Marcial Fernández. Crónica de sangre.

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Crónica de sangre

 

 

Marcial Fernández

 

El hombre subió al escenario con paso lento. El murmullo de los congresistas bajó de tono. Una vez frente al micrófono, habló con voz templada.

—Damas, caballeros... Buenas noches... Agradezco la oportunidad que se me brinda para lavar el nombre de mi familia y el mío propio, de exponer la injusticia histórica que padecemos.

Hizo una pausa.

—Sé que muchos de ustedes piensan que estoy loco, que les parezco un impostor que simula ser descendiente del Conde. No los culpo. Yo mismo he conocido farsantes que se dicen hijos de Vlad Tepes. Pero ese horror se debe a una intriga para acabar con nuestra estirpe.

Clavó sus ojos grises en las primeras filas.

—En efecto, el mundo está poblado de mentirosos y dementes, pero también de vampiros...

Un congresista rió.

—Calma, les pido apenas unos minutos de su atención... Los vampiros son una realidad y nos están ganando la batalla. Sí, nos están ganando la batalla —repitió sin mover un sólo músculo del rostro.

Añadió:

—Pero despreocúpense: yo no soy ni me creo de ninguna raza maldita. Desde luego que no. Y tampoco mi padre ni el padre de mi padre ni nuestros abuelos hasta llegar al Emperador han saciado en momento alguno su sed con sangre.

—¡Embustero! —gritó un sujeto escondido entre la concurrencia—. ¡Bufón!

El orador, sin embargo, no se dio por aludido.

—Es más, tal es el origen de la maldición familiar: cuando Dracul descubrió la existencia de ese error de la naturaleza llamado vampirismo, él fue su combatiente más feroz. Y en dicho ideal qué encontró: desprestigio, una mancha alimentada por sus enemigos y, tal leyenda, tal incuria, ha sido imposible de borrar.

Fijó su mirada ceniza en el individuo que, escudado entre el público, lo acababa de insultar. Y con voz dura lo cuestionó:

—¿Qué es lo que dice la historia de Vlad Tepes Dracul, Conde y Emperador de Valaquia? ¿Por qué su sólo nombre es capaz de despertar todo tipo de calamidades? ¿A qué se debe que su mito haya sido colmado por generaciones?

Viró la atención y suavizó sus palabras.

—Para responder a esas preguntas estoy aquí. Para acabar de una vez con el complot fraguado en su contra, en contra de su descendencia. Sí, complot, venganza. ¿De quién o de quiénes? De los No-muertos, esos entes que, con la protección de la oscuridad, absorben los fluidos corporales de los seres vivos.

Paseó su visión marchita por la parte alta del auditorio provocando un efecto dramático y, al descubrir la plena expectación, con voz profunda apuntó:

—¿En qué lugar, en qué momento, cómo brotó de las tinieblas el primer monstruo?

Y él mismo se respondió:

—No lo sé. No se los puedo contestar, ya que su nacimiento es tan misterioso como el de la propia vida. Aunque de algo estoy seguro: su legión ha crecido y se ha desarrollado a la par de la raza humana. Y les digo: por ridículo que parezca, esas criaturas inmortales cuidan de los hombres...

Alzó el tono de voz:

  —Sí, los protegen como el pastor a su rebaño. E igual que el pastor, después de velar por la salud de sus ovejas, acaba por alimentarse con su carne.

La atmósfera de la sala se tornó densa, fría.

—Dracul, el hijo del Dragón, Dragón por herencia, lo sabía. Y por ello inició su gran batida contra las bestias de aliento fétido, sombras de la sombra, monstruos sin reflejo.

Puntualizó:

—Ciertamente la embestida de mi ancestro no fue contra los húngaros ni los turcos que, aunque enemigos políticos, no eran más que unos miserables. No. Esas etnias guerreras, mezquinas, no le interesaban al Emperador; su perspectiva, por el contrario, estaba en salvar a la humanidad. Dracul era, sí, un humanista, aun cuando en su época todavía no se acuñaba el término.

Y antes de que alguien del auditorio le replicara, el orador continuó:

—De joven, Vlad Tepes vislumbró la maldad. Conoció el acto más puro del diablo. ¿En dónde? En el cuerpo de una mujer, virgen y con la belleza de los seres que nacen en más allá de la selva, que murió en los colmillos de una de las bestias, un turco convertido que a la vez convirtió en cadáver-viviente a la amada.

El hombre se llevó la mano al rostro, cerró los ojos, los volvió a abrir y, con una sonrisa, agregó:

—Como toda leyenda, la de Dracul-niño, adolescente, hombre, el personaje más vituperado de la historia, también inicia con una historia de amor. Sí, su mito comienza cuando a temprana edad es secuestrado por los turcos, y una doncella transilvana, mucho mayor que él, lo ayuda a escapar de prisión. ¿Cómo? Con su vida, a costa de la noche eterna. En un ocaso sin luna, aquella mujer sedujo al celador, lo embriagó de castidad y sangre, y así libró a un puñado de prisioneros.

Una mujer vieja, roñosa, se puso de pie de entre el público. Todos se volvieron a verla. El mismo orador guardó silencio para dejarla hablar.

—¡Elizabeth! —dijo en tono apenas audible— ¡Elizabeth Bathory!, quien todavía vaga por los pasillos de su castillo ruinoso.

—Temo decepcionarla —contestó el hombre con timidez—. La Condesa húngara no fue más que una desequilibrada que nació un siglo después de cuando muriera el Conde. No hay una sola referencia que mencione lo contrario.

Con desprecio, agregó:

—Ciertamente un caso patético.

La mujer, dubitativa, murmuró algo que nadie entendió, bajó la cabeza y retomó su lugar. El orador, de nuevo dueño de la atención de los congresistas, se sirvió un poco de agua y, de su levita, sacó un pañuelo para humedecerlo, llevárselo a la frente y seguir con la ponencia.

—No, la doncella a la que me refiero, y que me guardo su nombre para salvarlo de la maledicencia, fue una dama extraordinaria, la cual, nunca, escúchenme bien, nunca posó su sed en piel humana. Es más, ella le pidió la paz al Conde y le enseñó la manera de llevarla a cabo, y con ello también le mostraría la fórmula para acabar con la raza maldita.

—¡La empaló! —exclamó un congresista.

—La empaló —respondió el hombre—. Y es que, y esto lo sabía Dracul, la estaca en el corazón no es siempre suficiente para ciertas vampiras.

—¿Ni tampoco, seguramente, para los miles de turcos que el asesino de su abuelo mató a sangre fría? —gritó el mismo sujeto.

El orador, sin rechazar la afrenta, cogió el vaso de agua y se lo llevó a los labios. Y con serenidad, contestó:

—Por sus rasgos étnicos, mi querido amigo…

—No me llame así, yo no soy su…

—Por su odio, por sus gestos, por su indignación —su fraseo se tornó sobrenatural— entiendo su enojo. También yo también estaría encolerizado si tuviera ante mí a un lejano homicida de mi pueblo —y modulando el diálogo, enfatizó—: pero usted y yo no somos enemigos como tampoco lo fueron nuestros abuelos. Contrarios en política, tal vez. Sin embargo, no estamos aquí para discutir nuestras diferencias. No. Desde luego que no. Le repito: la historia está torcida, el Conde no empalaba turcos ni congénere alguno, empalaba vampiros que se hacían pasar por turcos, que aprovechaban las guerras islámicas y cristianas para saciar sus bajos apetitos.

—¡Usted está loco!

—Puede ser —se apresuró a contestar—. Permítame, sin embargo, el derecho de defender mi causa, de dar a conocer mi verdad, y si al final de la charla considera inválidas mis razones, gustoso le ofrezco mi mejilla.

—Y gustoso la tomaré.

El congresista se sentó y el orador retomó la palabra.

—No nos engañemos. Todos o la gran mayoría de los aquí reunidos sabemos de la existencia de los No-muertos. O, ¿cuál es el motivo que reúne a un grupo de científicos a organizar un congreso de vampiros? ¿Demostrar su inexistencia? ¿Escuchar los delirios de un viejo que se dice descendiente de un supuesto chupador de sangre? ¿Llenarse de desprestigio ante ojos de incrédulos?

El hombre se refrescó otra vez la frente.

—No pretendo dar pruebas de la existencia vampírica, pues mi presencia aquí no es la del escolástico que, por medio de la lógica, prueba la existencia de Dios o del diablo. No. A nosotros no nos interesa que existan los monstruos, pues sabemos que existen. Lo que nos interesa es que dejen de existir. ¿Me equivoco?

Y ante el silencio del auditorio, agregó:

—Entonces, antes de que encontremos juntos la técnica adecuada para combatirlos, quisiera acabar con el viejo mito sanguinario del Conde, porque así, y únicamente así, podremos enfrentar a cabalidad al enemigo. Les digo: ustedes saben que ciertas clases de vampiros desaparecen al enterrárseles una estaca en el corazón, pero otras no. El empalamiento, según lo consigna el Conde, es el recurso idóneo. Y sí, Vlad Tepes Dracul, Emperador y antivampirista, empaló a cientos, miles de demonios y los expuso al sol. ¿Con qué objeto? Hay quienes señalan que para provocar temor entre los No-muertos, y se equivocan. ¿Cómo iba a crear terror si los monstruos carecen de sentimientos? No, caballeros, aunque el pueblo llano le temía, lo que buscaba mi abuelo era la alianza, la unión del Islam y el cristianismo a favor de una causa común: la humanidad. Y en su época tuvo más adeptos que adversarios.

El orador se llevó la mano a sus ropas para sacar un legajo de manuscritos. Se los enseñó a la concurrencia.

—Aquí, en este tratado medieval se da fe a mis palabras. Habla de un ser de carne y hueso capaz de encantar, hechizar, conjurar a sus congéneres con el único fin de volverlos en sus hermanos, seguidores leales. Y fue tal su convocatoria, que los bebedores de sangre estuvieron a punto de extinguirse de la faz del planeta. Había empalamientos a diario, sí, a diario, y no sólo en Valaquia, sino en todo el mundo civilizado. Y cierto, se cometieron injusticias como en toda guerra, atrocidades, murieron inocentes, hombres y mujeres que nada tenían que ver con los entes nocturnos, y de eso se aprovechó el enemigo.

El hombre se guardó el legajo, miró al micrófono y, reflexivo, dijo:

—Como ustedes saben, el padre del Conde fue ordenado Dragón, título que heredó a su descendiente. Sin embargo, Dragón en mi idioma significa Draco, y su diminutivo, Drácula, etimología cercana por mera casualidad a Diablo. ¿Qué valor tuvo esto para los seres de la noche? Cuando se sentían derrotados, cuando la legión de mi abuelo había traspasado las fronteras del Imperio, cuando se supo de muertes humanas sin justificación alguna, los pocos vampiros sobrevivientes en su calidad de No-muertos extendieron el rumor de su propia existencia, pero en imagen y semejanza de Vlad Tepes Dracul, Draco, Drácula, el Diablo.

De nuevo el hombre se llevó el vaso a los labios. Afirmó:

—Una jugada maestra, nefasta para el amado de Transilvania. Así, un súbdito del castillo traicionó al Emperador. Lo asesinó y, por temor a ser descubierto, quemó su cadáver. Ahora bien, ustedes se preguntarán: ¿cómo es que yo sé estas cosas sobre la muerte de mi abuelo? Entre nosotros, los rumanos, las historias de la familia se transmiten de generación en generación, y, si hasta hoy damos a conocer estos hechos, es porque el vampirismo ha retomado su auge y nos sentimos con el deber de combatirlo.

La sala se llenó de murmullos.

 —¿Por qué? Desaparecido Vlad Tepes, su nombre creció en todos sentidos: los legionarios de Dracul siguieron combatiendo y empalando vampiros, mantuvieron el estandarte; no obstante, los engañados, los que veían en Dracul a Drácula, al Diablo, le hicieron el juego a los bebedores de sangre.

El hombre tragó saliva y continuó:

—Esto duró siglos y los primeros empezaron a ganar la batalla. Entonces, un vampiro bretón muy viejo, obsesionado de gloria humana en su condición de cadáver viviente, decidió acabar de una vez por todas con el recuerdo del Conde benefactor, y tras escribir Drácula y obligar a un escritorzuelo a vender su nombre por un puñado de monedas, convirtió a su grey a los combatientes, y luego hizo creer, con miles y miles de publicaciones, que el vampirismo no es más que cosa de literatura. Pero a nosotros, la familia del Emperador de Valaquia, a ustedes, hombres de ciencia que ya conocen la verdadera historia y que no claudicarán en su empeño por extirpar de la Tierra el terrible mal, no nos podrá engañar.

El orador meditó un instante y agregó.

—Yo los invito a reiniciar la cruzada a nombre de Dracul, a no dejarnos seducir en el hechizo de sangre, a destruir la palabra que ofrece la inmortalidad. Yo los invito, por la memoria de mi abuelo, a unirse a nuestra causa.

El hombre hizo una pequeña reverencia, cual si se tratara del fin de la charla, pero ningún congresista aplaudió o se movió de su butaca. En cambio, hipnotizados, vieron cómo bajó del escenario y, mientras clavaba los colmillos a cada congresista, se parecía más y más a Drácula.

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Escritor mexicano


Marcial Fernández nació en la Ciudad de México en 1965.

Tiene estudios de Filosofía por la UNAM. Es autor del libro de cuentos Los mariachis asesinos (2a. ed. 2012), del microrrelatario Andy Watson, contador de historias (4a. ed. 2007) y de la novela Balas de salva (2003).

Con el pseudónimo de Pepe Malasombra ha escrito varios libros de tauromaquia.

También es editor del proyecto Ficticia y miembro del SNCA.