Sandra Torres

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Río Sedeño

 

Sandra A. Torres Herrera

A Mary

   La investigación del asesinato en el río Sedeño empezó con una llamada anónima. Cuando el jefe de periciales recibió el reporte, envió de inmediato a Duarte y al recomendado al lugar de los hechos. En todo el trayecto el recomendado no paró de hablar de su tío, mirándose a cada instante en el espejo retrovisor. A escasa semana de trabajo, Duarte conocía ya sus viajes, estudios, amoríos… Mareado, avistó la serranía que circundaba a la ciudad por el norte, los pinares, la vía del tren, la entrada a una colonia popular de construcciones irregulares, cuyo camino de terracería serpenteaba entre cerros como montaña rusa hasta irse estrechando y colindar con un potrero —visión insólita en la mancha urbana—; más allá, las altas y robustas hayas anunciaban el río, y, finalmente, a la ribera los esperaba el cuerpo bocabajo y sin vida de una mujer.

   Cuadras atrás habían tenido que dejar la vagoneta y pidieron información en una tiendita. Caminaron hasta topar con una vereda que desembocaba en el río: a un costado había vacas, del otro, una ruinosa casa de madera con techo de cartón. Sorprendidos, vieron salir de ésta a una anciana. Duarte se aproximó al alambrado tupido de enredadera de chayote y le dio los buenos días a la mujer, quien al verlo retrocedió asustada y se introdujo en su casa. Siguieron adelante. Fueron los primeros en llegar. Aguardaron a unos pasos del cadáver sin hacer otra cosa que fumar y mirar en derredor. Lo primero que llamó la atención de Duarte fue el rumor del golpeteo del agua contra las piedras, agua turbia, kilómetros atrás contaminada por desechos de un fraccionamiento; luego el puente de tablas y cables tensados por todo apoyo para quien lo cruzara; y como firma contundente, las tres cruces al pie de las hayas. Pensó que aún sin éstas a la vista, él hubiera podido percibir de inmediato la fatal atmósfera, cargada de historias a punto del desborde. Enderezó el rumbo de su pensamiento; en aquel escenario todos los elementos debían dialogar en torno al cuerpo del delito.

   Para el recomendado era su primer trabajo de campo; asombrado, había dejado su verborrea. Quizá era demasiada realidad para él, demasiado contraste con su mundo. La figura de un hombre montado en burro se recortó en la vereda. De su rostro semioculto por el sombrero, Duarte sólo tomó nota de su nariz aguileña. Sin dirigirse a los peritos, el lugareño se apeó de la bestia y luego de cruzar sin dificultad el remedo de puente, remontaron el sendero hasta la carretera. Tiraron las colillas en cuanto vieron acercarse a la agente de caminar renco, escoltada por sus hombres. Más atrás venían policías.

   —Buenos días, señores— dijo la agente—. Se nos adelantaron.

   —La estábamos esperando.

   El recomendado le tendió su mano:

   —Andrés Solares, el nuevo perito.

   —¿Es algo del procurador?— dijo con sorna la mujer.

   —Es mi tío— dijo el joven, levantando con orgullo el mentón.

   La agente intercambió con Duarte una fugaz mirada inquisitiva y pasó de largo junto a Solares, deteniéndose un instante frente al puente.

   —¿Quién en sus cinco, cruza esto en la noche?— dijo, observando las cruces. Y Duarte le señaló el cadáver, hundido entre cardos y hojarasca. Los peritos sacaron de sus portafolios los instrumentos de trabajo y acordonaron el área. Tratando de disimular el nerviosismo, Solares comenzó a tomar fotos cuidando en todo momento de no estropear el fino calzado. Duarte se puso los guantes. Había que reconocer el cuerpo tomando distancia. Llegaron los reporteros de los medios. De inmediato, Solares se acuclilló junto a Duarte para salir en la foto. Mujer de aproximadamente treinta años, tez morena, complexión mediana. Indicios de rigidez; señales de violencia. Descalabro, veinte heridas punzo cortantes en el costado y espalda. De pronto el celular de Solares se activó con una cortinilla de La Macarena, que fue aumentando de volumen. Ante el arqueo de cejas de la agente, se apresuró a contestar. Es para ti, le dijo a Duarte, quien respondió con monosílabos sin quitarle la mirada al joven. Le devolvió el celular y acto seguido fue guiándolo en la recolección de huellas dactilares y sangre en las uñas de la mano derecha. Si tenía margen de acción, Duarte obraba instintivamente; donde un vestigio se perdía, hallaba el jirón de otro al cual asirse. Rastrearon entonces huellas de pisadas. Después, acatando las instrucciones de la agente, los policías se abocaron a la búsqueda del arma.

   —¿Quién te llamó?— le preguntó la agente a Duarte en un descanso que tomaron.

   —Mi jefe. Quiere que prepare a Solares. Lo van a ascender.

   La mujer no dijo nada. Rechazó el cigarro que le ofreció Duarte, y mientras éste fumaba, observó su barbilla sin afeitar. Luego, procurando un tono neutral, preguntó:

   —¿Cómo está Karen?

   —Espero que mejor que yo. Nos separamos —como ella se mantuvo callada, prosiguió—. Desde un principio sabíamos que no iba a funcionar. Y lo que le pasó al niño fue definitivo. ¿Y a ti cómo te ha ido con él?

   —Mal, pero al menos se ha portado mejor que tú.

   —Nunca me lo vas a perdonar, ¿verdad?

   Un policía gritó que había encontrado algo entre los matorrales; era un bolso negro cuyo contenido vaciaron: credencial de elector de la víctima, tarjetas de banco, unos recados dirigidos a un posible amante. La agente ordenó su localización. No recabaron testimonio entre los vecinos. Era obvio que no querían comprometerse. Encima, cuando la anciana fue interrogada resultó que era sorda. Parecía que nadie había escuchado los gritos de la mujer. La dejaron morir sola, pensó Duarte. Levantaron el cuerpo y los demás embalajes de indicios debidamente etiquetados, y los resguardaron en la vagoneta, donde serían trasladados a laboratorio forense. La agente se despidió de los hombres, quienes miraron su vaivén de piernas y trasero.

   —Si no fuera por esa renquera estaría cogible— dijo el recomendado, mientras miraban cómo el vehículo doblaba la cuadra.

   —Cuida tus palabras—dijo Duarte con acritud.

   —¿Y qué si no?

   —Cuídalas.

   Tampoco esa noche Duarte pudo dormir bien: en el día los recuerdos lo atormentaban; por la noche las pesadillas. Tras despertar abruptamente y dar vueltas en su cama, se levantó a orinar. Miró sus ojeras en el espejo; eran la única evidencia de su duelo. En el sillón junto a la ventana se echó una cobija encima y cerró sus ojos. Imágenes de su hijo, de Brenda, de la agente, de la mujer asesinada, desfilaron en su mente. Antes de reconciliar el sueño, pensó que hubiera aceptado la invitación de Solares para ir a un table, pero estaba harto de ese tipo, quien en todo el día siguiente estuvo llamando a medio mundo para que lo vieran en la nota roja.

   —Deberías como él cuidar tu imagen, siempre sales con la misma camisa de cocodrilo— le dijo la agente por teléfono.

   — ¿Para eso chingaos me llamas?

   —Me acaba de hablar tu jefe. La mujer estaba embarazada. ¿Tienes idea de esto? Ella y su amante trabajaban en la central de autobuses. Él niega rotundamente haberla matado, en cambio acusa a su esposa de ser la última persona que contactara con ella. Y sí, la esposa acaba de confesar que ella la mató. Dijo a la prensa que sabía lo del embarazo y que no tiene ningún remordimiento.

   —¿Por qué me llamas? En lo que va del año no has respondido mis llamadas ni correos. Incluso me borraste como contacto.

   —Estoy embarazada.

   Hubo un silencio.

   —Debo felicitarte, ¿o no?

   —Idiota. Por la noche del jueves, entre el ruidoso fluir del río, crujir de hojarasca y luces de linternas se llevó a cabo la reconstrucción de hechos. La indiciada, avejentada a sus cincuenta años, con voz enronquecida de tanto llorar fue señalando a la agente cómo había asesinado a su rival, cómo sus celos la habían llevado sin consideración a infligirle herida tras herida, y todo en defensa propia, pues según la víctima quiso atacarla. El ruido de un tren se escuchó a lo lejos. Duarte aprovechó un instante en que la agente estaba sola, junto al puente, para abordarla.

   —Esta vieja oculta algo. Ni sus huellas ni las del esposo coinciden con las recabadas. Como tampoco el tipo de sangre. Dice que ella y la víctima bajaron del taxi en esa carretera y cruzaron el puente. Si eran rivales cómo se las arregló para traerla aquí, eso sin contar que la otra era más joven y fuerte. No. Tuvo que haber habido ahuevo una tercera o cuarta persona. Y el dicho del esposo menos me convence, ¿por qué su mujer lo encubriría? Lo más curioso es que ninguno de ellos vive en esta colonia. Anduve indagando por ahí y dicen que utilizan este lugar como tiradero de cuerpos.

   –Duarte, Duarte. Siempre me he preguntado por qué te desperdicias a lo pendejo en el lugar equivocado. Desde mi posición puedo decirte que yo no me complicaría las cosas como tú. Si la mujer está confesando que la mató y cómo lo hizo, yo no cuestionaría el móvil si es tan evidente. Eso ya es una ventaja para todos. Ahorramos tiempo y dinero. Además, como bien dices, no hay elementos suficientes contra el hombre, ¿encontraron ustedes algo?, ¿nada, verdad? Así que dile a tu jefe que mañana sin demora quiero sus informes en mi escritorio, y turno de inmediato el asunto al juez, quien si es sensato, hará lo mismo que yo— dijo la agente, y cerciorándose que no hubiese nadie cerca, agregó: Y en cuanto a tu pregunta del otro día, te respondo que no. No te perdono. Eres un hijo de la chingada, ¿lo sabes?, aún me sigo diciendo cómo pudiste hacerme eso. Pero mira lo que son las cosas, debo agradecerte que sin querer me hayas hecho un gran favor: me di cuenta que el matrimonio no es para mí.

   La vio reunirse con sus hombres, a quienes ordenó finiquitar en seguida la diligencia ministerial.

   —Esa vieja sí que tiene huevos— dijo el recomendado, quien repentinamente salió de detrás de un árbol y encendió su linterna enfocando el rostro de Duarte—, pero se nota que está bien ardida; pues qué le hiciste, amigo.

   Y todo lo contenido por Duarte se concentró en el puño que estrelló contra el exquisito rostro del recomendado. Al día siguiente el jefe mandó a llamar a Duarte. Nunca había habido entre ellos más que una relación de mutuo respeto por el trabajo. El hombre le dijo que de ser por él, no haría nada en su contra, pues era su mano derecha; pero era necesario que comprendiera que estaba contra la espada y la pared, y no le quedaba más remedio que darle a elegir entre permanecer congelado en un departamento administrativo o renunciar. Duarte optó por lo último; ya no tenía por quién defender su espacio, en el cual se había ido asfixiando poco a poco. Por lo tanto era una oportunidad para comenzar de nuevo a tiempo en otro lugar. Luego de recoger sus objetos personales y arrojarlos al asiento trasero de su carro, manejó libremente por la ciudad. Para su sorpresa se vio dirigiéndose al lugar del asesinato de la mujer. A mitad del sendero que llevaba al río distinguió una cuarta cruz. Sentada en una silla en el patio de su casa, la anciana miraba absorta en dirección al río. Sin pensarlo dos veces, Duarte entró al terreno y sigilosamente rodeó la casa hasta colocarse a espaldas de la anciana, sólo entonces le habló en voz baja:

   —Buenas tardes.

   La mujer volteó en seguida. Miedo y enojo se denotaron en su rostro surcado de arrugas.

   —¿Qué quiere? ¡Váyase!— dijo, sin que Duarte lograra descifrar si se trataba de una orden o más bien súplica.

   El hombre debió persuadirla de que ya no era uno de ellos. Sin fuerzas para resistirse, la anciana bajó la guardia dejándolo permanecer junto a ella. Pedacitos de sol destellaron en lento descenso entre el ramaje de las hayas, mientras Duarte sonsacaba a la mujer datos de su vida. Siempre le había gustado el poder abrir a preguntas una conciencia. Cuando se hizo la noche, supo entonces que no era el único atormentado por fantasmas. Sola, en ese hueco del mundo, la anciana tenía además que lidiar con la muerte. Era una noche fresca y sin luna. Al otro lado del puente, la luz ámbar de la lámpara se apagaba y encendía intermitentemente. La mujer se jactó de no necesitar más que un quinqué para alumbrar su cuarto.

   —Es hora de que se vaya.

   —No me iré sin que antes me diga qué escuchó aquella noche— dijo, y bebió el último trago de café negro del pocillo despostillado.

   La mujer sonrió. —La voy a ayudar tantito— le dijo él—. Aquella noche escuchó los gritos de la víctima, la voz de la esposa y…

   —La de un hombre—. Soltó por fin ella.

   —Del amante.

   —No.

   —¿Cómo lo sabe?

   —Váyase— dijo la mujer con voz trémula.

   —Ya veo. Usted lo conoce— espetó Duarte. Y al intuir que el asidero era firme, su rostro se iluminó, contrario al de la mujer, donde un asomo de miedo dio paso en seguida al terror. Algo marchaba mal: no lo miraba a él. En lo que tardó en voltear a verlo, en atisbar en la penumbra un rasguño que le cruzaba su mejilla izquierda, y en tratar de ubicar en fracciones de segundo aquel rostro del que destacaba la nariz aguileña, Duarte sintió cómo sus acelerados latidos estaban en sincronía con el rumor del golpeteo del agua contra las piedras, y cuando por fin pudo vislumbrar quién era el asesino, un golpe en su costado cortó de tajo todo potencial reflejo.

 

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Escritora mexicana


Sandra A. Torres Herrera (Álamo, Veracruz, 1971). Narradora. Ha publicado en periódicos y revistas literarias de Tamaulipas y Veracruz. Integrante del taller literario de Héctor Carreto (1991) y de Gloria Gómez Guzmán, en Tampico, Tamaulipas (1994). Fue becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en Tamaulipas, en el género cuento (1997). Participó en el taller literario impartido por Rafael Antúnez, y en el de José Luis Rivas (1998-1999), en Xalapa, Ver. Fue finalista en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo (2003). Administra un blog desde 2004, www.sandratorres.blogspot.com, donde procura actualizar sus sueños y desvaríos. Actualmente radica en Xalapa.


 

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