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En el vacío Sandra A. Torres Herrera |
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Tiembla. Nunca imaginó que
terminara así, en una ciénaga. En su aturdimiento teme perderse
en aguas más profundas si tan sólo cierra los ojos. Quizá sea lo
mejor. ¿Sus manos sangran o es la cabeza?, no puede distinguir,
la luna apenas se asoma y su luz es tenue. Todavía hace un rato
Juan y Norma discutían, ahora acechan los ruidos nocturnos. Sí,
que se marchen, implora, que no vuelvan más, no soporta
escucharlos. Trata de pensar en cómo salir de ahí y no puede. No
tiene fuerzas. ¿A qué se aferra entonces en esos instantes?,
¿para qué?, ¿para quién? Si a algo se aferró alguna vez fue a la
tierra… Viene a su mente la imagen
de su padre arando el campo bajo el sol abrasador. Al regresar a
casa, ella salía a recibirlo y aunque él no quisiera, lo seguía
como su sombra. Varias veces al mes, el hombre acudía con
fastidio al centro de la ciudad para hacer fila en el banco;
pero adquiriendo todo a crédito fue como se hizo poco a poco de
un patrimonio. A la distancia, le parece increíble cómo ese
sombrerudo que ni siquiera terminó la primaria, los envió a la
escuela. Ese hombre que nunca rentó sus hectáreas a otros para
que sembraran porquerías, como aquellos que de la noche a la
mañana construyeron caseríos y compraron camionetas de último
modelo, apostó a la educación como instrumento de reforma.
Piensa en su hermano con rencor, no quiso terminar la
preparatoria ni tampoco ayudó a su padre en la faena, hacía como
que ayudaba, pero en realidad lo dejó solo, tragándose su
tristeza con el alcohol. Un día mientras manejaba el viejo
tractor, su padre sufrió un infarto y terminó volcándose en la
falda del cerro. Le duele el cuerpo, pero no quiere moverse, es
preferible ignorarlo. Se lleva otra vez la mano a la cabeza.
Siente desvanecerse. “Piensa, piensa”, se anima ella misma. Era una hija de campesinos
que así lloviera o relampagueara, esperaba un camión
destartalado para ir a la escuela. Creció repartiendo el tiempo
entre labores de cocina y del campo; y cuando abría sus libros,
el conocimiento se arraigaba en ella como simiente en terreno
fértil. Hubo buenos momentos.
Recuerda esos domingos en que su padre los llevaba a la iglesia
a misa de ocho. Luego iban al mercado a surtir la despensa. Cómo
le gustaban esos recorridos en camioneta, con un sol naciente
sobre los huertos de naranjos, el viento alborotando sus
cabellos y el crujido de las piedras bajo las llantas. Esperaba
las fiestas en el rancho de los Martínez, sus vecinos, para
juntarse con Ángela y Gloria, y coquetear con sus hermanos. Le
agradaba el mayor; nunca se atrevió a confesarlo. Conserva una
foto suya. Qué locura pensar aún en esos rasgos que ya no son.
Él se casó, tuvo hijos, engordó. No es ni la sombra de lo que
era. Pero basta cerrar los ojos y ahí está él, sin ninguna
arruga, sin tantas obligaciones fatigando sus hombros y
espíritu. Ahoga un quejido. Sus tobillos están inflamados. Pero más que física, su dolencia es espiritual. Son instantes para rezar y de sus labios no nace ninguna oración. Recuerda que su madre por las noches, a la luz del quinqué, hacía que ella leyera en voz alta una pequeña Biblia. Se le dificultaba comprender las parábolas de Jesús, en especial la del Hijo Pródigo. No obstante, cuando Juan exigió a su madre su parcela, supo con claridad lo que sobrevendría. Juan vendió la tierra y se fue al norte a derrochar el dinero. Años después, regresó con Norma y el niño, y su madre los recibió con los brazos abiertos, ante su mudo reproche, porque mientras él se fue, ella tuvo que abandonar sus proyectos para dedicarse por entero al campo. No se murieron de hambre, como vaticinaba su madre a cada rato. “Cásate”, insistía, “necesitas a un hombre que trabaje esta tierra”. Ella se negó. Vio cómo Ángela y otras conocidas se casaron y tuvieron hijos, también cómo sus maridos mandaban en ellas. De vez en cuando iba con Gloria a los bailes de la explanada, si bien aventajaba a su amiga en edad, en cuestiones de amor Gloria era la maestra, y ella solapaba de buena gana sus escapes con novios en la cabaña de aperos. Por su parte, alejó a sus escasos pretendientes y no tuvo ojos para nadie. Cuando terminó la carrera en la universidad abierta, colgó el título en la sala y continuó trabajando. A veces no tenía ni qué pagarle a su gente y entonces, como su padre, pedía préstamos y subsidios. Al cumplir los treinta, todo mundo la conocía como una mujer inflexible. Su madre murió al poco tiempo de volver Juan, pareció que sólo hubiese esperado el regreso de su hijo para marcharse. Los Martínez quisieron comprarle el rancho; no aceptó. La luna flota en el agua. Espanta su reflejo al moverse. Poco a poco los pedacitos vuelven a juntarse. Piensa en lo irónico de terminar con el tipo de gente que siempre trató de evitar. Sólo su hermano hubiera elegido como compañera a alguien como Norma. Él tenía ya lo suyo al irse de Agua Nacida, pero a su regreso volvió irreconocible. Norma mandaba en él. Esa mujer se quejaba de todo, del calor, de lo pequeño de la casa, de tener que ir al molino, del largo camino a la ciudad; si ella toleraba sus reproches era sólo por su sobrino, que la seguía a todas partes y del que fue encariñándose en tan poco tiempo. Pero cuando la pareja comenzó a manejar el tema del rancho, y un día Norma afirmó sin pestañear que éste pertenecía a Juan, la hicieron enojar tanto que les pidió se marcharan de inmediato de su casa. Hicieron oídos sordos. Ella no acudió con ningún abogado, confiando en que tarde o temprano ellos recapacitarían, pero se equivocó. Siguieron insistiendo y cuando vieron que nada podían esperar de ella, la tacharon de india terca. Armaron un plan y esperaron hasta esa noche para llevarlo a cabo. Fue tan sencillo, piensa ella con dolor al recordarlo. Juan le habló al celular,
dijo que tenía algo urgente que contarle, pero Norma no debía
enterarse. “Salgamos al campo”, le sugirió. Esa sola frase debió
alertarla, pero no obedeció a su instinto. Se citan en el
naranjal al caer la tarde. Caminan el largo tramo hasta el pozo,
a unos metros de la cabaña, y se sientan en el brocal. Si de
entrada le parece extraño el tono fraterno de Juan, no entiende
por qué ahora le pide perdón, en eso llega Norma y comienza a
discutir con él, “aparte de cobarde inútil”, le grita, “sólo
tienes que hacer esto”, y ella aún sigue sin comprender nada
cuando de repente la embravecida mujer la empuja al vacío. Un
grito despavorido desgarra su garganta en los segundos de caída
libre. Luego del impacto, no sabe cómo continúa con vida, si
todavía Norma arroja ladrillos que caen a sus costados como
proyectiles. Por fortuna o sin ésta, meses atrás, en la
excavación del pozo, le había pedido al maestro albañil que
ampliara la circunferencia. Su instinto le ordena sellar sus
labios y esta vez lo obedece ciegamente. Mientras Norma no para
de gritar a Juan por qué no ha traído lámpara de mano, éste se
mantiene callado. “Busca en la cabaña”, ordena la mujer, y al
parecer la encuentran cerrada, porque continúan los gritos de
reproche, luego algo estalla en Juan, enfurece y arremete en su
contra. “Tú eres la culpable de todo; víbora asesina”, le
escupe. Norma se burla y luego grita de dolor. Sobreviene el
silencio. Recuerda esas tristes notas rojas en el periódico
local, de personas que sobreviviendo a la caída en un pozo,
murieron de envenenamiento por el gas natural. …Sí, alguna vez se aferró
a la tierra. Pero si ahora tuviese tan siquiera la oportunidad
de salir viva de ese pozo, daría vuelta a la página y trataría
de recuperar ciertas cosas que dejó extraviadas en el camino.
Cierra los ojos. No escucha los gritos de Gloria, quien asomada
al pozo le dice que no se preocupe, que aguante un poco más, que
ya viene ayuda en camino. |
Escritora mexicana
Sandra A. Torres Herrera (Álamo, Veracruz, 1971). Narradora. Ha publicado en periódicos y revistas literarias de Tamaulipas y Veracruz. Integrante del taller literario de Héctor Carreto (1991) y de Gloria Gómez Guzmán, en Tampico, Tamaulipas (1994). Fue becaria
del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en Tamaulipas, en el género cuento (1997). Participó en el taller literario impartido por Rafael Antúnez, y en el de José Luis Rivas (1998-1999), en Xalapa, Ver. Fue finalista en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo (2003). Administra un blog desde 2004,
www.sandratorres.blogspot.com, donde procura actualizar sus sueños y desvaríos. Actualmente radica en Xalapa.
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