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Un negocio con futuro
Carlos Suchowolski Kohn |
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Toda mi vida fui una especie de lobo solitario, y siempre me enorgulleceré de serlo a pesar de lo que he debido y debo soportar por ello al verme sometido a las leyes de los hombres y su miserable tabla rasa. Así y todo, debo a ello mi supervivencia en esta selva de borregos, buitres, hienas, mundo de carroña y carroñeros, que es la sociedad en la que he nacido. Esa idiosincrasia me ha provisto del olfato y la fuerza que necesitaba para afrontar estos tiempos de crisis económica y del sálvese el que pueda, cuando a mi negocio independiente comenzaba a hacérsele difícil resistir la competencia de las cadenas de franquicias. De modo que, acorralado pero dispuesto como nadie a correr con cuanto riesgo hiciera falta, decidí considerar las nuevas oportunidades que se me presentaban a la vista. La miseria que se propagaba a mi alrededor habría de servirme para conquistar el éxito: ahí estaba la clave. Claro que muchos opinarán que debí ser más cauto y evitar que un inevitable exceso de vanidad acabara pasándome factura... Pero, tras años de marginación, por fin mi arriesgada decisión acabó procurándome muchos amigos y admiradores; algo que alteró hasta cierto punto mi vieja manera de sentir y ver las cosas y que, cuando recupere la libertad pienso, igualmente, aprovechar. Lobo rey de los lobos. Sin duda fue la vanidad, peligrosa pero alentadora, la que me empujó a revelar el secreto de mi éxito apenas los resultados de mi local comenzaron a ser espectaculares. Había superado hasta tal extremo mis expectativas a tan sólo unos meses de aplicar las primeras innovaciones al negocio que no pude reprimir los impulsos de vanagloriarme. Tenía que contarle a alguien, a uno al menos, lo hábil que había sabido ser para sobrevivir en la selva ciudadana, más allá de las trabas que nos imponen a nosotros, los emprendedores, con todo ese cacareo hipócrita de que se quiere salir cuanto antes de la crisis haciendo al mismo tiempo cada vez más rígidas las leyes puritanas… Y en seguida tuve la deliciosa idea de procurarme un discípulo al que iniciaría en el negocio, aunque lo que descarte en cuanto lo pensé mejor. No, me dije, a un lobo solitario le cuadra más un admirador, un admirador tomado del montón, que un sustituto. Sería, concluí, menos peligroso; sin el interés que la envidia y la codicia, el ansia por la sucesión propia de un pupilo o un compañero llevan a la traición. Yo prefería ser visto en lontananza, en lo alto de una colina, temida y respetada por todos mi silueta oscura al recortarse contra el cielo y la luna. De inmediato pasé a pensar qué método usaría para escoger al afortunado al que revelaría el secreto que tan celosamente había ocultado tras el cinematográfico nombre de mi bocadillo estrella; una delicadeza que cada día de la semana ofrecía con una salsa y un complemento diferente, a cuál más exquisito, en juego con mi invariable básica especialidad. Un nombre críptico pero sugerente, tal vez en demasía, quizá la punta visible de mi imperiosa necesidad de confesar. Por fin, escogí una idea que no podría inducir sospecha alguna en público y los ocasionales visitantes, permitiendo, sin embargo, que uno, sólo uno, resultase agraciado. Y mientras mis beneficios continuaban aumentando de manera espectacular gracias a lo reducido de mis costes, me dediqué a darle una forma comercial. Apelando a mi imaginación, que volvió a mostrarse productiva —una imaginación que parecía provenir de mis colmillos —, decidí organizar un concurso con motivo del supuesto aniversario de mi entrada en el negocio de la comida rápida, lo que anunciaría al día siguiente dando por cierto que mis clientes habían llegado a ser más de novecientos noventa y nueve mil novecientos catorce (cuenta que nunca se me habría ocurrido llevar). Y como cada día, sobre todo por las noches, pasaban por el restaurante unos ciento cincuenta comensales como mínimo… sería del todo imposible que, esa misma noche, no pudiera premiar con la revelación de mi secreto culinario al cliente número un millón. Yo mismo fabriqué dos grandes y vistosos carteles para los escaparates y coloqué otro más modesto a un lado de las puertas de entrada, indicando con una flecha dónde se hallaba la maquinita expendedora de números a extraer, en la que había puesto un rollo numerado que empezaba por la supuesta novena centena alcanzada al final de noche pasada, exactamente en el número 915, permitiendo así que esa misma noche alguien extrajera el mil. Me pareció excesivo redactar un folleto con las bases del concurso donde, además, explicara que los números hacían referencia a unidades de mil, y que por tanto el mil representaba el millón. En todo caso, se lo explicaría verbalmente a quien lo preguntase: la idea era que la gente pensara que el premio se llevaba ofreciendo desde hacía un buen tiempo y no que estaba preparado para que fuera obtenido esa misma noche... porque ya no podía contenerme más. Pero no era yo el único en el mundo en tener una imaginación y una astucia a toda prueba. Me refiero a la del individuo que resultó ganador, de quien nunca tuve la menor sospecha. Por el contrario, me había fiado de él desde un principio, e incluso creo que había llegado a desear que el premio fuera para él. De modo que cuando resultó agraciado, me alegré, me pareció... justo; sí, vaya curiosidades de la vida: ni más ni menos “justo”. Qué le vamos a hacer: fue un claro resultado de mi ingenuidad y, ciertamente, de mi suficiencia. Qué queréis que os diga, me pareció “justo” revelarle mi secreto al cliente más asiduo, alguien que se presentaba todas las noches sin interrupción, incapaz de perderse ni una noche mi suculento bocadillo, y quien, hasta que se identificó después de escuchar mis revelaciones, daba por hecho que repetía y repetía sólo porque le gustaba… Sí, le gustaba, incluso lo confesó después, mientras me llevaba detenido, pero no “sólo” por eso había ocupado un lugar en la barra de mi restaurante todas esas noches. ¡Vaya!, me dije, me había estado vigilando desde que renovara mi negocio (es decir, desde los primeros aprovisionamientos). La creciente desaparición de mendigos y ancianos, principalmente en mi barrio (gracias a mi campaña de un bocadillo gratis semanal), cuya proliferación precisamente me habían inspirado... lo habían hecho sospechar. Aunque también, reconoció, al verme “prosperar tan rápido”... Entonces lo miré fijamente a los ojos, exigiéndole que se sincerara ahora que ya me había atrapado. Entonces se dio el gusto de decirme que había hecho trampas para ganar y de ese modo limpio obtener mi confesión sin presión alguna: esa noche, me dijo, entró subrepticiamente en la tienda y manipuló el rollo de la maquinita, quedándose con el número 1000 para pegar luego el novecientos noventa y nueve al millón uno y rebobinar el rollo. Yo lo miraba más expectante que maravillado, en espera de lo que más me interesaba. No podía dejar pasar la oportunidad que seguramente no se repetiría, de modo que le solté de improviso: —¿Te gustaban, verdad; como a todos...? Y pude apreciar, ¡eso no se le escapa a un lobo!, que evitaba mirarme y decía como para conservar la dignidad: —Tú también hiciste trampa... el rollo empezaba en un número muy superior al de los clientes que habían pasado por el restaurante... No sólo los contamos sino que los hemos fichado... ¿Qué fue? ¿No aguantabas las ganas de confesar? Pudo haberme detenido antes..., ¡claro que sí!, pero lo prolongó todo lo que pudo. Hasta que yo mismo lo acorralé, arriesgándolo todo; y me lo reprochaba. Increíblemente, había conseguido de un extraño modo que fuera mi cliente más dilecto quien fuese el primero en descubrirme, algo que ya había sucedido pero que no lo hubiese sabido de no haber montado aquella lotería... Una victoria pírrica por ambas partes, pensé para mis adentros, y preferí dejarlo de ese modo: cada cual con sus secretos desvelados a medias; aunque yo estaba más satisfecho de la mía que él de la suya. ¡Ja, me dije mientras reforzaba mi autoestima! ¡Más que un policía, había sido mi cliente, mi cliente un millón, que lamentaría como muchos, o tal vez más que los demás por sucumbir al oficio antes que al deseo, perderse en adelante mis sabrosos bocadillos de carne! En el fondo, todos éramos lobos solitarios, sólo que nos nos conocemos, y de no ser por las leyes, la moral hipócrita y la insoportable burocracia que nos ahoga (sin la cual, mi negocio habría podido prosperar sin límites, hasta desplazar por completo a la competencia), todo habría sido diferente; quizás habríamos llegado a ser una enorme manada. El orgullo hinchió en ese instante mi pecho, y cuando mi cliente me dejó en la comisaría alcancé a decirle, antes de que se separara de mí, que no se preocupara, que la cárcel no conseguiría reformarme y que, mediante un comportamiento ejemplar, que mantendría en nombre de todos nosotros, conseguiría salir lo antes posible, con el ánimo incólume, listo para volverle a ofrecer al mundo lo que le satisfacía.
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Escritor argentino
Nació el 16 de Enero de 1948, en Mendoza, Argentina, pero vive en España desde 1976, estableciéndose definitivamente en Madrid. En 1988, resultó finalista en el concurso internacional de cuentos que organizó la editorial Ultramar con el cuento "El pico en su sitio..." (cuyo título actual es "Comer con el pico y batir las alas hasta que haya máquinas en el cielo") que se publicó por vez primera en la antología "La fragua y otros inventos" de la mencionada editorial. Publicó diversos cuentos y microcuentos en revistas impresas y electrónicas como Black Hole, Sinergia, Artifex, Axxón, Químicamente impuro, Minatura, Planetas prohibidos, Nuevas narrativas, etcétera, y fue tres veces seleccionado por la Sociedad Española de Ciencia Ficción en 2004 y 2007 para integrar sus colecciones anuales de “los mejores cuentos” publicados o escritos en el año a juicio de los distintos responsables de selección. Algunos de sus relatos fueron traducidos al flamenco, al búlgaro, al ruso, al italiano y al inglés, para diversos sitios virtuales en la Red. Por dos veces, en 2009 y 2011, fue finalista en las respectivas ediciones del Concurso Kan de Oro que se celebra en el marco del Congreso de Ciencia Ficción y Fantasía de Sofía, siendo los cuentos seleccionados para las antologías que el Congreso edita al año siguiente. En 2007, Mandrágoa editó su novela “Una nueva conciencia”. Este año se prevé la publicación en Buenos Aires de una colección de cuentos que llevará por título "Nueve tiempos del futuro".
Está escribiendo, corrigiendo y organizando nuevos cuentos para nuevas colecciones, y trabajando en las fases finales de un ensayo y de una segunda novela.
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