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Itinerarios de una poesía dispersa y permanente
Camilo Balza Donatti | |
Desde la cátedra universitaria, desde la poesía con sacudimiento de existencia vital, llega María Cristina Solaeche al ensayo crítico-biográfico sobre personajes de reconocida singularidad en los anales de la literatura de la nación venezolana. No hay distancias ni límites posibles, son de acá, de allá, del villorrio hecho de piedra y agua o de la ciudad alucinada que suele olvidarlo todo. Labor difícil mezclar la crítica con lo biográfico, dos vertientes que, aunque presenten similitudes en algún momento, tienen una individualidad propia. La biografía es el rasgo, el atributo, la temporalidad; la crítica es lo permanente, lo esencial, hombre y lenguaje en diálogo de altura, intacto y creativo. Suelen caminar juntas y se hacen hermosos préstamos recíprocos. Podríamos decir, que este es un libro itinerante; caminos dispersos de la poesía que se encuentran; poetas en las vigilias permanentes de la ensoñación. Se inicia en Maracaibo, atraviesa los límites de las estribaciones del pie de monte de Barinas, de allí, por donde va el camino a la pequeña casa del “poeta leproso” en Manicuare, luego rumbo a Barcelona donde la flor de la sal ilumina de rosa piedras y plantas menudas, llega a la capital Caracas donde se ocultan las huellas de nostalgias pasadas y la modernidad de un humanismo reciente y enlutado; después Cantaura con sus crepúsculos bermejos sobre el llano, para después atravesar la densa elevación de los médanos de Coro, regresar a la ciudad capital con su bullicio y finalizar en el remanso de los andes merideños. María Cristina Solaeche continúa la labor realizada en gran parte y de manera tan ejemplar, por Fernando Paz Castillo y Pascual Venegas Filardo. Ellos se dieron a la tarea de divulgar el nombre y la obra de tantos poetas y escritores desaparecidos en las ciudades y pueblos venezolanos. Poca gente quizás los recuerde, porque los menesteres actuales son otros; la música de tonalidades cavernícolas, los artificiosos concursos de belleza, las máquinas traganíquel, las posturas políticas y partidistas de los dirigentes, el afán monetario desmedido, etc, etc,… y muy poco, poquísimo, del libro, del verso, de la palabra, del hombre y sus silencios. Cada época está signada por sus alegrías o sus abismos. La escritora, para la confección de su obra, ha seleccionado diez autores de la voluminosa antología de la poesía venezolana. Podríamos iniciar este camino desde Manicuare hacia Coro, o a la inversa, pero hemos preferido el orden cronológico, tiempos y espacios de la poesía. En este orden que se nos antoja, Emiliano Hernández (1882), sería el primer caminante, un personaje para una revisión fílmica; “el poeta de los adioses”, pues siempre estaba despidiéndose para abordar otras naves, de la ilusión o del mar, pero naves al fin, que oníricamente conducen a otros puertos, a otras latitudes del alma. Con Elías Sánchez Rubio y Jesús Semprum, los más destacados al transcurrir del tiempo, fue, podríamos decir, Emiliano, el Maestro dentro de aquel movimiento de jóvenes imberbes que forjó el grupo “Ariel” de acento modernista y rebelde. María Cristina Solaeche, capta con exquisito y agudo espíritu de análisis, los rasgos fundamentales de este personaje, tanto en lo referente e su persona como a su obra literaria. Retrato y epopeya poética dada por la autora: “De temperamento inquieto, impetuoso, audaz, desconcertante, andariego, pintoresco, ingenuo, díscolo, bravucón, extremadamente generoso, conversador y ocurrente, con arrebatos violentos como llamaradas que se extinguen tan rápido como empiezan”. “Su físico mestizo, frágil, delgado, de áspero cabello ensortijado, con un rostro de labios nerviosos, una nariz ciranesca y unos ojos azules profundamente escrutadores como crepúsculos marinos, herencia materna, le da un singular plantaje”. Con más detalles, es difícil expresar la imagen de cualquier personaje. Y así fue, en realidad Emiliano Hernández, un hombre fuera de época, que no se adaptó nunca a la sociedad que le toco vivir. En orden cronológico ocupa el segundo lugar otro zuliano: Ismael Urdaneta (1885). Sobre quien se ha escrito mucho sin analizar la vanguardia de su obra “…se le respeta como héroe, más es incomprendido como poeta; – dice la escritora – la hegemonía poética en el Zulia, es la que con su pauta marca nuestro tan valioso poeta Udón Pérez, compañero de la misma generación”. Hemos recordado de nuevo a Pascual Vanegas Filardo, aquel Maestro en libros y autores, quien nos preguntó un día en el diario “El Universal” por un libro que habíamos preparado sobre Julio Morales Lara, poeta de los valles de Aragua. En esa oportunidad Julio – nos dijo – “Y aquel zuliano olvidado, Ismael Urdaneta, de los mejores representantes de la vanguardia en nuestro país”. Y ningún juicio de este escritor puede ser subestimado. La autora dice de Ismael Urdaneta “Entreabre la puerta del vanguardismo”, y nos cita un párrafo de Rafael Arráiz Lucca “es un poeta en el que encarna la transición: su propia obra registra el romanticismo feneciente y saluda al vanguardismo naciente”. Poeta, legionario, suicida, Ismael Urdaneta, con más de ochenta años de ausencia, no ha sido valorado en la plenitud de su obra. María Cristina Solaeche toca puntos clave, y su ensayo es una valiosa aproximación al personaje y a su obra esencial. Desde la alberca de zafiro hecha tina de aceite, la escritora viaja al suroeste de Venezuela, hacia las estribaciones, por donde la montaña se hace agua pensativa y espejismos. Por allí anda el compañero de viaje, el poema, en Barinitas, una ciudad pequeña con verdes y neblinas, donde nació Enriqueta Arvelo Larriva (1886), hermana de aquel poeta modernista y revolucionario Alfredo Arvelo Larriva. Aunque Enriqueta no perteneció nunca al mundo de grupos y tertulias, esta poetisa pertenece a la Generación del 18, especialmente por la modernidad de su voz y la sublimidad de sus silencios, como lo dice la autora. Atraviesa el país; ahora, sobre la geografía de Sucre, está el paisaje árido, con xerófilas de poca turbulencia, entre el azul del golfo de Cariaco, el azul del cielo y el de aquella cumbre tan lejana, allí está el escenario de Cruz Salmerón Acosta (1892), en Manicuare, donde su vida fue deshojándose en una marcha lenta transida de dolor, de amor y poemas. Manicuare, fuente de amargura. El poeta queda para la posteridad y para el amor de su amada “Cordera”. Continúa en su trasmigrar con una poetisa oriental, nacida en el estado Anzoátegui. Luisa del Valle Silva (1896), oriunda de Barcelona, pero dueña de una juventud marina, en las costas de Paria, en Carúpano, precisamente, donde su nombre es un símbolo y su poesía un credo de sus horizontes, donde en aguas abiertas, las noches más altas, suelen bailar en los espacios las luces de Santelmo. Un caso muy especial en la literatura venezolana, el de Luis Enrique Mármol (1897), pertenece al grupo de la Generación del 18, pero su poesía como bien los dice la autora, se aparta con rasgos distintivos y muy propios de la de sus compañeros. Hombre solitario, de rostro bíblico y de una agonía interior indescriptible en su joven edad. La vida le pesaba, y la soledad y el silencio parecen haber sido sus fieles confidentes. “Mi esqueleto es la cruz donde agoniza mi vida”. Consideremos que esos versos son suficientes para medir su dimensión humana. Muchos autores nacionales, entre ellos de su propia generación, han analizado la vida y obra de Mármol, y le han otorgado ese calificativo de ser único en su estilo en la historia literaria del país. Hoy María Cristina Solaeche recorre nuevamente sus pasos dolientes y líricos, dando a conocer la clase privilegiada a la que el poeta pertenece. Otra poetisa, oriental, Ada Pérez Guevara (1905), nativa de Cantaura, una ciudad asomada a las mesetas por donde se fue también la canta de Alberto Arvelo Torrealba, “En Cantaura por tu ausencia / no quieren cantar las auras”. Heredó la savia poética de su madre, la poetisa Mercedes de Pérez Freites, una de las primeras voces femeninas en el ámbito de la poesía nacional, y Ada defiende los derechos de la mujer, en una escritura donde fusiona la tierra, el tiempo y el espíritu. Incluye María Cristina Solaeche, en su compendio crítico, una poetisa contemporánea, Lydda Franco Farías (1946), llegada al Zulia por los caminos de San Luis, de Falcón. Traía en sus alforjas la valentía indómita del médano y el verde neblineado de la sierra, asideros de una poesía valiente, revolucionaria y de hondo contenido social y humano. Poesía de resistencia y de futuro, para combatir la modorra de los días que pasan sin ofrecer a los seres que viven la magia de otros horizontes. Su poesía es un grito o un mandato necesario. Algo distante, Hanni Ossott (1946), donde nos encontramos con la búsqueda errante de la verdad existencial. Complejo el mundo poético de Hanni Ossott. El vivir, sus imágenes, la desmemoria, la voz y el sesgo en la palabra. Hemos considerado necesario incluir aquí en este párrafo, estas líneas de la poetisa que resaltan: “Le habían mostrado que el hombre era Uno. Indiviso. Capaz de elaborar teorías y creencias. Una conciencia para un cuerpo. Y esta conciencia fabricaría imágenes superponiéndolas sobre los residuos de una memoria que nunca respondería. Memoria tejiendo los desolvidos…” “Es increíble concebir que podamos seguir sosteniéndonos con el despojo. Al menos nosotros no creemos soportarlo y nos negamos a verlo. Felizmente sabemos mentirnos.” (“Espacios para decir lo mismo” (1974)). Después de leer estos breves párrafos de la poetisa, el lector sabrá decir cual es el rumbo sustancial y definitivo de este libro de ensayos literarios de María Cristina Solaeche. Lydda Franco y Hanni Ossott fueron arrebatadas a la vida en horas lamentables. Dos voces de primera magnitud en el contexto de la poesía nacional. El último autor incluido en esta tan atinada selección, es Carlos Rodríguez Ferrara (1962), un gran poeta, casi adolescente. Revisó paisajes de la geografía universal y del mundo interior al hombre. Como muy bien dice su autora: “su poesía es la paradoja del reparto entre la vida y la muerte”. Veinte años apenas y un libro perdurable. Conocimos a su padre Carlos César Rodríguez Courbenas en 1942 en la ciudad de Barcelona, era entonces un joven poeta, y recordamos algunos versos suyos de esa época: “Anhelos color de nunca / y errantes voces perdidas”, su hermano, Enrique Rodríguez Courbenas era mi Maestro. Valiosa esta contribución de María Cristina Solaeche a la poética nacional, al lograr con gran acierto, esta revisión ensayística y crítica de la obra de tan relevantes autores. Hay muchos nombres olvidados y es necesario rescatarlos, continuar la labor de Fernando Paz Castillo, Pascual Vanegas Filardo y Aniceto Ramírez y Astier, y Atenógenes Olivares (hijo). Ellos fueron al rescate de las voces perdidas, al igual que hoy lo hace María Cristina Solaeche, y el camino de la poesía continúa y hacia al amanecer van muchos jóvenes a ver si pueden cosechar el alba. Camilo Balza Donatti Santa Cruz de Mara, Estado Zulia, agosto 2010 | Escritora venezolana María Cristina Solaeche Galera Maracaibo, Estado Zulia, Venezuela
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