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Un sir de 90 siglos

 

Víctor Aquiles Jiménez

Obras del autor en Literatura Virtual

Cuento publicado en Hispanic Culture Review

correspondiente a la edición 2002-2003

de George Mason University, USA.


 

Esa mañana del día 8 de marzo de 1997, George Alan Scott desayunó de muy mal talante, porque parte del mundo que había construido se desplomaba a causa de varios hechos absurdos, entre ellos, la aparición de un pariente sanguíneo, muerto apenas hace 9.000 años (que volvería a matar de estar en sus manos hacerlo); de una disciplina como la Biología, que aunque le gustaba bastante no era su fuerte y, por los desafortunados periodistas, que al conocer esa noticia se precipitaron a lanzarla a los cuatro vientos.

Todo cambiaba de forma abrupta, de raíz. Ser doctorado en historia universal y etnología por la Universidad de Oxford en Inglaterra y catedrático respetado en la Universidad de Cheddar, su tierra natal, al sur oeste de su país, de nada le valdría. Lo peor de todo es que habiéndose mantenido en una actitud conservadora como método para protegerse de cambios radicales y sorpresivos en la vida, a no ser por aquellos inexorables imprevistos que acechan a cualquier mortal, todo lo tenía prácticamente controlado. Había estudiado Historia Universal, porque los asuntos acontecidos en el pasado son imposibles de cambiar, sintiéndose muy a gusto al explicar una y otra vez la evolución del mundo y de las sociedades humanas, sin que nada alterase lo ya sucedido. Todas las cosas podrían cambiar de pronto, pero el pasado jamás. Platón dejó establecido que para predecir el futuro había que escudriñar el pasado, principio que significa que ni el presente ni el futuro son reales, ya que lo único que posee una verdad científica sustentable es el pasado. George Alan Scott a sus 53 años había llevado su vida acorde a su saber y convicciones personales. Se conocía bastante bien, seguro de ser el último descendiente de una rama del viejo pueblo celta, proveniente del Norte de la India, que se extendieron por buena parte de Europa occidental en el año 1200 a.C. y que, por desconocer la escritura, acabaron por perderse sus tradiciones. George Alan Scott solía viajar a algunos rincones del Reino Unido, como Escocia, Gales, Irlanda y Bretaña para escuchar a la gente su ancestral idioma y disfrutar de sus costumbres.

Encontraba en esas gentes de campo muchas cosas en común que le identificaban, por lo menos físicamente, ya que en principio todos eran rubios, ojos azules y silenciosos. Gente de provecho y extrañamente alegre, con flautas de arcillas, gaitas e instrumentos de cuerdas viejísimas, con ropajes típicos que han perdurado en el tiempo. George Alan Scott era uno de ellos, siempre lo fue, y el último de algún clan, porque debido a una enfermedad era estéril, eso suponía que una rama de su clan acababa en él, lo que le forjó una existencia solitaria y sin familiares. Estuvo casado pero el no poder concebir hijos fue causa de la separación obligada. Se impuso su orgullo de raza sobre su mujer para transar con ella y adoptar un par de hijos que no llevasen la sangre celta suya, provenientes de algún país del Tercer Mundo. De todas formas vivía tranquilamente en su casa de Cheddar haciendo una vida ordenada, dedicada de lleno a la docencia e investigación. Pero, valga esta palabra maldita, la casualidad, o mejor dicho, el intrusismo de algunos investigadores metidos en lo que no les incumbe, acabó con otorgarle un pariente indeseado, algo así como un lejano tío de 9.000 años que apareció en la cueva de Gouch en Cheddar a principios del siglo XX, revivido al parecer para hacerle la vida imposible, como supo hacer Florenthine, su ex mujer, a su tiempo, con maestría, echándole en cara algunos de sus hábitos alimenticios, tal como cenar carne cruda con muchas verduras. Habría sido terrible estar con ella en estos precisos momentos de angustia.

Bien, no quiero apresurarme en el relato, las cosas se dieron así: El Hombre de Cheddar, como fuera bautizado, fue descubierto en la caverna Gouch del pueblo de Cheddar al principio del siglo XX, casi intacto, a no ser por los estragos naturales del tiempo en su piel, convirtiéndose de inmediato en el fósil humano más antiguo y valioso del Reino Unido. Así que en Cheddar todo el pueblo le conocía y con mayor razón George Alan Scott, que a menudo iba a la caverna con sus alumnos para reconstruir su remoto pasado en el Paleolítico. Jamás podría imaginarse que ese atado de huesos envueltos en sus propias fibras, barnizado por los siglos, con una sonrisa de resignación idiota, que mostraba una dentadura impecable, podría ser un pariente directo, sanguíneo, nada menos que de 9.000 años. Esa noticia difundida a todo el mundo por los sofisticados medios de comunicación moderna le sepultaba como profesional y como persona. En ambos casos le dejaba sin autoridad, invalidado o desvalido, destrozado en lo moral. Veía que sus conocimientos eran rebasados por la robustez de una ciencia como la Biología que no tenía nada que ver con la Historia, sintiéndose atropellado por una circunstancia imprevista que le emparentaba a un fósil que se desplazó quizás de dónde a esas tierras, lo que significaba entonces que su origen no era celta.

A decir verdad, no es que los investigadores del Instituto de Medicina Molecular de la Universidad de Oxford se quisieran pasar de sagaces cuando extrajeron el ADN de una de esas formidables muelas del Hombre de Cheddar, lograr aislarlo luego y pretender entre las familias más antiguas de Cheddar hallar un pariente, sino que era una idea común, de esas que saltan de forma espontánea. Cuando la prensa de Cheddar comunicó las intenciones de los científicos, George Alan Scott hizo el siguiente y flemático comentarios a sus alumnos “¡Ignorantes, no conseguirán reabrir la historia por las venas en polvos de un fósil!”

De todas formas los investigadores de Oxford consiguieron tomar muestras de sangre de todos los habitantes de Cheddar para estudiar su ADN (que no es otra cosa que el ácido desoxirribonucleico que contiene las instrucciones genéticas hereditarias que se transmiten de generación en generación). Cuando le correspondió el turno a George Alan Scott, bastó con que se cepillara los dientes como de costumbre, devolviendo luego el cepillo de dientes a los investigadores para extraer una muestra de su ADN. Y para asombro de los investigadores no tardó en comprobarse que ambos varones de Cheddar compartían un pariente común por línea materna. El ADN mitocondrial, heredado del óvulo, presente en el molar del fósil lo confirmaba así.

Hubo gran alegría entre los investigadores, en el pueblo mismo y en el ámbito científico internacional; pero menos en el ánimo de George Alan Scott. Le dolía que siendo él un respetado historiador no hubiera descubierto ante ese parentesco, y que unos ignorantes biólogos, envanecidos por una tecnología fría se dedicaran a descifrar enigmas del pasado con otros medios que no fueran los empleados por los historiadores. El ADN si bien parecía interesante era irrelevante, como la clonación, los animales transgénitos, o la reproducción asistida. Todas porquerías más dignas de charlatanes que escriben ciencia-ficción que de serios científicos. Ahí estaban las respuestas de las “vacas locas.” Locas al saberse reproducidas sin el artesanal método de un macho común y corriente. La clonación de cualquier tipo de tirano del siglo XX por ejemplo, siempre sería una tentación irresistible para cualquier equipo de mitómanos del mal con poder para hacerlo. El arriendo de úteros desprestigiaba una de las funciones más delicadas de la maternidad y por cierto de la mujer. Le llamaba la atención en un mundo todavía machista (aunque él lo era) de que por regla general todos los fósiles hallados fueran de hombres, como si los frágiles huesos de las hembras del pasado no tuvieran la capacidad de romper las costras del tiempo.

Con el ADN se podría incluso resucitar a los dinosaurios y otros grandes monstruos de la prehistoria que con su desaparición permitieron la presencia humana en el planeta por ende la especie más débil entre todos los animales e insectos para que pudieran vivir y reproducirse. Con juegos como los mencionados se estaba poniendo en jaque otra vez a la ciencia, por la falta de seriedad de algunos científicos y universidades e institutos que fomentaban investigaciones en una especie de competencia banal ¿qué importancia real tenía que un ser humano muerto de hambre hace 9.000 años se le pudiera hallar un pariente en el futuro? ¡Ninguno prácticamente! Carecía de gracia y se desconcertaba la gente. Ese maldito fósil al que convertiría en polvo con sus propias manos, no tenía nada que ver con él, en alguna parte estaba el engaño. Si él había perdido de vista a sus escasos familiares en pocos lustros, uno de 90 siglos, que vivía cazando, le dejaba tan frío como un invierno sueco. Lo malo de la ciencia es que se puede jactar de cosas demasiadas lógicas, nunca es capaz de salirse de su estrecho marco de seguridad. Lo ideal y trascendental sería demostrar que a través de cualquier ADN humano se puede llegar a Cristo. O que a través del ADN es posible descubrir el lazo sanguíneo entre Don Quijote y Miguel de Cervantes. Ahí la ciencia cierra el pico, porque suele jugar con cartas marcadas y un as de lógica bajo la manga.

Lo que resulta de mal gusto es que a través de cualquier moco seco los biólogos con el ADN puedan resucitar a un tipo que murió de un resfriado. Vulgar, vulgar. Todo lo contrario al trabajo meticuloso y elegante que realiza un historiador, desenterrando de las capas de nebulosas del tiempo, como saben hacer los arqueólogos también con los estratos de la tierra, que son fragmentos literarios de la historia, que permiten reconstruir la verdad exacta del pasado de los hombres. Cuando se habla de las pirámides, los pedantes tratarán de impresionar a su público por los bloques que se utilizaron, por los esclavos que trabajaron, el tiempo que se empleó y los conocimientos astronómicos y matemáticos que poseen, y por las riquezas que se guardaban en su interior, al ser las tumbas de los poderosos, y por las maldiciones que ellas encierran, pero un historiador debe saberlo todo, ir más allá, incluso a aquellos detalles que escapan al común de los mortales.

Un ejemplo sobre las pirámides Keop, Fu, faraón de la Cuarta Dinastía hace 5.000 años, para construir su pirámide, como le estaba saliendo demasiada cara, y no tenía fondos para concluirla, mandó a prostituirse a su bella hija con los hombres más ricos del país. Al final el dinero recolectado alcanzó para que su hija pudiera construirse su pequeña piramidita además. Es posible entender entonces, con estos datos comprobados, que una pirámide egipcia haya sido el primer prostíbulo autorizado y con patente de la historia. Un historiador debe indagarlo todo, sólo así será posible construir su pasado y proyectar su futuro, pero con los actuales investigadores de moda, irrespetuosos con las asignaturas clásicas, se nos quiere hacer creer que el amor no es más que una secreción de líquidos de unas glándulas caprichosamente excitadas químicamente frente a otras glándulas ocultas, es decir, toda la historia humana que se ha escrito con grandes y dramáticos amores influenciando a multitudes, no es más que un asunto químico. Un caso de amor enfermizo tipo Romeo y Julieta se puede arreglar tomando pastillas. Pronto las parejas harán el amor en laboratorios de biotecnología avanzada en vez de mullidas camas, o tendidos sobre la humilde y fresca hierba de los campos.

Lo que más le dolía a George Alan Scott, eran dos cosas: perder su autoridad científica a causa de un fósil de la época de las cavernas noticia lanzada a todos los vientos, vía Internet de que era su pariente (el único ubicable para él en el mundo), y lo otro, despojarse de su querida identidad y linaje celta. Esa identidad que quizá lo conectaba a todo un pueblo misterioso esotérico, con ritos que hasta hoy perduran, como por ejemplo: la incineración de los restos mortales de su gente. De las cenizas es imposible extraer el ADN para reconstruir ningún pasado, los celtas parecían haberse adelantado a su tiempo. Se les reconocerá alguna vez ese ritual como un aporte, único modo de detener tanta pretensión imbécil de ir al pasado en busca de un hueso aristócrata; porque a nadie le gustaría ser descendiente de Drácula, de un criminal de guerra, de una ramera. Todos buscan la estirpe, la clase, la categoría, venga de donde venga: de un cacique, de un general, de un pirata famoso, pero estirpe al fin y al cabo.

George Alan Scott sentía una admiración sin nombre por Sean Connery, Paul McCartney, o el otro músico guitarrista Mark Knopfler, cuyas características ancestrales celtíberas saltan a la vista. Pero todo eso se deshacía por un pariente maldito perteneciente al Paleolítico, que en su mejor tiempo anduvo baboseando entre los espesos matorrales, pretendiendo capturar entre sus dientes una presa, dispuesto a molerla a palos para comérsela caliente, cansado de ingerir bayas y frutos silvestres. Este ente de inteligencia incipiente desde algún punto lejano tuvo que llegar a Cheddar, perdiendo familia y grupo para irse a refugiar en la caverna Gouch, una de las tantas existentes en la región. Ese fue su único mérito en su fastidiosa vida. Debieron pasar varios milenios para que llegaran los agrícolas celtas a cambiar esas selvas y hacerla un mundo habitable. Posiblemente descubrieron al fósil enterrado en la caverna Gouch, pero lo encontraron tan poca cosa e indigno de ellos, que no quisieron concederles el honor de convertirlo en cenizas incendiando la cueva.

El hombre de Cheddar, era posible (otra tesis) que hubiera nacido en la misma cueva en que murió, al no tenerse pruebas de dónde pudo haber llegado y que sus parientes se reciclaron al paso de los siglos en los alrededores o en la selva misma. George Alan Scott se sentía muy disminuido al pensar que durante todas las generaciones la familia a la que él pertenecía nunca se desplazó a ningún sitio. ¡Qué flojos! Ahora entendía su conformismo, su conservadurismo y ese sedentarismo enorme de no querer moverse de su ciudad más de lo conveniente. Un escalofrío recorrió su espalda comenzando a desear que un exaltado, por equivocación, por provocación o lo que fuera, pusiera una bomba en la caverna Gouch, haciendo desaparecer el infausto fósil. Tenía pesadillas. Soñaba que los científicos de Oxford lograban hacer una copia del hombre de Cheddar resultando una réplica idéntica a él. Esa pesadilla le perseguía de noche, temía enloquecer por falta de sueño y por la impotencia que le embargaba.

Un día George Alan Scott pensó en marcharse para siempre de Cheddar. Había recibido una oferta de Steven Spielmann para realizar una película en la misma caverna Gouch con su “tío,” esto fue la gota que rebasó el vaso, hundiéndole en la más abyecta de las iras, al borde de la paranoia. Se las ingenió para presentar en la universidad un certificado médico de enfermedad profesional con la intención de ser dado de baja y recibir una sustanciosa pensión, así tendría mejores expectativas, incluyendo la de cambiar de aires.

Pero las cosas no salieron así, porque desde el Municipio de Cheddar se le comunicó que a su “tío” se le nombraba Hijo Ilustre de la Ciudad de Cheddar y Sir del Imperio Británico -dado el interés científico en las cavernas de la ciudad, y el flujo turístico venido de todas partes que estaba generando con la noticia, superando en años luz el famoso y mundial queso de Cheddar. Él, como único pariente del Hombre de Cheddar, recibiría en su pecho las medallas y la banda terciada a su pecho.

Hervía de rabia de saberse comparsa de un esqueleto, por muy pariente que fuera. Sería el hazmerreír en todo el pueblo y posiblemente en el mundo. ¿Por qué tenía que sucederle justo a él esa desgracia, cuando se había esforzado tanto por ser un excelente profesional, un científico connotado en su especialidad?

El guión de Steven Spielmann era absurdo y ridículo. Se trataba de un altivo profesor universitario de historia en la ciudad de Cheddar a punto de enloquecer, por culpa de gente que de la noche a la mañana comenzó a perseguirle, ignorando obviamente las causas, hasta llegar a descubrir que se debía a la existencia de un “pariente sanguíneo” de la Edad de Piedra aparecido en una cueva del pueblo. Los científicos y empresarios de un gran laboratorio privado norteamericano deseaban capturarle porque sabían con certeza que su ADN era el mismo de Hitler, Ernesto “Che” Guevara y Pinochet..., de comprobarse esto, aparte de ser una sensacional noticia, representaba un logro de la ciencia enorme que podría poner en jaque muchos conocimientos de diversas asignaturas científicas. Pero había más intriga en la historia, porque los “malos de la película” querían apoderarse de la casa del profesor, a como diera lugar. Tenían fundadas evidencias que había sepultada ahí una pareja de parientes suyos muchísimo más viejos todavía, el tronco de la que se originó la vida del Hombre de Cheddar y la suya propia.

Una vez recluido en el “laboratorio,” o desaparecido del mapa y con un testamento de por medio, firmado por él, a la fuerza por cierto, procederían “los malos” a adueñarse de su casa, desenterrar a la vieja pareja de moradores de más de 100.000 años y por clonación traerlos de vuelta a la tierra para estudiarles. Y, como él - según el guión- no enloqueció del todo, logró zafarse de sus captores en definitiva, viviendo casi en la clandestinidad mucho tiempo. Veinte y tres años más tarde visita a la que fuera la tradicional casa familiar, encontrando como moradores de ella a una pareja de jóvenes. Esta pareja, con rasgos un poco extranjeros, le parecen familiares, sobre todo la mujer.

El acento con que hablan el idioma inglés y el dialecto de su ciudad, le llama poderosamente la atención, pero esa impresión se disipa por el enorme afecto y amabilidad que le demuestran, como si le conocieran o le esperaran desde siempre, ganándose de inmediato su cansado corazón. Esta pareja de jóvenes tenía un deseo, un hambre enorme de saber cosas del mundo, de ellos mismos y de él también. El envejecido y connotado profesor de historia podría acabar sus días dedicándoles todo el tiempo del mundo a abrirle los ojos con sus conocimientos, reflexiones y experiencias. La pareja le recibiría como el abuelo que nunca conocerían por ignorar sus orígenes y él les adoptaría como los hijos perfectos que nunca tuvo..., ¡típica historia de Steven Spielmann!

George Alan Scott, arrugó el papel del guión poseso de furia arrojándolo al piso. No estaba dispuesto a prestarse para patrañas a costa de su dignidad. Faltaban algunos días para la gran ceremonia de Hijo Ilustre al Hombre de Cheddar y Sir del Imperio Británico, en la que George Alan Scott, como único descendiente de él, en largos 90 siglos, recibiría el galardón, terciándose la cinta y pronunciando el discurso. Estarían presentes la Reina Isabel, el Príncipe Carlos, sus hijos y varios artistas connotados como U2, Sean Connery, el guitarrista Mark Knopfler y muchos otros de ascendencia “celta.” Y dada la insistencia del equipo del célebre director y productor norteamericano por asistir al evento, la presencia del cineasta Steven Spielmann estaba asegurada, como asimismo las cadenas noticiosas más prestigiadas como la CNE, NSW, por ejemplo.

Una de las razones por la que aceptó participar fue la presencia de aquellos artistas que admiraba, en la ceremonia, el discurso lo dejaría a su inspiración. Apenas tres días antes en la Caverna de Gouch, donde estaba su “tío,” se produjo una atroz y espantosa explosión que redujo a polvo todo lo que había en su interior, incluyendo al Hombre de Cheddar. La policía encontró a la entrada el fémur de la pierna derecha del fósil como único fragmento del valioso y preciado cuerpo. La policía de Cheddar y Scottland Yard no podían conjeturar cómo el criminal o las personas que participaron en el hecho abominable fueron capaces de eludir los sistemas de seguridad de la Caverna de Gouch para dinamitarla por dentro y producir un derrumbamiento que ni un misil aéreo podría haber hecho mejor. Tampoco entendían las razones que alguien pudiera tener, a no ser por algún terrorista, o alguien anónimo que se oponía radicalmente a que después de la ceremonia el cuerpo del Hombre de Cheddar fuera transportado al famoso museo de Londres donde estaría para siempre. Todo podría ser dentro de las hipótesis policiales. Tal como estaba previsto, bajo una típica y nublada mañana de marzo se daría comienzo a la ceremonia de Hijo Ilustre y Sir, al célebre Hombre de Cheddar, cuyo hueso fémur montado en una pulida piedra de mármol engastado a una base de oro como diente de gitano, lucía majestuoso. Detrás en un sillón de la época victoriana se hallaba sentado George Alan Scott, quien de rigurosa etiqueta se acariciaba con cierto nerviosismo un aristocrático bigotillo dejado crecer para la ocasión.

La familia real, discretamente custodiada, observaba la escultura que sostenía el hueso del hombre más antiguo del Imperio, como testimonio de la raza de todo un pueblo. La Filarmónica de Londres abrió el acto, amenizando con una prodigiosa y maravillosa introducción lo que era el inicio de la trascendental ceremonia. Luego el alcalde de la ciudad desplegó su discurso explicando las razones que acreditaban al Hombre de la caverna Gouch como Hijo Ilustre de la ciudad de Cheddar y Sir por el Imperio Británico.

Gracias al ensayado y corto protocolo, pronto le correspondió a George Alan Scott leer su mensaje in extenso, de lo que se puede rescatar lo siguiente:

Su majestad Reina Isabel de Inglaterra, Príncipe Carlos e hijos, reyes de España, Holanda, Suecia y de toda Europa. Presidentes americanos, diplomáticos, científicos, artistas y periodistas. Alcalde de Cheddar, autoridades locales, señoras y señores (carraspeo)... Mi función esta mañana es la de representar a un ilustre antepasado de mi familia, que pudiendo estar de cuerpo entero, a pesar de sus más de 90 siglos, no ha podido hacerlo, pero sí uno de sus famosos huesos, que pueden apreciar a mi espalda. Este hueso pertenece a una generación de seres humanos sin igual, que ha sido el germen de una raza que se esparció como la mantequilla por estos territorios gracias a su empuje, coraje y voluntad y que conquistó en buena lid parte del mundo. Este hueso no es más que una insignificante parte, un efímero trozo de una voluntad de hierro que fue capaz de derrotar al tiempo. Esta voluntad es la misma que posee cada ciudadano de este pueblo y de toda la estirpe inglesa, que mezclada a britanos, celtas, escotos, pictos, romanos y germanos, ha forjado en un crisol de siglos la espada altiva de una raza invencible. Este hueso amarillo, como un pergamino enrollado, capaz de aguantar en su cueva tanto tiempo, una vez más ha sido capaz de sobrevivir otra desidia, pero esta es la típica maldad humana, que ha preferido verle desaparecer convertido en astillas antes de permitirle estar de pie orgulloso y sereno - como San Jorge ante el dragón - frente al mundo y a los seres humanos más insignes y representativos del planeta a plena luz. Algo nos queda ¡gracias al cielo! de esa reliquia arqueológica que nos honra magníficamente, observándonos como Dios desde el cielo.

Es muy triste para mí evitar la emoción e impotencia que me embarga en estos instantes, al saber que se me ha arrebatado el cuerpo del único pariente de verdad que nunca he tenido, al que aspiraba a enterrar en un mausoleo en una especial y cristiana ceremonia, después de estar expuesto a tanta morbosa curiosidad de un público venido de todos los rincones del mundo. En honor a la verdad, confieso que en principio sentí un gran malestar al darme cuenta que, precisamente en mi calidad de historiador, que visita tantas veces durante años, con generaciones de estudiantes a un antiguo fósil en una primitiva cueva de mi ciudad natal, no imaginara siquiera que estudiaba a un pariente carnal mío, alguien que hizo correr primero mi sangre por sus arterias antes que por las mías. Luché contra un sentimiento de desprecio de animosidad justificada, por el excesivo amor a mi profesión de historiador, profesión que con pavor veía que de la noche a la mañana quedaba obsoleta y por el celo que me causaba otra ciencia como la biología, que sin tener el humanismo y la ilustración de la primera, fuera capaz de hacer aportes del pasado de la humanidad con una certeza que no tiene parangón hasta el momento. De todas formas, asumido los nuevos tiempos y las nuevas ciencias, he abierto los brazos a mi “tío” que son los brazos de un pueblo que ha delegado en mí la responsabilidad de hacerlo para entregarle todo el amor que se merece y que le debíamos, asumiendo los honores de rigor como si a mí me lo hiciesen por la fortuna de tener la misma sangre, esa savia que activó su vida en la tierra que es nuestra patria potestad. No sé como habrá vivido, qué suerte haya tenido, qué vientos le corrieron ni qué muerte le sorprendiera, violenta o plácida, lo importante es que habiendo entrado por última vez a su cueva lo hizo pensando en el futuro, para que le encontrásemos alguna vez para así demostrarnos que lo dio todo en su momento por nosotros, incluso resistiéndose al tiempo.

¿Quién puede hacer eso por su nación? Sólo los héroes mitológicos, y por eso mi tío se merece el honor de Ciudadano Ilustre de Cheddar y Sir del Imperio Británico...

En honor a la verdad, el descendiente directo del Ciudadano Ilustre de Cheddar y Sir del Imperio Británico tenía mucho más talento literario escondido del que parecía, porque realmente conmovió a la pareja real británica y a todos los ilustres invitados sin excepción. Steven Spielmann tomaba nota de todo y se frotaba las manos con fruición.

El hueso fémur de la pierna derecha del Ciudadano Ilustre de Cheddar y Sir de Imperio Británico fue llevado con todos sus honores al Museo de Londres en donde un público venido de todos los sitios del mundo puede apreciar al menos esa parte de las robustas características de una raza poderosa que un día llegó a esas tierras. George Alan Scott no recibe a nadie en su casa.

Las caras entrevistas que otorga las concede en hoteles de 5 estrellas que han de pagar los entrevistadores. De todas formas Steven Spielmann hizo su película y como ya es normal en su trayectoria fue un acierto de taquilla.

Geoge Alan Scott, no se casó, no adoptó hijos y jamás volvió a sentirse solo..., gracias a la compañía sólida que le brinda su tío Ciudadano Ilustre de Cheddar y Sir del Imperio Británico que le acompaña en la sala de estar todo el tiempo. Carece, por supuesto de un hueso de la parte de la pierna derecha, pero esa es una historia que merece ser escrita en otra oportunidad. Sonríe al pensar que cuando él muera y se le sepulte en el patio de su casa, en el sitio donde descansan sus padres y abuelos además, descubran el cuerpo del “Ciudadano Ilustre de Cheddar y Sir del Imperio Británico” dispuesto a abrazarles.


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