Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links
El hombre y su semejanza
Anselmo Bautista López |
|
Hoy, mi padre, Isaías Asionov, ha sido asesinado.
Mi
mexicano abuelo, contratado para tocar su
esplendoroso violín en la Orquesta Filarmónica
de San Petersburgo, allá en los territorios del
Kremlin, conoció a la gran bailarina de danza,
Rinat Asionov, sin imaginar que el cruce de sus
miradas los llevaría a unir sus vidas y traer al
mundo al pequeño Isaías.
Según
consta en algunas notas que hallé en un
antiquísimo iPad que mi abuela heredó de su
madre –un aparato inútil desde sus inicios hoy
sólo puede verse en el Museo Nacional de
Tecnología–, se refiere a él (a mi abuelo), como
“el único violinista que sabe reproducir sonidos
celestiales.” Aún a mi edad no alcanzo a
comprender esta expresión. Tengo entendido, por
mi instrucción académica, que la religión era
cosa muy practicada en aquellos tiempos. He
leído algunas piezas de la Biblia en el museo de
Historia, pero mi entendimiento no alcanza a
comprender lo que ahí se dice, sobre todo cuando
se habla de un Dios creador del hombre y del
Universo. Y lo mismo es para cualquiera de mi
generación. Los hombres más viejos se niegan a
hablar de ello, y los que se atreven a hacerlo
lo hacen de manera muy ambigua. De cualquier
modo, lo histórico es un tema que en general
poco interesa saber.
Mi abuelo
quería que Isaías naciera en tierras mexicanas,
no sé si por un capricho o tenía razones para
ello. Lo cierto es que volaron de Rusia a
Laredo, USA., por ser más práctico cruzar por
tierra a Nuevo Laredo, México, lugar donde
nacería Isaías por así tenerlo planeado. Sin
embargo, tan pronto bajaron del avión, mi abuela
tuvo que ser hospitalizada porque mi padre
adelantó su nacimiento. Así fue como en tierras
gringas Isaías Asionov, abrió por vez primera
sus marrones ojos y en automático adquirió las
tres nacionalidades a las que después viajaría
en total libertad, sin los límites que
representan las leyes migratorias a los
extranjeros.
Fue un
hombre afortunado e inteligente. De chico mataba
moscas con una liga, levantaba su cadáver y la
examinaba en el microscopio preguntándose cómo
era posible que tal insecto pudiera haber
acompañado al hombre desde la prehistoria. E
incluso, le atraía tanto la mosca que a sus
amigos les preguntaba: ¿qué fue primero: la
mosca o la mierda?
Estudió
biología y química en Rusia; robótica y
cibernética en Estados Unidos; y sus grandiosos
inventos los realizó en México. Se graduó con
honores en cada disciplina lo que le valió la
invitación de colaborar en el CERN en el
departamento de Desarrollo Tecnológico para el
Estudio de Partículas. Pero sus inclinaciones
eran otras y abandonó aquella gran oportunidad
para impartir la cátedra de Biotecnología en el
Tecnológico de Monterrey.
Su
primer invento fue una mosca burda de tamaño
normal para utilidad clínica la cual podía
limpiar los tejidos necróticos de las heridas
que se resistían a sanar. Aunque el invento
llegó un poco tarde para la ciencia médica, no
fue descartado del todo su uso. Las heridas por
graves que parezcan, hoy en día, se curan en una
sola operación con tejidos de células madre y se
cubre la herida con una capa sintética que
simula la piel la cual se va despellejando con
el tiempo como aquella piel que ha recibido
demasiados rayos de sol. Y si con este método es
irreparable la lesión, sencillamente se le
fabrica una prótesis cibernética que tendrá la
misma funcionalidad que la extremidad dañada sin
que se llegue a notar el reemplazo. La utilidad
de “la mosca curativa de Asionov” sobreviene,
entonces, en aquellos pacientes que aún se
resisten a los avances de la medicina
reconstructiva y que prefieren métodos curativos
que van quedando en desuso.
Pero las
inclinaciones de mi padre iban más allá.
Abandonó su cátedra para experimentar a tiempo
completo y hasta la saciedad con moscas por ser
éstas su mayor atractivo desde la infancia. Esto
nos llevó a la banca rota. Mi padre tuvo
necesidad de hipotecar la casa que heredó de mis
abuelos para continuar con sus investigaciones,
a despecho de mi madre.
–Si logro
hacer que una mosca viva el doble de su vida
normal habré dado un gran salto a la humanidad…
el hombre podrá vivir fácilmente 200 años.
–¿Y para
qué? –le pregunté en mi juventud algo
desinteresado.
–¿No te
gustaría llegar a ser eterno? –dijo con grandes
ilusiones de científico inventor.
–Ya los
vampiros nos han dado muestra de lo aburrido de
la eternidad –inquirí sin ánimo de contradecirle
ni bajarle la moral.
Tampoco
pareció importarle mi argumento porque se
enfrascó hasta la obsesión en sus experimentos
con la mosca y otras cuestiones, tanto que mi
madre nos abandonó por Ranminel, un comunicador
de una importante televisora.
Sus
esfuerzos dieron frutos antes de que la
institución bancaria hiciera efectivo el embargo
sobre nuestra casa. Me despertó un día, a las
cuatro de la mañana, para darme la noticia.
Había inventado un separador eficiente de las
moléculas de agua (hidrógeno y oxígeno).
–¿Sabes lo
que eso significa?
Por mi
somnolencia no respondí.
–¡Adiós a
la combustión de etanol y a los motores
eléctricos! –dijo eufórico como un científico
loco y esquizofrénico.
–Pero,
papá… ese procedimiento no es una novedad. Se
usaba desde principios del siglo XX.
–¿Crees
que no estoy enterado? –me dijo con cierta
reprimenda–. Pero ven, obsérvalo por ti mismo.
Casi me
llevó arrastrando a la cochera donde me hizo una
muestra de su invento. En efecto, el motor
estaba desconectado del alimentador de etanol,
en su lugar tenía instalado un aparato en forma
de cilindro del tamaño de mi mano que, a decir
de mi padre, era el convertidor; y al otro
extremo conectado a un depósito con agua.
–Enciende
el auto y te sorprenderás –me alcanzó el
control.
Efectivamente, el auto arrancó pero yo seguía
desinteresado; su invento no era para
sorprenderse. Y él lo sabía.
–Ahora
ven, ¿desde cuándo los autos requieren de
acumulador de energía?
–Desde
siempre –respondí.
–¿Ves por
aquí algún acumulador?
Eché un
ojo al motor. No había ninguno y pensé que me
estaba haciendo una broma. Pero mi padre jamás
me había hecho broma alguna como para que yo
comenzara a sospechar de una jugarreta. Y como
sabía que no le daría ningún crédito hasta que
no me sorprendiera, comenzó a explicarme y a
mostrarme el nuevo funcionamiento.
–La pila
–me la mostró– acumula la suficiente energía
para encender el auto en caso de estar en
completa obscuridad… esa es toda su función…
La pila
cubría un cuarto de mi mano, tan pequeña que no
podría acumular suficiente energía como para
hacer funcionar siquiera los limpiadores. No
había en el mercado algo igual. Conociendo de
antemano mi pregunta, mi padre me dio la
respuesta mostrándome en el toldo una línea de
celdas solares.
–Esta
línea de celdas solares que he colocado en el
toldo las he construido con resistentes
filamentos que multiplican el calor que reciben
de la luz blanca que se desprende de este techo
–miró hacia arriba–, suficiente para hacer
funcionar todo el sistema eléctrico con el motor
apagado. Si estuvieras en algún lugar donde no
hay luz solar o luz pública y la pila fallara
para arrancar el auto, sólo enciende la luz de
tu computadora de pulso sobre las celdas y
listo… volverá a funcionar.
–No creo
que el gobierno y mucho menos las compañías de
autos o productoras de energía quieran conocer
tu descubrimiento –apelé.
–Invento,
hijo… invento –dijo moviéndose de un lado a
otro, pensativo–. Esto es lo que por dos siglos
los magnates del petróleo y ahora los de energía
alternativa nos han ocultado. Por lo pronto,
hijo –dijo con una sonrisa ensoñadora apuntando
con su dedo el diminuto control que yo tenía en
las manos con el cual encendí el auto–, no
necesitarás de más combustible del mercado ni
recargar acumuladores de energía para que tu
vehículo ruede hasta que las piezas se
desgasten. Sólo cuida de que no le falta agua.
Finalizó y
se marchó a su recámara con paso cansado y ánimo
deteriorado. Yo lo comprendí. No era prudente
dar a conocer a nadie las adaptaciones que hizo
al vehículo o alguien se encargaría de
asesinarlo.
Fuimos
desalojados por el tribunal que ejecutó el
embargo de la institución bancaria y nos
mudamos, a las afueras de la ciudad, a una casa
abandonada por sus dueños que nos autorizaron
habitarla a condición de cuidarla y darle
mantenimiento. Ahí, mi padre se encerró por
largos años en la pieza que acondicionó como
laboratorio de sus moscas. Para comer, tenía que
rogarle y casi obligarlo. A regañadientes se
alimentaba con poco y yo me sentía mal por su
condición que lentamente se iba deteriorando.
Trabajaba día y noche. Muy pocas veces salíamos
a caminar a campo abierto donde sus
conversaciones sólo hablaban de sus progresos o
frustraciones, sus aciertos o equivocaciones.
Dejó de preguntar por lo que yo hacía. Ni
siquiera se enteró que yo ya había llegado a los
treinta, que había terminado mi carrera, que
estaba ejerciendo mi profesión y que tenía un
trabajo estable en la ciudad.
Pasó otro
par de años cuando una mañana, al despertar, me
encontré con una mosca gigante que me acechaba
insistentemente, tan alta como un hombre alto
parado bajo la puerta. Pensé, por un instante,
estar soñando. Pero no. ¡La mosca me habló con
gravedad!
–Levántate
y acompáñame.
El insecto
me dio la espalda. Sus alas aletearon sin
emprender el vuelo y salió del cuarto. Yo la
seguí con prudencia y en calzoncillos. Me llevó
hasta el laboratorio o centro de investigaciones
como a veces solíamos llamarlo. Entró y yo asomé
la cabeza buscando a mi padre temiendo lo peor.
–Siéntate
allí –me ordenó la mosca señalando el sillón de
mi progenitor.
Me senté.
La mosca levantó dos de sus patas y se limpió
los ojos, sus alas aletearon otra vez y luego,
se desprendió la cabeza apareciendo la de mi
padre.
–¿Te gusta
mi disfraz? –dijo sonriendo.
Yo estaba
realmente consternado y pensé que se había
vuelto loco o, por lo menos, que había perdido
el buen juicio.
–Cuidado
con lo que piensas –recriminó–. No he quedado
loco… sólo quiero mostrarte algo y luego, te
mostraré algo más.
Con sus
patas de mosca caminó hacia el baño y abrió la
puerta.
–Ya puedes
salir, Zintra.
Una joven
muy hermosa, de líneas perfectas, de algunos
veinte años, cubierta con un ajustado traje de
látex rojo caminó callada pero coquetamente
sonriente al centro de la pieza.
–¿Te
gusta, hijo?
Yo quedé
mudo. ¿Si me gustaba? ¡Jamás había visto o
imaginado algo igual!
–Es tuya,
te la regalo –dijo suspicaz.
–¡Padre!
–exclamé recriminándolo.
¿Cómo era
posible que pudiera tratar a un ser humano como
un objeto cualquiera? Él estaría de acuerdo con
mi posición. Podía yo exigirle se disculpara
inmediatamente con la jovencita y él lo haría
sin chistar. Poseíamos, socialmente, un elevado
respeto por la mujer, tanto que cualquier ofensa
era motivo de separaciones familiares drásticas,
e incluso la cárcel de enterarse el Estado.
–No seas
tonto, ¡es mi creación! –dijo elevando los
brazos como si con ellos quisiera sostener el
cielo o por lo menos el techo.
–Pero,
¿cómo? –me levanté del asiento estupefacto,
completamente sorprendido.
Caminé
hacia ella, la examiné lentamente. No dejaba de
mirarme con una vital y muy agradable sonrisa
que sentí piquetes de inyección en mi estómago
de un repentino enamoramiento.
Cierto es
que vivíamos entre personas que eran mitad
humanos y mitad tecnología. Mi padre mismo tenía
por corazón una bombilla. Yo tenía mi pierna
derecha hecha de cables, amortiguadores, y otras
cosas. Pero lo que yo estaba viendo era
inaudito. La joven no era un humano sino un ser
semejante al humano hecha completamente a base
de ciencia y tecnología.
–Y tiene
sangre –dijo mi padre que de inmediato,
tomándole una de sus manos, le pinchó un dedo.
¡Por las
alas de mosca de mi padre!, exclamé en mis
adentros. Una perfecta combinación de robótica,
cibernética y componentes humanos.
–Disfrútala al máximo, hijo. Funciona igual que
una mujer de carne y hueso, o de carne y
robótica. Excepto…
–Excepto,
qué.
–Excepto
que no puede tener hijos y no vivirá más de 28
días, como las moscas.
–¿Por qué?
–Aún no
puedo estabilizar la sangre. Ésta se irá
deteriorando y aunque ella no envejecerá ni
perderá sus facultades motoras, simplemente
dejará de moverse cuando la sangre se haya
podrido.
–¿Y puede
sentir?
–¡Oh, sí!
Tanto como un orgasmo.
–¿Y
pensar?
–Desde
luego… el mecanismo de su cerebro está diseñado
para desarrollar facultades cognoscitivas. Sin
embargo, 28 días son muy pocos para que adquiera
nuevos conocimientos. Así que sólo podrá pensar
y sentir aquello que de información la he
suministrado, a saber, el placer sobre las cosas
bellas como el sexo, el arte, la música… ahora
vayamos al patio.
Yo acepté
de inmediato salir de allí y preguntarle algunas
cosas sin que la hermosa joven nos oyera.
Encaminé mis pasos a la puerta…
–¡No!
–casi gritó mi padre para hacerme retroceder, y
añadió con dulzura–: Por aquí…
Me señaló
una puerta hechiza de su creación que comunicaba
al campo. Salimos. Llevaba en la mano su capucha
de mosca. Ya afuera y sin pronunciar palabra y
sin darme tiempo a preguntarle nada, se puso la
cabeza de insecto; con una de sus patas me tocó
el hombro en advertencia de que pusiera atención
y salió disparado por los aires con la velocidad
y desplazamiento de una mosca. No zumbaba. Su
vuelo era silencioso. Zigzagueaba. Lo vi venir
con la misma rapidez sobre mí, yo me lancé al
suelo pensando que me arrollaría por accidente
pero él se detuvo de golpe cerca de mis pies, se
limpió los ojos antes de quitarse la máscara y
yo me incorporé.
–¿Cómo has
podido hacer todo esto?
–Es
momento de patentar mis inventos y darlos a
conocer al mundo entero: el mecanismo de la
mosca hará que desaparezcan los autos. Y si no
desaparecen porque la gente se siente más segura
y a gusto manejando, ahí tenemos el separador de
moléculas del agua. Y para los que quieran dejar
de usar el orgamitrex ahí tenemos el prototipo
de Zintra.
El
orgamitrex es un aparato con inteligencia
artificial que representa el último adelanto en
estimulación sexual. Yo tengo uno en mi cuarto y
lo uso cada vez que quiero sentir los placeres
del sexo virtual. Se colocan algunos sensores al
cerebro que activan las neuronas del placer, los
ojos se cierran involuntariamente y comienza uno
a vivir una profunda experiencia erótica.
Primero hace un chequeo de los signos vitales e
interpreta las necesidades sexuales del usuario.
De acuerdo a los resultados comienza a
estimularlo al mismo tiempo que recibe
información sensorial del cuerpo para
procesarlo, interpretarlo e ir aumentando el
clímax hasta concluir en un intenso orgasmo. De
este modo, ofrece al usuario experiencias de
acuerdo a sus preferencias sexuales sean estas
heterosexuales, bisexuales, homosexuales,
zoofilias y otras parafilias típicas o atípicas.
Toda la experiencia ronda entre el aparato y los
deseos o fantasías eróticas del usuario. Al
mismo tiempo, impide los excesos. Ofrece el
mayor estímulo posible sin poner en riesgo la
salud del usuario. Si durante la experiencia
detecta signos de peligro, activa un proceso de
relajación de tal suerte que la “aventura”
termine en algo agradable y con una sonrisa
feliz.
Hay
ocasiones –a mi me ha sucedido– que el aparato
se desactiva automáticamente después del primer
chequeo. No obedece a ningún fallo sino a una
medida de seguridad. El orgamitrex deja de
funcionar si el usuario no está apto para ser
estimulado en ese momento. Normalmente esto
ocurre cuando se intenta abusar de él y someter
al cuerpo a un desgaste que no podrá resistir.
Tengo
entendido, por aquellas clases de sexualidad que
tuve en mi juventud, que fue hasta mediados del
siglo XXI cuando se dejó de hacer el sexo
corporalmente a la llegada de los primeros
orgamitrex. Vino a sustituir, también, a los
estimuladores de aquella época como eran las
revistas y videos pornográficos (al contenido de
tales materiales hoy le llamamos Educación
sexual). Se dice en la mitología de aquel siglo,
y anteriores, que el hombre poseía un pene
extraordinariamente largo, debido a su uso
constante. Ahora, apenas y se nos asoma, porque
en cuanto a sexo no tiene ya utilidad práctica
por la pérdida de cierta sensibilidad. Nos
regocijamos, es verdad, entre cuerpos desnudos
pero nuestros apareamientos obedecen a un
profundo sentimiento de cariño y ternura más que
a un deseo sexual. Por ello, escasamente
practicamos la penetración; y, por otro, la
satisfacción es menor a la que brinda el
orgamitrex, sin duda.
En cuanto
a la procreación no tenemos necesidad de
emparentarnos ni emparejarnos en cualquier
rincón. Los avances en la manipulación del
genoma humano han hecho posible que traer hijos
de forma tradicional no sea necesario. El
matrimonio, aquella institución primitiva, ha
desaparecido. Podemos tener hijos propios o
adoptados (en nuestra Era viene siendo lo mismo)
sin necesidad de que dos cuerpos desnudos se
unan y la mujer tenga que cargar un gran bulto
en su vientre durante nueve meses como nos lo
mostró nuestro profesor a través de un video que
se conserva en la videoteca del Museo de
Antropología.
Zintra,
desde luego, en sus cortos días, sustituyó
relativamente a mi orgamitrex. Llenábamos horas
de caricias, contemplaciones, miradas. Lo
curioso es que se comportaba como una experta
para despertar mis aletargadas zonas erógenas.
Alcancé una erección que le dio un poquito de
más volumen a mi miembro y pude sentir algo de
placer dentro de ella. Me sucedió como aquel
niño que se atraganta con algo que le gusta.
Descubrí, entonces, que la combinación de
sentimientos de cariño y ternura, no podrían
estar peleados con el deseo carnal, antes bien
se alimentan mutuamente y hacen más fuerte los
deseos de posesión, del sentimiento de poseer en
propiedad algo que no puede ser aprehendido.
Esta
última idea me sacudió. Estaba faltando al
respeto a la mujer. Nuestras leyes ordenan
castigar a todo aquel que tenga actos de
posesión sobre una o más personas. Y yo las
estaba teniendo porque de pronto desee que
Zintra jamás fuera tocada por otro.
En mi
mundo todos somos libres de practicar nuestra
sexualidad sin atarnos a nadie por sentimientos
de fidelidad. Podemos permanecer con una persona
por tiempo indefinido, y tanto uno como el otro
puede tener vivencias con otras personas. Esta
costumbre no significa “compartir a la pareja”
como nos lo dicen algunos pasajes de la
mitología mexicana. No compartimos a la pareja
sencillamente porque ella no nos pertenece. Sus
encuentros por fuera son voluntarios en el buen
uso de su libertad sexual. Y sabiendo esto, a
pesar de ello, en mí crecía algo primitivo: sólo
quería estar con ella, con Zintra, pero sucedió
que se cumplieron los 28 días –a decir verdad,
fueron 30– en que ella, de pronto, se quedó
tiesa con los ojos desorbitados. Su temperatura
comenzó a descender.
Cargando a
Zintra en mi hombro, entré brusco al laboratorio
y rogué a mi padre hiciera algo por ella. Él
sólo me dio unos golpecillos en la espalda y
continuó observando bajo su microscopio. Yo me
quedé con la duda si me ayudaría o no. Sin
hablar levantó su brazo y señaló la puerta
indicándome que saliera. Molesto dejé caer la
muñeca al suelo y salí furioso. Él tenía razón,
ya me lo había advertido con total claridad.
No hablé
con él hasta después de unos meses cuando me dio
la noticia de que había descubierto el modo de
prolongar la vida de Zintra, y no sólo la de
ella, sino al doble de la de cualquier humano o
medio humano. Se trataba de un dispositivo que
se incrustaba en el cerebro y estimulaba ciertas
neuronas que ralentizaban el proceso de
envejecimiento de las células.
Los
yogistas actuales son capaces de sanarse a sí
mismos con sus concentraciones y contorciones
corporales. Se habla de al menos dos (un hombre
y una mujer) que han encontrado en su profesión
la forma de lentificar el envejecimiento y la
prueba estaba en ellos mismos.
El ritmo
de vida cada vez más ajetreado impide que la
gente común pueda dedicar el suficiente tiempo
para alcanzar ese conocimiento a través del
yoga. Así que para ellos y sin esperar más que
una sencilla operación, estaba el “reductor del
envejecimiento” de mi padre.
Los
gánster de patentes nos abordaron de inmediato
en la casa que aún teníamos en posesión de cuyos
propietarios jamás volvimos a saber. Le
ofrecieron millones de pesos por sus
descubrimientos e inventos y tras largas
discusiones cedió únicamente los derechos del
“separador de moléculas del agua”, dejándose
para sí algunas copias de los planos.
Días
después descubrimos una intromisión en nuestra
morada, más precisamente, en el laboratorio.
Alguien había intentado robarse la información
de los inventos. Si algo debo reconocerle a mi
progenitor es que era muy previsor y nada
previsible. Temiendo algo así, toda la
información de sus inventos los tenía
resguardados en algún lugar secreto al que ni yo
mismo tenía acceso.
Con dinero
en la bolsa por la venta de su “separador de
moléculas” teníamos suficiente como para vivir
modestamente por algunos años (comparado a vivir
con mi sueldo y con lo que obteníamos de “la
mosca curativa” que se nos iba prácticamente en
la compra de material para los inventos de mi
padre), me propuso ponerme al tanto de cada uno
de los procedimientos de sus inventos.
Descubrí,
entonces, que la información la guardaba en una
diminuta memoria oculta en su dedo índice. Se
levantaba la uña y se conectaba al procesador,
descargaba la información que utilizaría,
trabajaba en ella, y luego hacía el respaldo
otra vez levantando su uña y borraba todo rastro
de la computadora.
Mi padre
debió incidirse a sí mismo el dedo para poder
ocultar la diminuta memoria que tenía capacidad
de almacenamiento de algunos terabytes.
–También
tú ocultarás un respaldo en tu propio dedo –me
dijo en un tono donde no cabía ningún gesto de
resistencia.
No fue
doloroso ni tardado. Y pronto nos dimos a la
tarea de transmisión y recepción de
conocimientos. Yo no era tan inteligente ni
experimentado como mi padre para entender tantos
planos tridimensionales, fórmulas y términos;
como tampoco estoy dispuesto a reproducirlos
aquí por cumplir mi promesa de guardar el
secreto.
Zintra,
podría vivir ahora unos treinta años con la
facultad de procesar información, reflexionarla
y transmitirla desde su propia perspectiva. No
necesitaba consumir alimentos pero debía tomar
un litro de agua antioxidante diariamente para
seguir funcionando y para conservar su
jovialidad. Pese a que podía desarrollar con su
mecanismo una fuerza muy superior a la de un
humano, sus movimientos eran muy delicados y sus
caricias muy sensitivas. Requería, como todo ser
vivo, de aminoácidos y proteínas –que podíamos
obtener en cualquier expendio farmacéutico– para
conservar la sangre en buen estado. ¿Necesidades
fisiológicas? Ninguna. El agua no era para
quitarle la sed ni limpiar su organismo sino
para que funcionara como los autos a los que se
les adaptara el “separador de moléculas de
agua”. (Y digo “a los que se les adaptara”
porque después de haber vendido la patente,
hasta la fecha no ha habido ningún auto u otro
tipo de máquina, excepto el mío, que funcione
con agua.) También tenía su línea de
micro-celdas solares en una especie de diadema
que las camuflaba. Su cerebro cuántico acumulaba
información y aprendía demasiado rápido. Se
expresaba cada vez con más propiedad. Era capaz
de resolver complejos problemas matemáticos con
total precisión y buscar información en su
memoria con capacidad de un Yottabyte a una
velocidad sorprendente. Podría ser eterna si no
fuera por la obsesión de mi padre de hacerla lo
más semejante a la condición humana. Tan
semejante que también necesitaba dormir aunque
fueran algunos minutos, tiempo que utilizaba su
sistema para hacerle un chequeo y algunas
reconstrucciones. Y creo adivinar sus razones.
No había motivos para crear humanoides para
servidumbre. La tecnología actual ya se
encargaba de eso con suma eficiencia e incluso
para abastecernos de todas las necesidades de
servicios y alimentos a través de la red virtual
y pagar, igualmente, con dinero virtual.
Utilizar a los humanoides como compañía, en mi
opinión, era contribuir de algún modo a la
desaparición de nuestra propia especie humana.
Si acaso, un buen empleo de ellos, era
utilizarlos en aquellas labores demasiado
peligrosas a la condición humana como el combate
a incendios, contención de catástrofes
nucleares, rescates o actividades similares.
Pero, seguro es que ninguna de éstas era el
propósito de mi padre sino la de estudiar y
evitar la vejez y mortandad irremediable del
humano. Pero, por otro lado, no imagino las
consecuencias de un mundo donde la vida eterna
exista y al mismo tiempo halla más nacimientos
cuyas nuevas vidas, a su vez, serán eternas.
¡Conoceríamos y conviviríamos con nuestro árbol
genealógico de varias generaciones! La
explotación demográfica sería tan basta que el
agua dulce no alcanzaría para todos, y la
eternidad lograda sería al mismo tiempo la causa
de nuestra destrucción aún cuando el hombre
pudiera hacerse las adaptaciones para subsistir
únicamente con agua de los océanos, aminoácidos
y proteínas sintéticas.
La
eternidad ha sido la obsesión de mi padre sin
descubrir en sus reflexiones que sería la causa
de una autodestrucción. Lo que significa que,
incluso, los humanoides no podrían burlar a la
muerte.
Charlando
al respecto con él, su computador de pulsera
sonó. Era Ranminel que lo invitaba a hacerle una
entrevista frente a las cámaras de televisión.
Reticente, mi padre aceptó. El comunicador era
un sujeto indeseable para nosotros. Cuando mi
madre se marchó con él –tal cual era un derecho
que le asistía en el ejercicio libre de su
sexualidad–, el comunicador se esmeró en
burlarse de mi padre, distorsionando,
seguramente, la información que pudiera haber
obtenido de mi madre. Se refería a él como un
“científico loco”, un practicante de alquimia,
un ser que gastaba su vida en obtener nada.
La ciencia
–decía– no está al alcance de un solo individuo
tal como era posible en el siglo XVIII. Hoy en
día se requiere infraestructura, fuertes
inversiones, y este hombre, Isaías Asionov, está
fuera del orbe actual…
Mi padre
aceptó la invitación por cuestión de orgullo.
Debía callarle la boca y devolverle aquellas
ridiculizaciones que hizo sobre su persona. Así
que Zintra y yo lo acompañamos a las
instalaciones. Nos colocaron detrás de cámaras y
vi a mi padre decidido a obligarle a retractarse
públicamente de sus palabras que durante años se
encargaron de humillarlo.
La
entrevista comenzó muy formal. El entrevistador
–actuando hipócritamente en su papel– dejaba
soltar alguna que otra pregunta insidiosa, de
doble sentido, sarcástica, lo que fue
enfureciendo a mi padre, cuyo coraje lo
disimulaba muy bien al dar sus respuestas que
contenían sutiles provocaciones.
Más que
una entrevista formal se convirtió en una
batalla de provocaciones disimuladas. Las
miradas eran retadoras porque, de algún modo, mi
padre pretendía arrancarle su reconocimiento y
el otro se negaba a otorgárselo. Tuve la
impresión de que había mucha ponzoña allí cuyas
causas de fondo las ignoro. Sin embargo, el
comunicador se fue viendo afectado, sobrepasado
y reducido. En el primer comercial, pidió a
producción que sólo haría dos preguntas más y
concluiría la entrevista que estaba programada
para dos cortes más. Mi padre se levantó
entonces y exigió en abierto a producción de que
si el comunicador no se disculpaba públicamente
de todo su sarcasmo e injurias hacia su persona,
entonces, algo incómodo iba a suceder.
Discutieron sus posiciones teniendo a producción
como moderador. No hubo arreglo y era hora de
salir al aire nuevamente. Ranminel retomó su
programa, hizo algunos avances y formuló la
siguiente pregunta. Fue entonces que mi padre
dijo:
–Antes de
responder quisiera decir algo –miró la cámara
que lo enfocaba y dijo: –Éste señor que tengo
aquí a mi izquierda, ustedes lo saben, se ha
dedicado a desprestigiarme y a insultar mi
inteligencia. Que si soy un científico loco, que
si estoy fuera del orbe… ¡No, no, déjenme
continuar… que tengo derecho a réplica! Y hoy
que le he demostrado lo contrario se niega a
reconocer que estuvo equivocado. No se puede
creer en las palabras de un comunicador de esta
naturaleza. No debería estar aquí informándole a
usted y a usted, porque seguramente son mentiras
o conjeturas sin fundamento las que dice como
todas las que dijo de mí. No merece ninguna
credibilidad…
Aquí, sin
que mi padre se diera cuenta, transmitieron
comerciales. Estaban fuera del aire y él seguía
hablando por desconocimiento. Pero el daño a la
imagen del impecable comunicador ya estaba
hecho. Ranminel, furioso y fuera de control, se
levantó y tomado su pluma se la enterró en el
pecho a mi padre. La bombilla que tenía por
corazón, explotó, y su cuerpo se desvaneció de
inmediato sobre el sillón.
Zintra y
antes de que cualquier otro reaccionara,
incluyéndome yo, se abalanzó como una fiera
salvaje sobre el asesino de su creador. Tomó con
una mano el cuello del homicida, lo levantó y
con la otra le propinó en el pecho crueles
zarpazos con sus uñas de acero que de inmediato
desgarraron sus ropas y piel dejando al
descubierto un tórax hechizo por donde no
escurría sangre.
Ella, en
cambio, recibió un fuerte impacto de rayos
provenientes de algún lugar y de algún guardia
que le destrozaron el pecho. El área se roció de
sangre y carne quemada.
Así fue
como hoy, después de varias décadas de no
registrarse ningún homicidio, mi padre, Isaías
Asionov, ha sido asesinado.
No sé qué
vaya a pasar con el cuerpo de Ranminel. De mi
progenitor y Zintra, por disposición legal,
puedo conservar sus cuerpos en cámaras
especiales que hacen posible un deterioro
gradual sin contaminar la tierra ni el aire como
lo hacían los panteones de nuestros ancestros.
Pero yo los mantendré congelados para darme
tiempo de encerrarme en el estudio de sus
investigaciones y rescatarlos, si me fuera
posible, de la muerte. Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links
Contador
de visitas para blog
|
Escritor mexicano Nacido en el Estado de Veracruz, y radicado en la ciudad de Nuevo Laredo, Tamaulipas, México. Edad: 44 años en mayo 2012. Estudios: Profesional Técnico en Asistencia Ejecutiva. Autor del Prisiones (2006) Historial: Laboré en la Procuraduría General de Justicia en el Estado de Veracruz (1989-1996); colaboro en Editorial Orbispress, la revista electrónica Culturadoor, el portal Peregrinos y sus letras, establecidas en Estados Unidos, país donde radiqué por seis años, y donde tuve contacto con escritores y eventos de literatura hispano-fronteriza; hoy en día radico en Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde soy fundador de Editorial Atreyo. |