Sandra Torres

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Parque Alijadores

Sandra A. Torres Herrera

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         Lo primero que pensó Carlos al abrir los ojos esa mañana de jueves, era que su mamá lo iba a llevar a la final de béisbol en el Parque Alijadores. Desde temprano, el sol de agosto abrasó el puerto; su mamá había ido a la carnicería y regresó contenta porque en el Cascajal no se hablaba de otra cosa que de beis, y amaba verla así porque lo normal era que anduviera malhumorada ya porque el dinero no alcanzaba o por andar peleándose con los vagos de la cuadra.

         Su mamá tenía dos pasiones: el baile y el béisbol. A la hora de la comida solía contarles cuando de pequeña, siendo mayor que José y Nina, su tío Nico la llevaba a ver los partidos de la Liga Mexicana de Béisbol a la Isleta Pérez. Construido de cara al río Pánuco y entre almacenes del puerto, el Parque Alijadores era pequeño, no tenía alumbrado, bajo las gradas de madera había casas y por si fuera poco, una vía de tren atravesaba sus jardines. Sentados en grada general, el tío se ocupaba en desmenuzar los pormenores de lo que acontecía en el diamante; en tratar de explicar lo inexplicable, que tanto en el juego como en la vida no saber apreciar los detalles equivalía a perder “el sentido” de lo que pasaba en el campo.

         Pronto, de ser una niña que ocupaba un lugar más en la tribuna, mirando a hombres vestidos con ridículas franelas, pegando a la bola y corriendo absurdamente para pisar almohadillas, su mamá se convirtió en una aficionada. Cuántas veces no vieron su rostro rejuvenecer de la emoción al evocar ese sábado 25 de septiembre de 1945, en que siendo adolescente presenció la final de Alijadores contra los Pericos de Puebla. Era como si una vez más estuviese ahí, sentada en las gradas mirando el parque a reventar, con Armando Marsans al mando de Alijadores, y al montículo el sonorense “Cochihuila” Valenzuela en un mano a mano contra el boricua “Planchardón” Quiñones. A esas alturas del relato, mientras servía la comida o tomaba su café de olla bien caliente para apaciguar el calor, su mamá les soltaba una retahíla de nombres de peloteros: Santos “El Canguro” Amaro, “Grillo” Serrell, Pedro “Charolito Orta, “La cátedra de la Tercera Base” Héctor Rodríguez, su héroe, Ángel “Zurdo” Castro y otros más. A veces contaba sólo la parte más emocionante, cuando al llegar en ceros en la novena entrada y al cierre de la décima, “Planchardón” cantaba ya victoria con juego sin hit ni carrera, y un jonrón de Ángel Castro vino a cortar de tajo toda su esperanza; la pelota sobrevoló el jardín derecho y fue a parar al río Pánuco, ante la gritería demencial del público, la alegría del “Hombre del Swing Perfecto”, que recorrió las bases para en home ser alzado en brazos, y la desolación de “Planchardón”, que se retiró al dogout para sumirse a sus anchas en la oscura derrota. “Un partido memorable”, decía su mamá, volviendo de golpe al presente. Cuando el tío Nico no podía llevarla al parque, en tanto José y Nina andaban en otras cosas, en la sala escuchaba la XEFW, y la narración del cubano Eduardo Flamarique la sumergía en ese pequeño universo gravitante a escasos kilómetros. Eran los años dorados del béisbol, rompimiento de prejuicios raciales, constelaciones de brillantes peloteros, Pasquel y “la Guerra de Béisbol”, la Segunda Guerra Mundial, los boleros de Agustín Lara; vendrían después otros tiempos para su mamá: trabajar, ir a los bailes de los marinos en Miramar, del Casino Moctezuma y disfrutar de las orquestas de Luis Alcaraz, Carlos Campos, Pablo Beltrán Ruiz, enamorarse mientras tocaban la de “quién será la que me quiera a mí”, casarse, los hijos, la pérdida del tío Nico, de sus padres, de su esposo. Cómo explicaba que cuando los Alijadores dejaron de jugar, su vida sin el béisbol se tornó más gris, que el puerto no era el mismo; y que al devolverse en los setentas la vida al Parque Alijadores, a pesar de todos los sinsabores cotidianos, sintió que algo recobró sentido.

         Aficionado radioescucha como su mamá, Carlos había seguido por la XETU los juegos de la temporada de 1975, donde Alfredo Sánchez Cerda y Raúl Dávila Miranda narraban cada uno la mitad de las entradas. Mientras hacía la tarea y el destartalado ventilador echaba aire en el cuarto que compartía con sus dos hermanos, pegado a la radio escuchó las series contra los algodoneros de Unión Laguna, Los Sultanes de Monterrey y Los Saraperos, y al quedar  campeones los Alijadores en la zona norte, la serie contra los Cafeteros de la zona sur, que habían dejado fuera a los Charros de Jalisco y a los Diablos Rojos. También practicaba béisbol, su tío José le había comprado un uniforme, y a veces, cuando iba a visitarlos, se ponían a catchear en el patio; en su salón armaron un equipo, que peloteaba en la Unidad Deportiva. Pero Carlos sabía que por más ganas que le echara en el terreno de juego nunca jugaría como su amigo Pedro, quien poseía un talento natural que él admiraba y muchos envidiaban. Por fortuna, más allá de las canchas, había sido compensado con un don para las ciencias exactas y sin aspavientos llevaba el mejor promedio de la escuela. Sin embargo, en ocasiones, sobre todo cuando ya estaba acostado, mirando el bailoteo de las sombras de las ramas proyectadas en la ventana, se preguntaba qué rumbo tomaría la vida de su familia. Ese año se había enamorado de su maestra Argelia. Ese año, cumplía cinco años de fallecido su papá, y su mamá los había llevado al panteón a limpiar la tumba. Vivo en su memoria, acudía el recuerdo de esa tarde soleada en que su papá remolcaba un barco de gran calado por el río Pánuco, y ellos en fila lo aguardaban en el muelle, mirando los millares de cuadritos dorados reverberantes que se rompieron a su arribo.

         Los boletos para el quinto juego del playoff estaban agotados. Su mamá guardaba una vieja amistad con la esposa de un jubilado del Gremio Alijadores, don Gregorio, que trabajaba ahora en el mantenimiento del parque, y los dejaron pasar gratis al estadio por su casa. A paso lento lograron acomodarse en las gradas de concreto frente a primera base. La sonrisa de su mamá se esfumó cuando le tocó sentarse junto a un señor gordo; desde el principio ambos marcaron celosamente sus espacios. Junto a Carlos, tres jóvenes revivían con bullicio sus peripecias en los Parques Delta y Monterrey. La porra y el conjunto se alistaban para amenizar. Aunque la brisa marina corría, a la canícula se sumaba el calor de las luces del estadio y de la multitud. Sobre la barda del jardín izquierdo se erguía un poste coronado con la figura metálica de un gallo, emblema de la casa patrocinadora, esperando aún el momento en que fuese tocado por un jonronazo.

         En el diamante los peloteros calentaban brazo. La bola rotaba entre Héctor Espino, Rolando Camarero y Víctor Torres; en los jardines, entre Eddy León, Tom Silverio, Charlie Howard y Eladio Urías, y en la loma entre Arturo Rey y Curtis Issom. La mirada de Carlos se detenía en su héroe Espino, “El Superman de Chihuahua”; y su mano se cerraba sobre la pelota, en fiel espera de ser firmada por el “21”, pero era difícil con tantos aficionados y admiradoras que se le acercaban. Desde el inicio del playoff los cronistas marcaron como favoritos a los Cafeteros de Córdoba; era leyenda cómo Mansur, su dueño, había orquestado un trabuco, Vicente “Huevo” Romo, Porfirio Sandoval, Pablo Gutiérrez Delfín, Ramón Arano, Manny Álvarez, Ángel Bravo, Luis Alcaraz, Celerino Sánchez, Dick Wissel, Hal King, Víctor Davalillo... Atrás habían quedado los partidos en el Beisborama, y contra todo pronóstico, los Alijadores llevaban la ventaja de 3-1. Arriba, en la tribuna, los cronistas de la XETU, en traje a pesar del calor, aderezaban el previo a los radioescuchas; por su parte, Domingo Setién cubría la crónica de los Cafeteros. En los preferentes estaban los directivos y los invitados especiales. Una pareja ocupó lugar frente a su mamá, era Susana, una vecina, con el nuevo galán. Su mamá se extrañó porque esa mañana Susana le había dicho que no iba a ir al partido, “¡a qué voy!, exclamó, ni se imaginaba que su novio llegaría esa tarde a la cita con entradas. No era la mejor compañera para un partido de béisbol, pero eso al señor alto y vestido impecablemente parecía no importarle, pues Susana, en sus treintas, seguía siendo la más linda del Cascajal. Amaba bailar, beber, divertirse, pero creía que ninguno de los pretendientes estaba a su altura; su mamá no se cansaba de decirle que de seguir por ese camino se iba a quedar sola, y que a nadie de la cuadra engañaba con esos aires de superioridad, si vendía productos por catálogo, ponía su radio a todo volumen en la XEOLA y cantaba a todo lo que daba el pecho las canciones de Rigo Tovar y de los Socios del Ritmo.

         A las ocho y media comenzó el juego, para entonces el estadio estaba a tal punto a reventar que hasta los terrenos de foul se encontraban ocupados. Por el altavoz se presentó uno a uno a los Cafeteros de Córdoba, que saltaron a la cancha bajo los aplausos de sus seguidores. Cuando anunciaron el line up de los Alijadores el griterío se desató. En seguida el ampayer gritó “Play Ball”. En la parte alta de la primera entrada, ante la pronta afrenta de casa llena, Curtis Issom, quien había tenido buena actuación en Córdoba, desvarió, y un imparable del menudo pero ágil venezolano Vic Davalillo, impulsó dos carreras a favor de los Cafeteros. “Papelero” Valenzuela, preocupado, relevó a Issom para jugársela del todo con Francisco Maytorena; y el cronista de la XETU exclamó: “Salta al diamante el “de los relevos electrizantes”. Aprovechando la buena racha, Hal King conectó otra carrera. En la parte baja, los Alijadores respondieron: aunque Porfirio Salomón consiguió un out y a Eddie León lo sacaron en segunda, Víctor Torres logró envasarse. En la grada pasó el cacahuatero con su pregón “Doraos, salaos; a tres por un peso”. “Hey, aguja”, le gritó el gordo, “dame tres”, el hombre calvo volteó a verlo con su único ojo bueno, y le dijo “Te los paso compadre pero no me digas aguja”. Entonces vino Espino al bat y se creó un silencio expectante entre los miles de aficionados. Carlos lo vio tomar el bat y plantarse con sereno aplomo ante Salomón. Tras una bola y un potente juego de muñecas, se escuchó el mágico tronido al chocar la pelota con la madera, en un jonrón que produjo dos carreras. El “Doraos, salaos” arrojó de pura emoción bolsitas de cacahuates, mientras Espino recorría las bases agradeciendo al público con un ligero agitar de su gorra. En la siguiente entrada, Rolando Camarero realizó la del empate y en las gradas se desató de nuevo la porra y el escándalo de las matracas. Los universitarios bajaron rápido a la tienda de la cooperativa a comprar unos tacos de cecina y cervezas frías en vasos desechables. De verlos comer, a Carlos se le despertó el hambre, su mamá sacó de la bolsa unas tortas de chorizo y compró un refresco a unos niños que los vendían en cubetas de peltre.

         Comieron mientras en el diamante, el ganador de tres campeonatos de la Liga del Caribe, Napoleón Reyes, ordenó el relevo de Salomón por Pablo Gutiérrez Delfín. “¡Ay, no; por qué sacan al pomponcito!”, dijo Susanita, pero su pesar no duró nada porque entre innings, el grupo musical cantó “Carmenza, muchacha bonita, morena, cristiana de la madre patria, conservas de tu tierra España el garbo y salero que tiene tu andar”,  y al ritmo guapachoso de la cumbia, Susanita meneó hombros y caderas, y como premio el galán de turno le compró pepitas envueltas en un alcatraz de periódico. Pablo Gutiérrez y Hal King calentaban brazo, y el público, tras la malla, en cada ir y venir de la bola, se entretenía poniéndole a su trayectoria sonido con chiflidos. El gordo de junto fue al mingitorio y apartó su lugar con el periódico, pero no regresó sino hasta la tercera entrada porque la fila estaba larga y se perdió cómo en la segunda entrada los Cafeteros conectaron la cuarta carrera. Carlos vio cómo su mamá le metió al gordo sendo codazo cuando invadió su espacio en la grada, que ceñudo, no cedió más que unos centímetros. Un aficionado irrumpió en el terreno de juego y ante la rechifla y aplausos del público dramatizó el recorrido por las bases hasta llegar a la registradora, donde el ampayer marcó “safe”. En las siguientes entradas el marcador se mantuvo en 4-3, que se habría disparado de no ser por los malabares de Tom Silverio, sorteando las vías para lograr fildear una bola que iba para jonrón. En la séptima entró de relevo Ramón Arano, quien en el segundo juego del playoff había lanzado un juego blanqueado de 7-0; los aficionados aplaudieron reconociendo el talento del “Tres Patines”. El nerviosismo afloró entre los Alijadores; sabían que bastaba relajarse un poco para que todo lo logrado se derrumbara en un instante. Susanita le preguntó a su amiga en qué momento iba a entrar Joe Pactwa, le encantaba con su barba de candado, su mamá dijo que quizá estaba de relevo, “¡ah!”, exclamó Susana sin entender, en seguida se olvidó de Pactwa y se enroscó del brazo de su acompañante, quien aprovechó para darle un beso en la mejilla. Carlos vio gradas más abajo, a un papá platicando con su hijo, por su gesticular parecía que le explicaba estrategias de juego, el niño dijo algo que provocó la sonora risa del hombre y éste le bajó con cariño la visera de la gorra. Su mamá, que había seguido la dirección de su mirada, le preguntó si pensaba que el Papelero iba a hacer algún cambio; Carlos agradeció que le preguntara sobre otras cosas. Su mamá era fuerte; una viuda con cinco hijos tenía que serlo. No hacía mucho, lo había ido a sacar de las greñas de la casa de la zurda, uno de los tantos marihuanos de la colonia, quien le enseñó a jugar cartas con la palomilla. No hacía mucho, policías se habían bajado de la patrulla en esa cuadra por la noche y buscaron de casa en casa, desatándose en las calles una balacera donde cayeron la zurda y otros muchachos de la colonia.

         En la octava entrada, se escuchó el silbido del tren, y el ampayer detuvo en seguida el partido; los asistentes abrieron las puertas para dar paso a la locomotora, una N de M que iluminada bajo las luces del estadio, recorrió el jardín ante el público local que la miraba ya como una aparición ordinaria, como un accesorio más del parque, al igual que los barcos de gran calado que irrumpían en el recodo del río Pánuco. En la baja del inning, Arturo Rey y Eladio Urías se abrieron paso en segunda y primera base; en toque de  sacrificio, Eddy León permitió que avanzaran, y con un hit de Víctor Torres se logró el 4-4. El nerviosismo pasó ahora a las filas de los Cafeteros: Espino era el siguiente al bat. Tras recibir indicaciones de Napoleón Reyes, Arano tomó su tiempo, se ajustó la gorra, pateó una piedrita imaginaria, miró en torno a los envasados, en tanto en la caja de bateo Héctor golpeteó sus spikes con el bat y ensayó en seguida suaves swings. Arano hizo contacto con la placa del montículo y lanzó bola. En el siguiente lanzamiento, Espino logró conectar el 5 de 5 hits, empujando la quinta y sexta carrera. Buentello entró en relevo de Arano. Aprovechando un error de la defensiva,  el “21” robó base y anotó la séptima carrera con un wildpitch, provocando la locura en la tribuna. Los muchachos se chocaron entre sí las palmas de las manos y luego buscaron las de Carlos, quien de inmediato se volteó para chocar las de su mamá, pero se quedó pasmado al ver cómo ella y el gordo brincaban abrazándose emocionados, y él se soltó para rugir, “Soy alijador, soy alijador” agarrando un jirón de su camisa y golpeando su pecho, mientras su mamá se carcajeaba como nunca. Al día siguiente, como no era socio, el alijador sabía que tendría que mendigar trabajo en el muelle, pedir prestado para pagar la renta, pero en ese momento no deseaba más que celebrar. Entre innings, la banda fue tocando cada vez más a un ritmo frenético. Pasó un vendedor de revistas y alguien le gritó “ese chicle, Gallina”, y el hombre se lució mascando chicle en tanto voceaba revistas deportivas.

         Ya en la novena casi todo quedó en manos de Maytorena, a quien sus compañeros, desde la banca lo animaban. Sin problemas, cuando rebasaba la medianoche, con guante arriba atrapó la pelota para el último out de la noche. Sobrevino entonces el estruendo de las sirenas de los barcos, donde se lanzaron al cielo bengalas que caían lentamente, mientras el conjunto tocaba Tampico Hermoso. Una multitud se volcó emocionada al estadio; en la tribuna los cronistas daban fe a los radioescuchas de lo sucedido. Los Cafeteros se  retiraron a los vestidores; el festejo desbordante y exagerado hundía más la espina clavada en su ánimo, considerando las expectativas creadas y el potencial. Carlos pidió permiso a su mamá para bajar al diamante y recibió una tajante negativa, ya que la última vez que se lo dio para bajar a merodear fue en la séptima entrada de un juego de la temporada pasada, y al no verlo entre la gente al terminar el partido, asustada, recorrió una y otra vez las entradas del estadio, hasta que entró de nuevo y lo encontró, como si nada, contando los pasos que había del jardín izquierdo a home. Siguieron así, desde las gradas, la celebración entre jugadores, directivos, asistentes y aficionados. Tras despedirse de Susana y su novio, que se encontraban enfrascados en medio de una larga sesión de tibios y húmedos besos, tomados de la mano se dejaron arrastrar en el río de gente por las calles de la Isleta Pérez. Entre porras y agitar de banderines, tomaron la calle Aduana; otros se dirigieron al chalán para cruzar el Pánuco. A la altura del Hotel Mundo, en uno de los tantos puestos, su mamá le compró un hot dog, y le supo a gloria caminar por la Díaz Mirón hasta desembocar en la Plaza de Armas, que era una romería, y permanecieron largo rato en las escalinatas del Palacio Municipal viendo a los aficionados y el desfile de vendedores ambulantes y vehículos. A esa hora sentía ya cansancio, pero el sabor del festejo lo mantuvo despierto. Dejaron atrás el Palacio y avanzaron por Altamira y la Avenida Hidalgo, bajando al Cascajal por el Auditorio. Al abrir la puerta, la tía Nina regañó a su hermana, “por qué desvelas al niño si tiene clases al rato”, pero su mamá no dijo nada, había tomado grandes bocanadas de aire para continuar con la rutina diaria, que ya pediría de favor más tarde, cuando la tía estuviera calmada, que los cuidara para poder asistir al baile del sábado en honor a los Alijadores. Acostado en la cama, mientras sus hermanos dormían profundamente, todavía preso de vibrantes sensaciones, Carlos tardó en conciliar el sueño.

         Al mediodía Carlos cabeceaba en el pupitre. Acalorado, miraba por inercia a la maestra Argelia y ni siquiera podía hilar las palabras de su discurso, sólo alcanzaba a discernir big bang, galaxias, Darwin… La maestra dejó de hablar y recorrió con la vista a los alumnos buscando a quien preguntar, su mirada se detuvo un instante en Carlos, “que no me pregunte”, pensó él, y sintió alivio cuando finalmente le preguntó a Elisa, una niña de cabello trenzado, su rival en promedio, que luego de contestar de manera correcta lo miró retadoramente, pero en esa ocasión él ni en cuenta, seguía en otra órbita: le parecía increíble que hubiese estado en el parque esa madrugada; la pregunta ¿ahora qué? se abría paso silenciosa y corrosivamente. Era la última hora y los minutos caían lentos, demasiado lentos; mientras tanto, Carlos hacía como que su mano derecha empuñaba la pelota de béisbol, preparando el lanzamiento; como que del otro lado alguien, sin rostro ni nombre aún, aguardaba con el bat para hacer swing. 

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Escritora mexicana


Sandra A. Torres Herrera (Álamo, Veracruz, 1971). Narradora. Ha publicado en periódicos y revistas literarias de Tamaulipas y Veracruz. Integrante del taller literario de Héctor Carreto (1991) y de Gloria Gómez Guzmán, en Tampico, Tamaulipas (1994). Fue becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en Tamaulipas, en el género cuento (1997). Participó en el taller literario impartido por Rafael Antúnez, y en el de José Luis Rivas (1998-1999), en Xalapa, Ver. Fue finalista en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo (2003). Administra un blog desde 2004, www.sandratorres.blogspot.com, donde procura actualizar sus sueños y desvaríos. Actualmente radica en Xalapa.


 

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