María del Pilar Jorge

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Un mundo mejor

 

María del Pilar Jorge

Velarde

      

           Julio Oliveira odiaba el color gris. En un mundo donde el sol permanecía oculto tras una densa capa de niebla, niebla que teñía de gris casas, vehículos, personas, cosas y las máscaras, esas máscaras con oxígeno que se habían vuelto un adminículo más de la vestimenta de los ciudadanos, Julio Oliveira odiaba el color gris.

           El caso de Oliveira era muy extraño, ya que la mayoría de las personas aceptaban gustosos el uso de las máscaras y la ropa que los protegía de las toxinas que habían tornado irrespirable al aire. En compensación, los distintos gobiernos distribuían gratuitamente entre los ciudadanos plasmas de última generación en los que se podían ver esas viejas películas, que ya no se filmaban más, mostrando un planeta Tierra luminoso y poblado de vegetación.

           Por suerte, esta anomalía en la conducta de Julio Oliveira había pasado desapercibida por las autoridades controladoras del orden público. De haber sido descubierto, habría sido acusado de sedición y ese delito se castigaba con la cárcel. Para mantener el orden, hacía rato que se tomaban medidas muy extremas.

           Una mañana, en que como tantas otras, Julio ocultaba su desencanto tras las páginas del periódico, anhelando encontrar la tan esperada noticia salvadora de que los científicos se encontraban en camino de lograr disolver la niebla que cubría al planeta, descubrió el aviso: ¿Desea viajar al viejo continente, conocer la India o visitar New York? ¿Le gustaría poder trasladarse al pasado y ver como eran esos lugares cuando se podía contemplar el cielo? Usted puede, si señor, señora o señorita, será la experiencia de su vida y nuestra organización le pagará por hacerlo. No, no es broma, necesitamos voluntarios para el proyecto de Tiemposmodernos.inc., en el cual trabajamos para lograr el éxito en la traslación espacio-temporal.

           Julio cortó cuidadosamente el anuncio, y después de guardar, plegado, el pedazo de papel en uno de sus bolsillos, se deshizo del periódico. Luego, se dirigió hacia su trabajo y si alguien hubiera podido ver su cara tras la máscara, hubiera descubierto con sorpresa que Julio Oliveira sonreía. Ya en la oficina, aprovechó un momento de descanso para comunicarse con la gente de Tiemposmodernos.inc., y concertó una entrevista.

            A primera hora del día siguiente, Julio Oliveira, entró con piernas temblorosas al colosal edificio donde funcionaba la primer empresa especializada en traslación espacio temporal. Allí fue recibido por una amable recepcionista que lo colmó de atenciones, para luego derivarlo a un representante del área de viajes especiales. Finalmente, le hicieron firmar infinidad de papeles, en los que Tiemposmodernos.inc. se desprendía de cualquier responsabilidad eventual en caso de que ocurriera algún accidente durante el proceso de traslación espacio-temporal. Oliveira firmó todo sin mirar, no le preocupaban las consecuencias de un fallo; para vivir en ese mundo gris prefería estar muerto.

           Le permitieron elegir tiempo y lugar, y como no tenía intenciones de ir a la antigua Roma, ni encontrarse en la Edad Media escogió Europa en el siglo XXI. Encontrar suficiente tecnología en un mundo donde aún brillara el sol, para él ya era bastante. Le facilitaron ropa adecuada para esa época. Se vistió en una cabina especial y encima se colocó ese monótono uniforme gris y la máscara que ya no usaría más. Después de explicarle que cuando llegara a destino no debía olvidarse de sacarse uniforme y máscara, lo hicieron subir por una rampa que conducía hacia la cabina que lo trasladaría a aquel viejo mundo.

           Cuando se cerró la compuerta, le llegó el sonido de una voz indicándole que avanzara hacia el centro del compartimiento y que permaneciera allí, parado y quieto. Luego todo el lugar comenzó a vibrar y el suelo tembló bajo sus pies. Un raro temor se adueñó de Julio y, en el último momento, presa de un ataque de claustrofobia, intentó escapar. Pero tropezó y su mano se deslizó por un instante por una de las paredes. Pudo percibir que las luces titilaban y tuvo la sensación de ser absorbido por un gigantesco torbellino. Luego, se desmayó.

           Cuando volvió en sí, la cabina permanecía quieta y una luz increíble penetraba por el techo. A Julio, lo único que le importaba era saber que había llegado: para averiguarlo, accionó el control manual y consiguió abrir la compuerta. En el exterior lo recibió un cielo muy azul; la luz enceguecedora del sol lo obligó a parpadear. Cuando su vista logró acostumbrarse un poco al rutilante reflejo, advirtió que a su frente sólo se divisaba una inmensa llanura, que se extendía ininterrumpidamente hacia el horizonte, donde parecía desaparecer en una lejana línea de colinas. Solo se veía alguno que otro árbol y escasos matorrales, un curioso animal silvestre que se cruzó en su camino, pero nada de edificios ni construcciones que le indicaran que se encontraba cerca de una ciudad.

           Una ominosa sensación de irrealidad comenzó a asaltarlo y se convirtió en certeza cuando escuchó a sus espaldas la voz de una mujer, que le decía: —Horrible monstruo, acabaré contigo.

           Recién entonces, Julio advirtió que aún llevaba puestas la máscara y el uniforme. En un santiamén se desprendió de esa molesta vestimenta y se dio vuelta con la intención de a saludar a la desconocida. La sonrisa se le heló en el rostro. La mujer tenía los pies y las piernas cubiertos por una tosca envoltura de cuero sujeta con cordeles, vestía una túnica corta y su cabeza y hombros se veían protegidos por la piel de un animal, del que aún desollado, se podían apreciar sus largos colmillos. Ostentaba el porte de una reina y en su mano derecha sostenía con firmeza una lanza. Julio resolvió que o estaba festejando el Carnaval o lo habían enviado mucho más lejos de lo que él hubiera deseado.

           Ella rozó con su lanza la ropa que vestía Julio: —Pensé que iba a tener que matarte, pero me equivoqué. Por cierto, llevabas una curiosa armadura y tu vestimenta es muy extraña, ¿Eres acaso un enviado de los dioses? Espero que no seas un demonio, no desearía hacerte daño, me gustas.

           —Me enviaron los dioses —se apresuró a contestar Oliveira, emocionado al descubrir que ella hablaba en su mismo idioma. Aunque primitiva,  era hermosa y por primera vez en su vida una mujer le decía que gustaba de él.

           —Sígueme, te llevaré al poblado —agregó la desconocida y comenzó a caminar. Después de echar una última mirada hacia la cabina, Julio marchó trotando detrás de ella.

           Cuando llegaron al poblado, se confirmaron los peores temores de Julio. Los pobladores no estaban festejando el Carnaval. El viajero del tiempo había llegado a una época muy anterior al imperio romano. Pero a pesar de que lo recibieron con temor y curiosidad, la hospitalidad de esos nativos era conmovedora. Más tarde, ya vestido con una tosca piel, Oliveira lucía pálido y enclenque al lado del de esos hombres primitivos.

           La joven se llamaba Zazen y era la hija del jefe. Todos la veneraban porque en su rol de sacerdotisa, era la encargada de comunicarse con los dioses. Ese rango no le impidió seducir a Julio, en realidad ya lo había conquistado con sólo mirarlo.

           Julio comenzó a adaptarse a las costumbres de esos primitivos y todo marchó bien hasta la siguiente luna llena. Fue entonces cuando comenzaron los preparativos: se trataba de un festejo especial, pero aunque los escuchaba murmurar a sus espaldas, todos callaban cuando él estaba cerca.

           Tanto misterio excitó su curiosidad al punto que finalmente logró convencer a una anciana lugareña de que le explicara los misterios del ritual.

           —La noche de la Gran Luna… agradecemos la abundancia de nuestras cosechas… la fecundidad de las mujeres… un sacrificio para la diosa… tú eres el enviado… tu sangre nos hará fértiles y traerá prosperidad al poblado… —murmuró la vieja, con palabras entrecortadas.

           Julio no necesitó escuchar más. Faltaba sólo una noche para la luna llena y todos cantaban alrededor de las hogueras. Aprovechando la distracción general, se alejó sigiloso.

           Iluminado únicamente por la pálida luz de la luna, que teñía la pradera de ondulantes sombras, Julio corrió. Dadas las circunstancias, le resultó muy cómodo vestir sólo un taparrabos. Por fin llegó hasta donde se encontraba la abandonada cabina y halló, donde los había dejado, a la máscara y al uniforme. Entró al compartimiento y accionó el control manual para cerrar la compuerta. Intentó activar palancas y botones, mientras suplicaba por un mudo parlante un lastimero “quiero volver” que comenzó a oírse cada vez más débilmente.

           Así, recorriendo desorbitado y enloquecido su hermético encierro, a la mañana siguiente, lo encontraron los nativos. Con enérgica certeza y rara habilidad, sus lanzas comenzaron a mellar el metal del compartimiento, mientras Julio repetía, como un mantra, una y otra vez “quiero regresar a casa”. Cuando ya parecía que la cabina estaba a punto de quebrarse, alguna de las lanzas tocó un mecanismo oculto y la cámara del tiempo comenzó a vibrar.

           Esta vez, Julio no se movió, pese al temblequeo y la sacudida. Permaneció arrodillado, en muda súplica, bien en el medio del breve recinto, a pesar del humo y del torbellino que una vez más lo absorbió.

           En esa posición, arrodillado y lloroso, lo encontraron los científicos de Tiemposmodernos.inc. Lo alzaron en andas y festejaron su regreso. Era el primer hombre que lograba volver del viaje al espacio-tiempo y, por esa razón, todos los medios informativos proclamaron la fama de Julio Oliveira.

            Era la misma oficina, el mismo funcionario y la misma montaña de papeles. Solo había cambiado la actitud del representante legal de Tiemposmodernos.inc.

           —Usted no cumplió con lo acordado —dijo, mientras hurgaba en la documentación desparramada sobre el escritorio—. Nos tenía que haber traído muestras del terreno,  algún espécimen, alguna prueba de su tecnología. Quizá gemas o metales preciosos. Algo, ¿entiende?, nos tenía que haber traído algo valioso.

 

           —Pero señor —Julio Oliveira temblaba—, tuve que huir, me iban a sacrificar a sus dioses.

           —No diga pavadas, por favor. Asustarse por un grupo de hombres primitivos no es una excusa que justifique que no cumpliera con el contrato. Comprenderá que tiene que regresar a terminar con su misión.

           —Eso nunca —. Oliveira pegó un salto, dispuesto a salir corriendo de ahí.

           El funcionario no se inmutó: oprimió uno de los botones de la consola de su video comunicador y se abrió uno de los paneles que cerraban la entrada de la oficina. Lo último que percibió Oliveira fueron dos pares de manos aferrando sus hombros y el pinchazo de la hipodérmica en la base del cuello.

            Instantes, minutos, horas después, para Julio Oliveira cualquier otro detalle había perdido importancia. Su cuerpo había sido enviado, una vez más, hacia la búsqueda de ese lugar en el tiempo con el que él tantas veces había soñado. Mientras tanto, miles de hombres y mujeres grises, liderados por los representantes de Tiemposmodernos.inc., cantaban canciones y entonaban estribillos en honor al único hombre que había podido encontrar un mundo mejor.

 

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Escritora argentina

 

Buenos Aires, 1946.

Abogada y escritora, sus micro relatos y cuentos breves han sido publicados en la revistas Axxón y NM, y en los blogs Químicamente Impuro, Breves no tan Breves, Ráfagas y Parpadeos y Poemia.

 

Actualmente participa en el grupo literario Heliconia.

 

Su cuento “Una simple cuestión de supervivencia” integra la Antología Visiones 2009, que edita la AEFCFT y en el año 2010.

Su cuento corto “Otilia” fue incluido en la antología “Grageas 2, más de cien cuentos breves hispanoamericanos, en el año del Bicentenario”, del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos Buenos Aires, Argentina.

 

En su blog:Anillos invisibles,

se pueden leer sus microficciones y poemas.

Entre su material inédito, se encuentra su primer novela de ciencia ficción.

 


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