Paulina Zamora González

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 (28 de febrero del 2008)

Acerca de sexoservidoras

 

 

 

Paulina Zamora González

     Se iniciaba el día en que hablé más de sexo que lo habitual, y lo inauguré haciendo el amor por la mañana con el hombre de mis insomnios. Una vez en paz, le planteé a mi acompañante la misión con las prostitutas y después de advertirme que me cuidara y tomara mis precauciones, me preguntó a qué clase correspondía ese trabajo, “dentro de comunicación intercultural” le respondí, “bonito nombre” me dijo con algo de sarcasmo.

     Días después al comentar con un amigo sobre sexoservidoras, según sus conocimientos y experiencias con estas chicas, me insistió en que había diferencias dependiendo del ambiente en el que se encontraran; unas van de ciudad en ciudad para mejorar su reputación o categoría, para mejorar el pago, y por lo regular son bailarinas, otras por ejemplo, son las que están establecidas en las cantinas, llamadas “ficheras”. Algunas se mantienen en forma, otras no prestan atención a su cuerpo. Algunas, me comentó, han guardado una esencia que hace a uno percibirlas como vírgenes aún. Muchas de ellas, por el entorno de perdición, han aprendido a cuidarse de las personas, a defenderse, y son algunas muy desconfiadas. Sus ingresos son para mantenerse solas o para el sustento también de sus hijos. Algunas además tienen como una clase de celo profesional.

     Las que yo visité eran prostitutas de día, cuyas edades oscilan entre 35 y 45 años aproximadamente, trabajan en cuartos de hotel, casas de huéspedes y casas de citas. Sus cuerpos no son “esculturales”. Muchas de ellas son madres. La mayoría se inició cuando “se dejaron de su marido” o “por la necesidad”. Son muy distintas a las de noche, quienes son más jóvenes, más vivas, más bellas y de alguna forma profesionales; pero a estas no me aventuré a buscarlas, no me atrevería a quitarles parte de su tiempo productivo, además el ambiente parece un poco más inseguro.

     Al terminar las clases del día me encaminé hacia la nueva aventura, las calles se estrechaban y yo me inmiscuía en asuntos moralmente controvertidos. Llegué a dos establecimientos donde algunos aseguraron que las encontraría, pero sólo resultaron rumores de una ignorancia morbosa. El señor de la recepción del segundo establecimiento me atendió amable y después de explicarme el porqué no había prostitutas en el suyo, me indicó con buenas señas dónde encontraría lo que estaba buscando, “de esa esquina, no más de cincuenta pasos”. Mientras me dirigía hacia allá, conté los pasos, tal vez para ocupar mi cabeza y no tentarla de rajarse: fueron 46 pasos y yo, sorprendida por el método de registrar distancias.

     Llegué al edificio de color zacate fresco, miré alrededor, me sentía penetrar por esa clase de puertas que alguna vez describió Hesse, que en especiales circunstancias toman relevancia. El vestíbulo era amplio y frío, andaba yo muy lento, eché una mirada: cartelitos de precios (jabón, champú, condones), el costo del pase con las chicas, a la izquierda un aviso del Centro de Salud sobre las supervisiones de los permisos de salubridad, entre otros listados. Miré al que estaba detrás del mostrador, apenas iba a articular mi petición y se me adelantó un hombre muy apurado con dinero en mano que exigió su pase, me hice a un lado, hizo su transacción y ahora mi turno. Después  de que el del mostrador discutió el porqué buscaba a una chica y que yo debería estar con un muchacho, me dio mi papelito y el cambio, y después que pregunté “¿por dónde?” me indicó que siguiera al hombre anterior. Entraba, seguía yo lenta, y no porque estuviera asustada, mi actitud era al contrario segura, era más bien el intento de retener todos los detalles de ese ambiente; luz clara, olor a pisos recién trapeados, humedad y aroma de detergentes, a fierro, a madera y a viejo, y por lo demás, silencio. Mientras ascendía la estrechísima escalera pensaba en aquellos estereotipos acerca de las sexoservidoras y más que estereotipos algunas fantasías mías; uno quedó aclarado, sobre la suposición de que las prostitutas tienen ese comportamiento extrovertido, de pláticas escandalosas y vulgares, ellas son más bien de movimientos silenciosos y voz apenas audible; y otra, mi fantasía, esa de haber imaginado que al subir me hallaría en un corredor por el cual desfilarían una decena de desnudos femeninos de distintas tallas y edades, delgados y voluptuosos, conservados y desgastados (sí, ahora sí me excedí en mis expectativas), o que pasaría por una serie de puertas en cuyos interiores se hallarían las Evas desnudas en sus lechos esperando al alma sedienta de caricias y sexo.

     Ya en el pasillo, una señora que hacía el aseo no me tomó en serio. Me asomé al primer cuarto y ahí estaba ella con el deseo en su boca roja, chaparrita, de rostro materno y adorable, ojos grandes, nariz y labios pequeños, maquillada delicadamente, su cabello con corte tipo bob; de todas la más afable y encantadora. Me dejé atraer por ella, le ofrecí mi pase y ahora sí me volví tímida. Me asomé curiosa a las otras puertas, le pregunté a mi chica si había otras, me mostró algunas muchachas sin señalarlas meramente; una de ellas saliendo de la regadera con su cabello envuelto en una toalla, otra recargada en el marco de su puerta (una de las nuevas, supe después), una más de rostro enigmático, cabello negro sobre sus hombros y de postura intimidante. Algo desubicada volví con la primera a su cuarto, ahora estaba yo más nerviosa. Primero sugerí que cerrara la puerta para entonces plantearle el motivo por el que me encontraba ahí. Una vez que ella aceptó charlar conmigo y mis manos temblorosas preparaban la cámara para grabar audio, le sugerí quitarse la ropa, ella sonrió, me miró a los ojos y me envolvió en una magia indescriptible: las dos nos desnudamos al mismo tiempo. Entonces platicamos. Ella, ante todo, madre, tiene 43 años y aproximadamente 10 de ser prostituta, proveniente de Tampico (como muchas otras). El cuarto es suyo, ella lo paga y nadie más trabaja en él. La han visitado mujeres y hombres, tanto heterosexuales como homosexuales, de distintas edades, “hasta niños de secundaria”. Nunca se involucra con los hombres, aunque surjan invitaciones a un café, al cine, a cenar. “El trabajo es el trabajo. Yo les digo a los hombres de la puerta hacia dentro soy lo que quieras; afuera no me conoces, no me saludes, no me has visto nunca. Más que nada por mis hijos”. Y sobre el apetito sexual, “si tengo deseos los desahogo con alguno de ellos, pero eso no tienen que saberlo”.

     El condón es “de a fuerza”. Todas usan lubricantes para estar preparadas para la penetración y no sufrir fricción. La sesión dura 15 minutos. Sus caricias deberían ser tales que logren una rápida eyaculación del hombre. (Olvidé preguntar si ellas utilizaban anticonceptivos). Las tarifas: coito $100, sexo oral $200-$300 y sexo anal $500. Habló de su experiencia sexual a lo largo de su vida, refiriéndose a su primer orgasmo comenta que “se siente como si las tripas se hicieran un nudo aquí dentro” (señalándose la barriga). Ella me contaba todo esto pausadamente con su voz bajita, dulce y cariñosa como la de una madre. Nos despedimos con un habitual beso.

     Fui a otro establecimiento, pagué mi pase con naturalidad. Las mujeres eran menos flexibles. Cuando pedí charlar con una de ellas, lo hizo muy a la fuerza. Al mencionarle sexo oral y anal, me miró sorprendida, dijo que eso no lo hace y que sólo aquellas que se hacen llamar “prostitutas declaradas” lo practican, que ella no era de esas, no supo explicarme bien el punto, y me aclaró que había recurrido a este oficio por necesidad. Esta mujer no tenía ganas de hablar, dijo sentirse cohibida frente a una mujer. Yo no pude dejar de expresarle mi asombro y desilusión. Intercambié palabras con otras dos, una de ellas era más vieja, algo ruda, muy gorda, de enormes pechos blanqueados o resecos, no sé, muy vulgar en su apariencia, permaneció echada en su cama y se sostenía la cabeza con un brazo. Sus tremendas carnes apenas le permitían moverse. La otra, más joven, no volteó a verme nunca, al final me importó poco encontrar sus ojos. Las dos miraban con rencor mis manos, mi atuendo y mis atmósferas. Les aclaré que no era mero capricho mío estar ahí, me di cuenta que mis formas de seducir no funcionan con todas. Me retiré de ahí.

     A contracorriente del canal por el costado izquierdo, mis pasos me redimían de mi fijación por el engaño de destinos de puta. Mi camino tenía un propósito en esa cuadra opaca, de locos, borrachos y vendimia de vicios, de desechos orgánicos en la acera, de olores a frutería y abasto de otros vegetales, a sudor y a alcohol del interior de las cervecerías.

     Refrescándose a la orilla del canal, sentada en un sillón, reconocí a esta mujer de rasgos finos y delicados en su cara y de cuerpo voluminoso, ojos vivaces y galantes (debió ser muy bella en su juventud), de postura cómoda y conversación sosegada. Empecé a hablar con ella, pregunté por las chicas, sólo había una en servicio, la señaló, pero ésta se mostró muy apática.

     Esta última chica áspera y apagada, era la que más se asemejaba en mi memoria a una prostituta. Mi cuerpo se estremeció al descubrirla, sentí la garganta anudarse y mis ventanas se humedecieron. Ella delgada, madura, pero no más de 35, con pesar y cansancio, tedio y apatía. Mis ojos la miraban ansiosos, esperaban una palabra, escuchar su voz, una mirada de atención, que abriera su puerta. Ella sentada y su imagen me provocaba algo extraño, que en el momento no pude definir; traía una falda muy corta, con medias de tono más oscuro que el de su piel, zapatos de tacón pequeño que cubrían todo su pie. Y yo vi algo en ella, en esa forma de sujetar su bolsa contra su vientre con la mano derecha, con la izquierda sostenía la cabeza, su espalda algo encorvada, los muslos y rodillas juntas, los pies encontrados, mi corazón perturbado y la duda en el pensamiento. Después que mi vista la abandonó, volví a sentir emoción al remitirme otra vez a su imagen en el camino, mi alma loca exclamó “¡ya sé!, la posición de esta mujer es la misma en la que suelo sentarme”, me vi en ella, vi también que su rostro de tedio y pesadumbre me advertían sobre mis impulsos de puta y frustraba acertadamente esas fantasías. De ella no obtuve palabra alguna.

     Volví a platicar con la mujer de cara delicada, ella declaró haber sido violada a los nueve años, su madre la corrió del hogar porque la pequeña  ya no podría salir de blanco de su casa, pobre mujer, tenía en su cara un gesto de lo absurdo de la acción de su madre. Proveniente también de la costa más próxima, me contó que le agrada más este lugar, pues en donde vivía antes se trabaja en las calles, cerca de los mercados, a la vista de los negociantes, familias y demás.

     Esta mujer me mostró a un señor que me podía “dar más información”. Él se acercó y le pedí que me llevara adentro porque temía platicar con él en la calle, cruzamos a la acera de enfrente y entramos a una de las habitaciones. Yo sin miedo y sin pena, pues tenía encomienda que me amparaba, y este hombre sabía ser respetuoso. Me platicó del negocio, del alquiler de los cuartos, de las chicas, tarifas (los mismos estándares ya mencionados), los consejos entre ambas para optimizar su trabajo, las experiencias que comparten, acerca de los gemidos que fingen, discutió que “ellas también tienen su corazoncito”. Comentó que algunas mujeres, paradójicamente, declaran que aún son pudorosas. Me recomendó algunos sitios más que visitar, pero mis ganas de exponerme a esos lugares que me causan aversión, no eran muchas.

     Salí de la “casa de citas”, pensativa. Eché una última mirada a la chica apática, mi puta ideal. El viento me limpiaba la cara del polvo decadente. Me alejaba de calles embutidas en transacciones de placer, de cuerpos a merced del sexo y la lujuria, mi boca estaba viciada de términos y expresiones de perdición, como si hubiera masticado carne por largas horas y sentía vomitarla. El canal y su corriente refrescante me dio bienvenida al salir de aquellas dimensiones, después la vía, el callejón, al fin mi colonia, ¡qué cerca estaba ya de mi hogar! Había en el alma sensaciones apenas descubiertas, emociones del momento, mi cabeza daba vueltas, mi cara ya no reflejaba nada. Ya en mi casa silencio absoluto respecto a lo vivido hace unos instantes. Que me rediman los alimentos que preparó mi madre.

 

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Paulina Zamora González

Tenía 20 años en el 2009, es originaria de Ciudad Mante, Tamaulipas, México.

Estudia la licenciatura en diseño gráfico


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