente,
en su macabro y fatal sentido. Libitz, de
veintisiete años, sabía que el avión no
aterrizaría en el aeropuerto de esa ciudad
alemana, ni en ningún otro. Tenía otros planes,
y para cumplirlos le ofrece al capitán hacerse
cargo de la nave mientras éste se ausenta.
El capitán Sondenheimer se
prepara para salir, uno puede imaginar que se
levanta y le dice: «Puedes asumir el mando.»
Luego, se oyó el ruido de una puerta que se
cierra. El capitán nunca volvió a tener el mando
del avión, nunca volvió a la cabina.
El copiloto Andreas Libitz,
una vez solo en la cabina, cerró la puerta con
un mecanismo que impide abrirla desde fuera,
tomó el control del avión, tomó en sus manos las
vidas de las otras ciento cuarenta y nueve
personas que iban en el avión, y la suya propia.
Las acciones del copiloto
Libitz, ya investido en el piloto de la muerte,
en asesino en masa, no dejan lugar a dudas: el
avión empezó a perder altura. El capitán, una
vez de vuelta, quiso entrar a la cabina: «¡Abre
la puerta!» «¡Abre la maldita puerta!», le
gritaba a Libitz una y otra vez mientras
golpeaba la puerta con las manos y los pies.
No es fácil imaginar las
reacciones de los pasajeros en los últimos
minutos del vuelo, cuando hayan comprendido con
absoluta lucidez el fatal desenlace, su
respuesta ante la inminencia de la muerte,
aunque las grabaciones registran sus gritos. No
es fácil tampoco imaginar las reacciones de
Andreas Libitz, menos aún sus razones, cómo
justificaría ante sí mismo sus actos, mientras
llevaba al avión con profesional pericia a
estrellarse en una montaña de los Alpes
franceses.
Esta escena, que podría
emocionar en la pantalla a los aficionados al
cine de acción, y que la literatura no supo
imaginar, encierra una versión dramática del
horror. Tratar de imaginar que el copiloto se ha
encerrado en la cabina mientras el piloto grita
y patea y trata de abrir la puerta y que el
avión se precipita a tierra a una velocidad
vertiginosa debe ser una de las formas del
horror de nuestro tiempo.
Una caja negra registra datos
técnicos sobre el avión y las vicisitudes de su
vuelo, el trayecto, la velocidad, la altitud,
las acciones de los pilotos; otra caja guarda
las voces, los ruidos en la cabina, y se
convierte en la depositaria de la dimensión
humana, en el guión sonoro de una tragedia. Se
vuelve de pronto en el único testigo, en una
suerte de supraconciencia, en el depósito de una
verdad a la que tal vez no tendríamos acceso por
otros medios. Y sin embargo nada nos dice de
Andreas Libitz en esos minutos finales; al
parecer su respiración era normal. No hay nada
que nos hable de él, no hay exclamaciones ni
llanto ni gritos ni palabras.
Lo que sabemos nos habla de
su depresión, pero no de las razones para no
quitarse solo la vida, segar de golpe sólo su
vida. Todo lo que sabemos es esa información
que, en el caso del cine, se puede quedar en el
cuaderno de los borradores, lo que puede
imaginar un guionista y que no hace falta
llevarlo a la pantalla. Si esta pesadilla
hubiera sido una mala película...
Andreas Libitz interrumpió
por un tiempo su formación como piloto debido a
una depresión (William Styron ha escrito con
lucidez un libro esclarecedor sobre ella), y
había visitado a médicos y psiquiatras por sus
"tendencias suicidas".
Unos días antes había
consultado páginas de internet sobre formas de
suicidarse y sobre los mecanismos que cierran
las puertas de las cabinas de los aviones. El
día de su infamia tenía baja médica y no debió
de haber volado, y sin embargo, a pesar de los
exámenes y los controles, estaba ahí, solo, con
sus fantasmas y sombras, en los mandos de la
cabina del avión.
Una mujer que un tiempo salió
con Andreas Libitz (un chico estupendo, dicen
vecinos, compañeros y conocidos) tiene una
respuesta, ella lo tiene claro: «Lo hizo porque
se dio cuenta de que sus problemas de salud
impedirían su gran sueño, que era ser capitán de
vuelos de larga distancia en Lufthansa», y una
psiquiatra explica el resto: «no se suicido
solo, sino que mató a todos los pasajeros porque
quería compartir su agonía».
¿Se le hubiera ocurrido esa
respuesta a un guionista? ¿De qué está hecha la
literatura? De palabras cargadas de historia, de
trozos imaginarios de vidas, de lo que sucedió y
lo que pudo haber sucedido. Y aun así hay
situaciones que nadie había imaginado.
A ese pobre diablo enfermo
que se llamaba Andreas Libitz, a ese asesino
masivo, le encantaba volar. Y su lugar favorito
era sobre los Alpes franceses.
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Escritor mexicano.
Autor de las novelas La rosa del calidoscopio y Telemaquia.
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Enrique Llarena es colaborador distinguido de Literatura Virtual.
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