Finalizaba 1972 cuando
entré a un estanquillo
de Monterrey, sin pensar
que iba a descubrir El
Cuento, revista de
imaginación, pues
alguien la había dejado
entre las publicaciones
dedicadas al futbol que
yo solía comprar. Me
refiero a Gol, de
hechura mexicana y El
Gráfico procedente de
Argentina. Quizá las
portadas mostraban a
Enrique Borja, Carlos
Bianchi y a Rubén Ayala
entre tantos otros
futbolistas destacados
de la época. No sé
porqué las ignoré para
revisar El Cuento, cuya
presentación era
diferente a las
utilizadas por los
editores nacionales,
pues se parecía al
formato pulp
estadounidense. Los
textos no eran muy
largos; algunos sólo
precisaban unas cuantas
líneas para contar una
historia. La sección de
correspondencia señalaba
los errores y aciertos
de quienes se atrevían a
enviar relatos para
publicar. Nunca imaginé
que Edmundo Valadés era
el autor de casi todas
las respuestas. Quizá
las leí de principio a
fin gracias a la
gentileza de un empleado
más atento al Jajá que
por importunar a quienes
tomábamos el negocio
como sala de lectura.
Quizá también leí dos o
tres textos hasta que me
decidí a comprar El
Cuento, a pesar del
futbol y el Jajá —una
revista de chistes y
mujeres en traje de
baño— que ahora puedo
referir, sin pena, como
otra lectura preferida
en mi adolescencia.
Compré el número 53 de
la publicación de
Edmundo Valadés. Hoy
recuerdo la portada,
porque la vi en el sitioMinificciones
de El Cuento, donde
Alfonso Pedraza atesora
todo lo relacionado con una
saga que alimentó la
cuentística, sobre todo
en Latinoamérica,
durante la segunda mitad
del Siglo XX.
El Cuento era
el espacio didáctico
donde Valadés dictaba
cátedras sobre un género
empeñado en modernizarse
con requerimientos
estrictos sin perder la
originalidad y el
interés de los lectores.
La redacción recibía
textos sin cesar de
cualquier parte del
mundo. Era el sitio
donde convivían maestros
de la escritura y
aspirantes deseosos de
encontrar espacio junto
a los consagrados. Ya se
hablaba de cuentos
mínimos al finalizar la
década de los sesenta.
Cada propuesta se
analizaba y recibía
contestación. Valadés
reiteraba la necesidad
de la corrigenda. Así
llamaba a la revisión
que depura los textos y
revela el arte de los
escritores si es que lo
tienen. La corrigenda es
un trabajo íntimo que
nadie debería desdeñar.
Era un taller literario
por correspondencia en
aquellos días en que el
servicio postal era
incierto e impuntual
como de costumbre.
En aquella sección
descubrí personajes como
la Señora de Nueva York.
Dama de incontables
apariciones y cartas
divertidas, aunque no
ofreciera cuento alguno
sólo el gusto de
platicar con el editor.
Otro visitante reiterado
era El Cuentista del
Tráiler; un chofer que
mandaba los cuentos
escritos mientras
recorría el país en
jornadas interminables.
Hoy puedo saber que se
llamaba Ricardo Cortez
Zapata, gracias a
Pedraza y Minificciones
de El Cuento.
El pasado abril estuve
en la Ciudad de México.
Asistí a una conferencia
de Juan Antonio Ascencio,
dedicada a Edmundo
Valadés. Ahí nos dijo
que el maestro nació en
1915, en Guaymas,
Sonora. Fue maestro
rural a los dieciocho
años en Tamaulipas y en
el Estado de México. Un
año después emigró a la
capital del país donde
trabajó como periodista
en diarios, revistas e
incontables misiones
culturales.
Aun resuenan en mis
oídos estas palabras de
Valadés, rescatadas por
Ascencio.
“Éste quien les habla,
padece la filtración de
las palabras. Al
escritor que no se bate
todos los días con
ellas, el idioma se le
achica. Por eso le será
difícil expresar cómo le
conmueve este acto, que
le suscita sinceras
reservas sobre si lo
merece. Calcula que no
ha podido acabalar sus
posibilidades creadoras.
En el recuento que hace,
buscando estar en paz
con sus alternativas, le
duelen las páginas no
escritas, y no lo
levanta la parquedad de
las que ha pergeñado.”
El Cuento tuvo
una primera época donde
sólo aparecieron cinco
ejemplares. Eso ocurrió
en 1939, pero renació en
1964 para alcanzar más
de 140 números donde
prevalecía el buen gusto
tanto en los textos
publicados como en el
diseño gráfico. La
revista enfrentaba los
problemas de
distribución y respaldo
financiero que suelen
enfrentar las
publicaciones literarias
de nuestro país. El
Cuento fue
semestral o trimestral o
irregular en diversos
periodos, pero no
disminuían las ganas de
leerla y uno la buscaba
en todos los expendios
posibles incluso en las
librerías de viejo de la
calle Donceles y en las
banquetas inmediatas al
Zócalo capitalino.
Encontrarla era una
recompensa multiplicada
al adentrarse en las
lecturas.
Fue en 1985 cuando
Guillermo Lavín me
invitó a participar en
un taller literario que
impartiría Edmundo
Valadés, en Ciudad
Victoria, mediante el
Instituto Tamaulipeco de
Bellas Artes. Aún ahora
me resulta difícil
recrear aquel encuentro
con un personaje querido
y admirado a la
distancia. Atestiguamos
sus comentarios con
avidez y a partir de esa
fecha pude saludarlo en
repetidas y afortunadas
ocasiones. Un día
Guillermo y yo nos
topamos con él en un
vagón del metro
capitalino en una
coincidencia milagrosa.
Otra vez acompañé a Toño
Huerta y a Juan José
Amador para llevar a
Valadés al aeropuerto
victorense, apenas a
tiempo, para que
abordara el avión de las
siete de la mañana tras
una velada interminable
suscitada en la casa del
mismo Guillermo
mencionado al iniciar
este párrafo.
En 1986 asistí a mi
primer encuentro de
escritores. Lo
organizaba el Museo
Pape, de Monclova,
Coahuila, para reunir a
los aspirantes de la
época en un homenaje
brindado a Valadés,
quien además presentaría
un libro: Sólo
los sueños y los deseos
son inmortales,
Palomita. Edmundo
Valadés. Hoy quise traer
mi libro autografiado
para presumir, pero no
lo encontré en mis
libreros.
Hoy estamos aquí para
recordar a un ser humano
de trato sencillo y
amable. Un personaje que
por estas fechas
recibirá homenajes en
diversas ciudades del
país y el extranjero.
Nadie los ordenó. Surgen
del cariño que supo
ganar como pocos
escritores lo han hecho.
El próximo 30 de
noviembre se cumplirán
veinte años de su
ausencia. Nos empeñamos
en recordarlo, porque
fue un maestro verdadero
en tiempos donde hay más
pedagogos que maestros.
Hoy mi querido amigo
Pedro Hernández Wilson,
integrante del taller
literario, leerá para
nosotros. La
muerte tiene permiso. Uno
de los cuentos
entrañables de Edmundo
Valadés.
Leálo aquí:
La
muerte tiene permiso
Edmundo Valadés